»Ignoro qué atractivo descubrirían ellos en la civilización humana. Mil veces me lo pregunté y jamás encontré la respuesta: pero, a petición suya, a aquella primera visita se sucedió otra, y luego otra y otra y otra más. Y llegó el día en que decidieron probar sus propias alas. “Demasiado jóvenes —dijo Shallem—. Dejad que se formen vuestros cuerpos”.
»No sé si a los dieciocho años los cuerpos de Eve y Leger se habían acabado de formar o no, pero a esa edad anunciaron que deseaban irse por unos días, pero solos, esta vez. Shallem ya no podía establecer más prorrogas. ¿Qué sentido hubiera tenido, además, si es el destino ineludible de todo padre el llorar ante la marcha de sus hijos?
»Como ocurre con algunas especies de pájaros, se sucedieron una serie de idas y venidas antes de su abandono definitivo. Regresaron a los pocos días de su partida para luego volver a marcharse, retornar e irse una vez más. Pero las ausencias eran cada vez más prolongadas. Finalmente sus regresos se convirtieron en meras visitas.
»Como sucede con cualquier familia, nos sentimos súbitamente solos cuando los hijos se fueron. Todos parecíamos un poco tristes, y el continuar con las diversiones que habíamos compartido con ellos no hacían sino acrecentar la sensación de vacío.
»—Hagamos un viaje —propuso Cannat—. Como ellos. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? ¡Tengo sed de mujeres y de sangre!
»¿Cuál es la razón de la atrayente fascinación que las serpientes despiertan sobre aquellos que las consideran animales inmundos?
»Yo no conozco la respuesta. Jamás deseé abandonar la jungla ni conseguí explicarme su deseo de hacerlo.
»¿Por qué volver a las pobladas Asia o Europa cuando quedaban tantos territorios que aún no habían sido hoyados por el destructivo pie del hombre?
»“Observemos la lenta evolución del animal maldito”, decían.
»Así, recorrimos el planeta sin establecernos durante demasiado tiempo en ningún lugar concreto. Cannat contaba con centenares de tranquilas y suntuosas residencias. “Lo mejor para los dioses”, decía.
»Shallem —nunca había dejado de hacerlo—, caía cada cierto tiempo en profundos estados contemplativos. Pero ahora Cannat no precisaba preguntar la causa. Y yo, aunque no era capaz de leer con tanta claridad su alma, tampoco lo necesitaba. El viejo tema milenario se había visto reforzado el día en que Cyr se rebeló contra su padre. Él, silenciosa y obcecadamente, nunca había cesado de dar vueltas y más vueltas sobre su hipotético significado.
»—¡No tuvo significación alguna! —se desesperaba con él Cannat—. ¡Pura casualidad! ¡Tú eres el único que se empeña en buscar paralelismos!
»—¿Y cuando mató a los agutíes? —insistía Shallem obstinadamente—. ¿Acaso no fue por la misma causa y con la misma intención con la que tú y yo matamos humanos?
»—¡Por el amor de tu hijo, Shallem, déjale descansar en paz! ¿No ves que lo único que hizo fue repetir una historia que de sobra conocía y que sabía que tendría efecto sobre ti, que no te dejaría impasible? ¡No quieras ver lo que no existe, te lo suplico! —le decía, casi furioso—. No hay nadie, Shallem, nadie —le susurraba luego, conmovido ante su dolor—, que espíe nuestros movimientos, que valore nuestras acciones en la espera de que un día la balanza se incline hacia el lado del perdón. No hay un guía que ilumine nuestro camino mediante enigmáticos símbolos. ¡Lo único que hay son esas malditas y falsas fantasías humanas que han calado en tu blando y susceptible cerebro! ¿Acaso nuestro Padre nos hablaba, cuando sí quería hacerlo, mediante extrañas charadas indescifrables? ¿No tiene ya voz? ¿No tenemos nosotros poderosos oídos que alcanzarían a escucharle desde el otro lado del universo?
»—Veo que tienes razón. Pero aún me queda otra esperanza. Yo fui padre, reconocí mis errores y obtuve el perdón de mi hijo. Tal vez Él, algún día, desee que le suceda lo mismo —añadía Shallem, como un niño empecinado.
»—Sí, mi dulce Shallem —le respondía Cannat con un tierno beso—. Sigue soñando…
»Usted, en un cálculo rápido, se habrá dado cuenta de que para cuando abandonamos la selva yo ya había superado, con creces, la cincuentena. La senectud, en aquella época. No obstante, mis células no envejecían con la imparable velocidad con que lo hacían las de los mortales corrientes. A esa edad yo aparentaba unos treinta y cinco años, y aún me quedaban unos cuarenta y seis años más. Bastante tiempo. Tenía motivos para ser feliz.
»Ellos decían que el tiempo no existía, que era una estúpida invención humana en su afán por controlarlo todo. Los planetas se mueven, el universo cambia, los seres vivos cumplen su ciclo vital. Eso es todo. Aplíquesele el nombre que se quiera, existe un breve camino de transito obligado que conduce, inexorablemente, a la vejez y la muerte. No hay pócimas mágicas ni fuentes de la eterna juventud. No sería bueno para el hombre. El cuerpo debe morir para que el alma descanse, para que alcance la libertad.
»Creí morir cuando, a los pocos años de retomar la dieta de la supuesta civilización, perdí mi primer diente. Supe que a ése no tardarían en seguirle todos los demás. Entonces no observábamos una higiene tan escrupulosa como la de hoy, no existían los cepillos de dientes…
»Las patas de gallo comenzaron a atormentarme poco tiempo después. Tan visibles, estropeando el bello encuadre de mis ojos, marcándose más y más profundamente cada año…
»Me dio un síncope cuando descubrí la velocidad con que las canas invadían mi pelo. Con ellas adquiría, justa y definitivamente, la espantosa denominación de “vieja”.
»Parecía que nunca iba a llegar el fatídico momento. Pero, sin olvido, aunque con demora, se iba aproximando.
»En la década de 1570 ya había perdido toda mi belleza. Bueno, no toda. Pero, sí, desde luego, toda lozanía y frescura de juventud. Cada mañana despertaba temiendo que aquel sería el día en que descubriría una mueca de repugnancia en el rostro de Shallem. Porque yo, ya, a sus ojos de belleza eterna e inmutable, debía resultar francamente desagradable. Vivía temblando en el miedo continuo de llegar a advertir que su amor se estaba resquebrajando, que el ardor de sus besos comenzaba a disminuir. Contemplaba, con mirada celosa y asesina, a las mujeres en quienes, por pura casualidad, posaba su vista, pensando, con el corazón constreñido por la angustia y el dolor, que cualquiera de ellas podría sustituirme, que cualquiera de ellas era más hermosa que yo. ¡Qué lejos habían quedado los días en que me pavoneaba a su lado, vestida como una reina, por las calles de París y Florencia! Aún me envolvía con galas espléndidas, pero ya no era ningún cisne.
»Sin embargo, pese al modo constante y ferozmente inquisitivo en que escrutaba su rostro en busca de una mueca de pena o disgusto, o estudiaba las variaciones en el tono de su voz al hablarme, esperando percibir los incontenibles quiebros acompañados de una triste mirada huidiza que me revelasen lo que las palabras no harían jamás, nunca observé el menor signo delator o la mínima variación en su trato hacia mí.
»Parecía ciego a mis cambios, como si no fuese capaz de percibirlos.
»—Debiste hacerme caso —le dije un día—. Ochenta años eran demasiados… Te agradezco que no me permitas advertir los tristes sentimientos que mi envejecimiento te causan, pero, de todas formas, me siento tan mal, tan… avergonzada, ante este estado que no puedo evitar, que no puedo detener…
»—Juliette —me respondió con su voz más seductora—, no has cambiado un ápice a mis ojos. Pero ¿es posible que aún no lo hayas comprendido? Lo que yo amo de ti es lo que se oculta a la fría y física visión de los hombres. Lo bello, lo inmutable, lo imperecedero, lo inmortal. Es igual hoy que hace trescientos años, que dentro de doscientos más. No es poesía de ciego enamorado lo que te estoy diciendo. No es la piadosa mentira de un amante conmovido ante el dolor de su amada. Mi visión empieza donde la humana termina. Pero ¿cuántas veces he de repetirte lo mismo?
»No sé. Creo que fueron unas mil más, antes de que por fin me convenciera de que Shallem siempre me amaría, de que era mi alma, sola y exclusivamente, la que le había atado a mí desde aquella noche en el puerto de Marsella. ¡Qué difícil es comprender eso para un ciego espíritu humano! Entonces, avergonzada hasta la humillación, me acordaba del inmenso pavor que yo había sentido cuando, tras dar a luz en Florencia, esperaba el regreso de un Shallem de incógnito aspecto a quien no estaba segura de poder amar. ¡Cómo había sufrido entonces, tratando vanamente de autoconvencerme de que podría amarle bajo cualquier forma en que se presentase, aunque en lo profundo de mi alma conocía la excesiva y vergonzante importancia que su cuerpo tenía para mí! ¡Y qué diferente sería la reacción de él, consolando con amor infinito e imperturbable, desde el portento de su exuberante belleza, a la vieja desdentada y quejicosa con quien, tan orgullosamente, paseaba de la mano por las calles del mundo entero! ¡Qué vil, qué sucia, qué humana, me hacían sentir esos pensamientos! ¡Qué desleal! ¡Qué indigna de su amor!
»Cuando caminábamos por la calle la gente debía pensar que él era mi hijo; o mi nieto, tal vez. Pero, al fin y al cabo, aún podía caminar a su lado con el porte erguido, un cuerpo esbelto, a pesar de los años y cierto maduro atractivo en el semblante. Algunos hombres todavía se fijaban en mí. Y yo, en mi eterna e ignorante vanidad humana, procuraba que él se percatara de que aún no resultaba repelente a los ojos de los mortales.
»Al principio, Cannat me hacía numerosos comentarios sobre mis canas y mis arrugas. No eran mordaces, sino, más bien, producto de la sorpresa. Como si, en realidad, nunca hubiese esperado en serio que yo llegase a envejecer. De hecho, parecía sumamente molesto. Criticaba los cambios que sufría mi cuerpo como si estuviese en mí mano el controlarlos. Y parecía exhortarme a quitarme un vestido que no me favoreciese y del que pudiera deshacerme a voluntad. Después, con el tiempo, se acostumbró, y dejó de percibir, tan pormenorizadamente, mi tránsito hacia la vejez.
»A pesar de todo, yo continuaba siendo profundamente feliz, aunque ya no me reconociera en el espejo. El miedo a perder a Shallem acabó disipándose. Su cariño por mí no hacía sino incrementarse. Pasábamos juntos y a solas más tiempo cuantos más años transcurrían. Sus besos se hacían más tiernos y pasionales, y me hacía el amor cada día como si fuese la última vez.
»La última vez —repitió la mujer, con la mirada flotando sobre las ropas de su confesor.
Durante unos segundos pareció que todo había acabado, que no encontraría las fuerzas para continuar su historia. Se inclinó sobre la mesa y, apoyando en ella su codo izquierdo, dejó que su cabeza descansara sobre la mano. Su cuello parecía un tallo tronchado. El sacerdote no sabía qué pensar o qué decir. Luego ella cerró los ojos, y con su dedo índice comenzó a masajearse la suave curva entre ellos. Después, tras incorporar fatigosamente la cabeza, con la mano débilmente apoyada en la barbilla, como si le fuese necesario sostenerse en ella, miró al confesor.
—¿De qué le estaba hablando? —le preguntó, pero no pareció que no lo recordara, sino que no fuese capaz de continuar.
—Me contaba acerca de su vejez —contestó él—. Pero… hay algo… —empezó él, con el aire perplejo de quien tiene una duda inquietante pero no se atreve a desarrollar su pregunta.
—¿Sí? Hable sin miedo —le animó ella.
Él desvió los ojos hacía la ventana y, durante unos momentos, quedó cegado por la intensidad de la luz.
—Es su aspecto —dijo por fin, en un tono bajo y mirándola directamente—. Es evidente que su cuerpo no es el de la anciana que me está describiendo…
La mujer le sonrió.
—Enseguida llegaremos a eso —le tranquilizó—. No me haga ir más deprisa de lo conveniente. ¿Puedo continuar ahora, o hay algo más que desee preguntarme?
El sacerdote agachó la cabeza pensativamente. Pero no buscaba algo más que preguntarle, sino que se cuestionaba la pertinencia de hacerlo.
—Vamos, adelante —le pidió la mujer—. ¿Qué es lo que da vueltas en su cabeza?
—Bueno… Es sobre lo que me ha contado antes —comenzó él, tímidamente—. Algo que ha quedado en el aire… Usted, seguro, debió sentir algo cuando…, bueno, quiero decir que su hijo, Cyr, hubiera tenido una oportunidad de sobrevivir si Cannat hubiese aceptado la propuesta de Eonar, ¿o me equivoco?
—No.
—Sin embargo, me ha parecido entender, Shallem desestimó totalmente esa posibilidad. No quiso que Cannat le abandonara, o que éste padeciese el sacrificio, aunque fuera la única posibilidad de salvar al niño. Ninguno de los dos estuvo dispuesto al sacrificio a pesar de lo mucho que le querían. De hecho, parece que no se lo plantearon ni por un momento. Imagino que usted debió pensar algo, sentir algo ante este hecho.
La mujer le miraba muy seriamente, como si estuviera experimentando una súbita antipatía hacia él.
—¿Rencor? —inquirió ella.
—Sí, rencor —respondió, alarmado a la vez que arrepentido de su decisión de preguntar. Se dio cuenta de que había tocado un nervio sensible—. Exactamente.
La mujer se puso en pie y, calmosamente, se acercó al confesor. Cuando se detuvo a su lado, él, instintivamente, desplazó su espalda hacia el lado contrario sobre el respaldo de la silla, lo más lejos que pudo antes de llegar a perder el equilibrio. Su mano derecha estaba alerta, dispuesta a protegerle el rostro. Pensaba que ella iba a pegarle.
—Esa cuestión me martirizó durante mucho tiempo —dijo ella—. Las palabras de Eonar sonaban a propuesta formal. El que Cannat aceptase parecía una salida, pero no era una posibilidad real. Y no porque él fuese un monstruo. Cyr iba a vivir, sin duda, más que yo, más de cien años. Cien años separado de Shallem, cien años en compañía de Eonar. ¿Hubiese aceptado usted? —La mujer calló un momento hasta que el padre DiCaprio agachó la cabeza mientras la sacudía en señal de negación—. ¿Y sabe lo que más me torturaba y, al mismo tiempo, me impedía cualquier rencor contra Cannat? La vergonzosa seguridad de que yo jamás habría aceptado el separarme de Shallem, ni siquiera por muchos menos años. ¿Cómo podía entonces reprochárselo a Cannat?
La mujer miró unos momentos al confesor, de forma ausente, y, luego, dio media vuelta y anduvo unos pasos por la habitación. Él, aliviado, se sentó correctamente en la silla y su expresión se relajó.
—Lo de Shallem era otra historia —prosiguió ella sin mirarle—. Usted tiene razón, él ni siquiera lo dudó. Ni por un solo instante. Si alguna vez me hubieran preguntado cuál hubiera sido su reacción en un caso así, si habría aceptado la propuesta, yo hubiera respondido: “Bajará la vista, se entristecerá, mirará a Cannat con sus ojos descompuestos, luego a mí, luego al niño, después de nuevo a Cannat y por fin, dirá: No.” Pero Shallem ahorró todos esos pasos. Es lógico, en realidad. Él tenía bien claras sus prioridades, no le hacía falta sopesar nada, como yo lo hacía. Ya le he dicho que desde el mismo día en que Cannat hizo su aparición en Florencia supe que no había criatura en el mundo capaz de inmiscuirse entre los dos. Que Shallem le amaba por encima de todas las cosas. Por encima de mí y de quien se pusiera por delante, ya fuera mortal o inmortal Con Cyr sólo habían compartido sus siete años de vida. ¿Qué podía ser eso para ellos, comparado con su mutua y eterna compañía? Por lo tanto, no me sentí sorprendida, aunque sí dolida. No hubiera sido tan rápida, clara y firme la reacción de un padre humano. Seguro que no. Y Shallem no tuvo jamás el menor remordimiento por esta causa. Es que ni siquiera se lo planteó. Era como si las palabras surgidas de la boca de Eonar, de puro inaceptables, no hubiesen pasado de ser una broma que nadie hubiese llegado a tomarse en serio. Nunca habían sido una opción real, sino sólo vano tráfico de huecas palabras. ¿Consigo explicarme con suficiente claridad? —preguntó, volviéndose a mirar al sacerdote.