»¿Acaso pensaba Shallem que yo era como Cannat, que la verdad sobre todas las cosas me había sido infundida por Dios lo mismo que a él, y que, por tanto, cualquier enseñanza me resultaba superflua? Así parecía, según su comportamiento. Tal vez era lo que deseaba de mí, que fuese como él, como Cannat.
»No dije nada. Pero por dentro me sentía enojada y dolida y tremendamente celosa. No hubiera podido ocultárselo ni a los ojos de un ser humano, mucho menos a Shallem.
»De pronto, sentí una voz en el interior de mi cerebro. Bueno, no una voz, sino la propia voz de mi mente repitiendo, como un eco, el pensamiento que le había sido enviado.
»“Lo siento”. Una frase clara y contundente, que no había surgido de mí misma. Me quedé muda de asombro. Jamás me había ocurrido nada igual. Miré a Shallem. Sí, claro. Había sido él. Allí estaba, mirándome con la misma expresión que si las palabras acabasen de brotar de sus labios.
»¿Le habría oído también Cannat? No, sin duda, no. En aquel momento se dirigía, abstraídamente, a contemplar la vista desde el balcón.
»Me sentí encantada. Era nuestro propio lenguaje secreto que nadie más podía oír. Ni siquiera Cannat, eso era lo mejor. Por eso lo había empleado Shallem en aquel preciso instante por primera vez. Nuestros lazos y nuestra complicidad seguían tan firmes como siempre. Eso había querido demostrarme. Y el sentir su pensamiento era maravilloso, fascinante.
—Pero ¿por qué no lo había hecho nunca con anterioridad? —preguntó el sacerdote.
—Bueno, es muy sencillo, no había tenido necesidad. Siempre estábamos solos y juntos y, como se habrá dado cuenta por todo lo que le he ido explicando, a Shallem le gustaba servirse de su cuerpo. Bien. Llegó la noche. La hora en que Shallem se dirigía, taciturno y circunspecto, al cassone de nuestro dormitorio.
»El cassone era mi tesoro. Un arcón enorme trabajado como una joya, con exquisitos bajorrelieves dorados y el frontal y los laterales pintados por la propia mano de Botticelli. En él guardábamos, sin distinción, ropas, joyas, documentos y…, la espada de Shallem.
»Cannat llevaba puesta la suya. Un arma riquísima, cuidadosamente fraguada, y con la empuñadura adornada con hilo de oro.
»La desenvainó y la blandió suavemente en el aire, mirándome. Las luces de las velitas la arrancaban destellos dorados.
»—¿Vendrás con nosotros? —me preguntó.
»La sola idea de ser testigo de aquellas masacres de inocentes me hacía temblar.
»—No —contestó Shallem por mí.
»—Lástima —comentó Cannat—. Hubiera sido más divertido.
»¿Divertido?, pensé, pero no había una chispa de burla o ironía en sus palabras.
»Incluso me dirigió una mueca apenada y compasiva. “¡Qué le vamos a hacer! Otra vez será”, venía a significar.
»Me encontraba perdida ante él. No sabía exactamente cómo interpretarle.
»Se despidieron.
»Shallem se aproximó a mí.
»—Adiós, amor mío. No tardaré —me susurró, con su tierna voz, acariciando luego mis labios con los suyos.
»Luego se acercó Cannat. Cuando clavaba sus hechizantes ojos en los míos, me era imposible retirar la mirada. Así sucedió esta vez. Acarició, muy delicadamente, mi cabello. Me estremecí ante su contacto. Cannat era, ¿cómo lo diríamos? ¿Irresistible? Sí, ese puede ser un término humanamente aproximado para describir lo indescriptible. Aterradoramente irresistible.
»Disimulé. Shallem observaba desde el umbral, informalmente apoyado en el marco de la puerta.
»Cannat tenía, como ya he dicho, creo, unos modales primorosos. Suaves y elegantes y extremadamente delicados.
»Su mano izquierda se posó sobre mi cuello, como una caricia de terciopelo. Su rostro se acercó al mío. Sentí la suavidad de su vaporoso cabello cosquilleando mi piel; el peculiar aroma de su inigualable perfume celestial, idéntico al de Shallem; y, luego, el cálido y tenue soplo en que se convertía su casi inaudible vocecita, penetrando voluptuosamente en mi oído, erizando cada vello de mi cuerpo.
»—Adiós, amor mío. No tardaré —repitió.
»Cuando sentí su beso, gélido, sobre mi mejilla, supe que la pesadilla no había hecho sino empezar.
»Volvieron pronto, como me habían prometido. Entraron por la puerta cogidos por el brazo como dos borrachos tambaleantes. Sin las elegantes chamarras de terciopelo ni los sombreritos con que habían partido; despechugados y manchados de sangre por todas partes. Lastimosos, sucios y desgreñados, subían los escalones apoyándose el uno en el otro en medio de absurdas y blasfemas carcajadas.
»Me escondí en el dormitorio. No podía resistir aquella visión.
»Desde allí escuché el bullicio de sus risotadas y a Shallem llamándome a gritos. No me moví. Estaba pasmada, perpleja. Shallem jamás había reaccionado así después de una matanza.
»—¡Oh, Shallem, Shallem! —oí exclamar a Cannat—. ¡Cuánto te he echado de menos! En realidad, no sé cómo he podido pasar sin ti. ¡Ya había olvidado los viejos tiempos! ¡Aaaay! —suspiró—. ¡Ha sido fabuloso! ¡Único! ¿Y sabes por qué? —y su voz se volvió un susurro extremadamente suave, tierno y confidencial cuando respondió su pregunta—. Porque lo hemos hecho… juntos.
»Cannat paladeaba siempre las palabras. Las convertía en auténticamente especiales con su perfecta dicción; como si estuviese descubriendo matices ocultos en su significado o, incluso, hubiesen carecido de él hasta salir de sus labios.
»Shallem no le respondió. No, al menos, con palabras. Pero yo escuché, con el oído atentamente pegado a la puerta, el elocuente sonido del silencio y el impulsivo choque, aún más revelador, de sus cuerpos al abrazarse.
»No me cupo duda de que Shallem había cambiado bajo la nefasta influencia de Cannat.
»Cada noche, Cannat consagraba sus víctimas a sí mismo mientras instigaba a Shallem, como un maestro perverso, a terminar con las suyas con la mayor crueldad.
»Y cada noche regresaban satisfechos, embriagados de sangre y ahítos de la constatación de su supremacía, de su omnipotente dominio, de la degustación de su propio poder.
»Tras la crápula nocturna, Cannat siempre acompañaba a Shallem hasta casa.
»Permanecía un rato con él, en el saloncito, saboreando los hórridos detalles de sus crímenes, las excitantes dificultades surgidas durante la cacería, las vanas reacciones de sus desventuradas presas.
»A Cannat le gustaba que sus víctimas luchasen con fiereza; que se debatiesen por salvar la vida, con arrojo y valor. Esto, claro, confería mayor emoción a la captura. Y, en alguna ocasión, cuando las cualidades de la víctima eran excepcionales, la había llegado a perdonar la vida.
»—Sólo si no han quedado demasiado malheridos —aclaraba—. Los hombres de coraje son escasos, no hay que desperdiciarlos. Los dejo vivos y, cuando se han recuperado, vuelvo en su busca. De este modo me garantizo una segunda oportunidad de diversión. Merece la pena, te lo aseguro. ¡Si vieras sus caras cuando me presento ante ellos por segunda vez! —se rió graciosamente. Lo más dañino de Cannat era que incluso en las circunstancias en que se mostraba como el ser más depravado y abominable, seguía pareciendo encantador—. ¡Se diría que viesen al mismísimo diablo! ¡Y las cosas que dicen! —De nuevo se rió, mientras paseaba gesticulante por el saloncito admirando las hermosas obras de arte—. Sus exaltadas imprecaciones, sus ridículos exorcismos, sus patéticas invocaciones a su impasible Dios Todopoderoso. ¡Resultan tan emocionantemente absurdos! Hasta tres veces he llegado a jugar con alguno de ellos. ¡Míseros bárbaros!
»"Ay —se lamentó, tomando asiento frente a Shallem—, pero es tan difícil contenerse a matarlos en la efervescencia del placer. ¡Y cuántas veces he tenido que arrepentirme de mi falta de voluntad! ¡Cuántas veces no he podido resistir el deseo de contemplar las hermosas orlas azuladas, rosadas, violetas, carmíneas, arrancándose de sus fláccidos cuerpos, desvaneciéndose para siempre, apagándose al mismo tiempo que el lento palpitar de su corazón!
»"¡Ese sublime momento! ¡Mágicas estelas multicolores de imponderable belleza, libres, ascendiendo hasta el infinito como lucecitas incandescentes!
»"Pero tú, Shallem, ¡te has vuelto tan ñoño! Demasiado tiempo conviviendo sólo con humanos—. Y me miró a mí, torvamente, como si fuera la culpable de ello.
»Luego, se levantó de su asiento y se arrodilló junto al de Shallem, que le sonreía, tomándole la mano con suma delicadeza y jugueteando con sus dedos.
»—¡Cuánta falta te hacía tu hermano! —le susurró.
»Y después se la besó, con la misma concupiscencia con que lo haría un amante.
»Durante las conversaciones de este tipo yo procuraba ocultarme en la cocina, fingiendo dar instrucciones a la cocinera. Al poco de aparecer Cannat, hice que ella y la doncella, que al principio, y en aras de nuestra intimidad, sólo venían las horas imprescindibles para limpiar y preparar la comida, permanecieran durante todo el día en casa. Así evitaba el insoportable griterío del exaltado Cannat a su regreso por las noches, y me ofrecía la oportunidad de poder ausentarme, disimuladamente y con el pretexto de hablar con ellas, en los momentos en que me sentía un estorbo o no podía soportar las descripciones de sus matanzas.
»Tras estas charlas, cada noche, invariablemente, Cannat desaparecía. Por la puerta, como un vulgar mortal, en ocasiones. Pero, otras veces, simplemente se desvanecía, de súbito, en el aire. Otras, cuando la noche había resultado especialmente emocionante y se sentía excitado, saltaba por el balcón, aullando desquiciado y ejecutando increíbles acrobacias de volatinero.
»A Cannat le encantaba rodearse de espectáculo. No perdía ocasión de lucir sus dotes excepcionales, de mostrar sus poderes.
»Le gustaba asustar, aterrar a sus víctimas, mostrarles exactamente lo que era; jamás ninguno murió sin saberlo. Raramente mataba con la espada, aunque le gustaba llevarla para provocarles e iniciar la pelea. Él prefería, más bien, utilizar sus técnicas privadas, sus trucos demoníacos. Deslumbrarlos. Sentir la admiración en los rostros de ellos, el pánico cuando se percataban de la naturaleza de su verdugo.
»Shallem le había prohibido que utilizara cierto tipo de poderes sobrehumanos en mí presencia. Decía que yo era muy susceptible e impresionable y que podría asustarme fácilmente. ¿Se imagina, padre? Yo, impresionable. ¡No habría tenido oportunidades de morir de un infarto desde que le conocía! ¡Si mi vida era puro terror! Pero Shallem jamás llegó a comprender del todo la naturaleza humana, lo mismo que yo nunca llegué a comprenderle a él. De todas formas, Cannat no podía evitar el utilizar algunas de sus facultades, que los mortales llamamos, incorrectamente, poderes sobrenaturales, delante de mí. Y no era que no pudiese controlarse, sino que buscaba, deliberadamente, despertar mi admiración. La admiración de todos los mortales. Cannat se sentía un dios en la Tierra, y alardeaba constantemente de serlo.
La mujer hizo una pausa con la mirada perdida, dirigiendo sus pensamientos hacia aquellos momentos.
—Shallem me lo contó —siguió hablando—. Que, al igual que dos hijos del mismo padre nunca tienen la misma inteligencia, el mismo carácter o la misma belleza, así ocurre también entre los ángeles. Y los poderes, sí, llamémoslos poderes, para entendernos, los poderes de Cannat eran inconmensurables. Algo mayores que los de Shallem e infinitamente más importantes que los de algunos de los otros. Sólo uno de ellos los ostentaba aún mayores: Eonar. Pero Eonar nunca… casi nunca se manchaba los pies en la Tierra. De modo que Cannat ejercía su predominio en total libertad, invencible, irrefrenable. Lo más parecido a un dios que habitaba entre nosotros, y perfectamente consciente de su poder.
»Para Cannat era un sacrificio el tener que soportar mi compañía. Constantemente sorprendía sus miradas de rabia mal contenida cuando estaba deseoso de encontrarse a solas con Shallem, o cuando éste me dirigía su atención o cualquier demostración de afecto delante de él.
»Con el fin de mantenerme al margen, Cannat salpicaba sus frases con un sinfín de palabras misteriosas que contribuían a hacerme completamente incomprensibles los ya de por sí oscuros asuntos de sus conversaciones. Yo, que, por supuesto, no osaba interrumpirlas, ni aun abrir la boca en su presencia, salvo que él se dirigiera a mí expresamente, me limitaba a contemplar, embobada, la elegancia de sus movimientos, acompasados con su armoniosa voz, y toda la hermosura de su ser, mientras me maravillaba de lo diferente a Shallem que era, en todos los aspectos, cosa que los comentarios de éste nunca me habían llevado a deducir. Yo lo había imaginado casi como una réplica de Shallem, un alter ego, un gemelo espiritual. ¿Cómo imaginar que pudiera haber entregado su dulce corazón a alguien tan perverso? La palabra diablo cobraba auténtico significado al serle aplicada a Cannat. Pero ni siquiera él lo era auténticamente. Nada es tan simple como aparenta.
»Cannat disfrutaba indeciblemente con las demostraciones amorosas de Shallem en mi presencia. Se abrazaba a él, como un amante celoso, mientras buscaba mi atónita mirada y me sonreía despectivamente. Parecía querer demostrarme a quién pertenecía Shallem en realidad.
»Pero, a los pocos días de su aparición, Cannat descubrió que le encantaba hablar conmigo y dedicarme largos discursos; sorprenderme con historias que me dejaban boquiabierta; contemplar mi humana expresión de anonadamiento ante sus increíbles revelaciones; responder a mis atónitas preguntas.
»—Pero, Shallem —se maravillaba—, ¿es que nunca le has explicado nada a esta criatura? ¿Es que nunca habláis?
»Shallem levantaba brevemente la vista del libro que estuviera leyendo y nos sonreía.
»—No le creas ni la mitad de lo que te cuenta —me aconsejaba—. Miente más que habla. Le gusta fantasear.
»Pero, o sus fantasías estaban magníficamente tejidas, o no parecía mentir tan a menudo como Shallem me aseguraba.
»Cannat le regalaba a Shallem montones de libros. Casi cada día llegaba con uno bajo el brazo. Ambos nos reíamos por las noches, cuando nos quedábamos a solas, sospechando que lo hacía para entretener a Shallem y así poder explayarse a gusto conmigo. Porque, cuando Shallem no estaba absorto en la lectura, interrumpía constantemente su discurso.
»—Basta de palique, Cannat. ¿No te basta con los millones de humanos que has embaucado hasta ahora, que también tienes que engañarla a ella? —le regañaba cariñosamente.