»Cyr y yo nos abrazábamos, gritando incontenibles. Ellos… ni siquiera les miraban. Ninguno de ellos. Su calma e indiferencia eran tan absolutas que si Cyr no hubiese estado a mi lado, chillando descompuesto, habría dudado que aquel holocausto fuese algo más que una mera alucinación.
»No parecían ver otra cosa que a sí mismos. Eonar tenía la mirada clavada en Cannat.
»—Espero que no te importe —le dijo, seriamente—. Tienes muchos. Y se reproducen con facilidad.
»Cannat no le contestó, pero era obvio que no le importaba lo más mínimo.
»—Defínete ya —le exigió Shallem—. ¿Por qué has venido, si sabes que no podrás con los dos?
»—Shallem —le respondió con el pausado ritmo de su voz—, hace mucho que perdiste tu dignidad, pero ahora…, ahora resultas patético. Dime, ¿no te sientes ridículo viviendo en esas pequeñas casitas humanas; utilizando sus extraños utensilios mortales; vagando de la mano de esa mujer, entre sucias catervas de humanos inficionándote con su contacto, por oscuras y estrechas callejuelas que apestan día y noche a fétido mortal? ¿Hasta ese punto has perdido tu identidad?
»—Estoy entre los seres que me aman —le contestó Shallem, fríamente—. ¿Quién te ama a ti, mortal o inmortal? Para bien o para mal, nosotros aprendemos, cambiamos, evolucionamos. Tú permaneces estancado desde el día de tu creación. No tienes horizonte. Ni siquiera vida. Y ahora contesta a mi pregunta, ¿por qué has venido?
»Eonar tardó unos instantes en contestar, mirando, distraídamente, como un espectáculo callejero gratuito, la masacre que había organizado.
»—¿De verdad habéis pensado alguna vez que realmente me importaba la vida de ese niño mortal, mi hijo, como vosotros lo llamáis? —preguntó, alzando el tono de su voz para luchar contra el fragor de los gritos y las llamas, y volviendo su rostro hacia sus hermanos—. Únicamente quise tenerlo para saber qué ocurriría, cómo sería él. Y fue como me temía. Como ese hijo de Shallem: un niño débil y enloquecido con el espectro de la muerte dibujado sobre su frente. La semilla del cuerpo terrenal sólo es capaz de producir niños humanos, hijos mortales. Basura. Quiero un hijo realmente mío, Cannat. Un hijo de verdad. Un hijo como tu Leonardo.
»—Nos alegramos por ti, y esperamos que nazca pronto y que crezca feliz —ironizó Cannat—. ¿Qué más? ¿O has venido sólo para compartir con tus hermanos tu deseo de paternidad?
»—Te quiere a ti —murmuró Shallem.
»—¿Qué? —inquirió Cannat, incrédulo.
»—Quiere que vayas con él —aclaró Shallem.
»—Siempre me ha molestado tu deplorable capacidad para entrometerte en los pensamientos ajenos, Shallem —confesó Eonar.
»—Es útil cuando se trata con demonios insidiosos como tú —le replicó Shallem. Y se acercó a Cyr y a mí, y cogió al niño en sus brazos.
»—¿Qué me dices, Cannat? —preguntó Eonar, ignorando su respuesta—. Shallem también puede volver, si quiere. No hace mucho lo deseaba y yo no quisiera privarte de su compañía. ¡No intentes eso, Shallem! No intentes desvanecerte con el niño en brazos, o recorreré el planeta tras de ti.
»—¿Por qué no te desvaneces tú? Has perdido la poca cordura que tenías si piensas que vamos a compartir contigo un minuto de nuestras vidas eternas —profirió Cannat.
»—¡Me odias injustamente, Cannat! Yo jamás he hecho daño a ninguno de mis hermanos y, sin embargo, tú me aborreces como si fuese el culpable de toda nuestra desgracia. Tu resentimiento arranca desde aquel día y lleva persiguiéndome millones de años. ¡Pero es injusto! ¿Acaso os obligué yo a tomar la decisión? ¿Me dirigí, secretamente, a vuestro oído, intentando convenceros con mi astucia? ¡Yo hablé por mí, y vosotros me secundasteis por vuestra única voluntad! Si yo hubiera callado, otro habría alzado la voz. Tal vez uno de vosotros dos.
»—Nadie te acusa como único culpable, Eonar —manifestó Shallem—. Todos lo fuimos.
»—Venid conmigo. Os lo estoy rogando. Siempre nos quisimos. Empecemos de nuevo.
»—No nos gustan las ínfulas de líder supremo que adoptaste —intervino Cannat.
»—Eso ha terminado —afirmó Eonar—. He comprendido que todos somos diferentes y que son esas mismas diferencias las que nos engrandecen individualmente. Todos estamos dotados de facultades distintas, pero igualmente admirables.
»—Cuidado, Cannat —le previno Shallem—. Ansía tu poder.
»—Sí. Lo reconozco. Siempre has sido el más fuerte, Cannat. Todo en ti resulta codiciable. Tu justificada altanería, el distante modo en que seduces a esos humanos y te mezclas con ellos, sin involucrarte en sus lastimosas vidas, pero disfrutando sin prejuicios de cuanto te pueden ofrecer. Fuiste el primero en reencontrar la felicidad, y has sabido mantenerla como un derecho inalienable e inherente a tu esencia. Y ES tu derecho. El de todos nosotros. Shallem tiene razón. No estoy vivo. No tengo pasado ni futuro. Me limito a alentar a través de los siglos como un ser vacío de toda esperanza. Tú eres mi hermano, siempre mi hermano predilecto, y por ello me rebajo a suplicarte. Ayúdame, enséñame, guíame por ese camino de felicidad que sólo tú conoces. ¿Estoy mintiendo, Shallem, son falsos los sentimientos que se infieren de mis palabras?
»Shallem denegó débilmente con un gesto de su cabeza. Cyr estaba en sus brazos con la cabeza hundida en su cuello, aterrado.
»A nuestro alrededor, a unos veinte metros de distancia el más próximo, yacían centenares de cadáveres carbonizados y otros cuyas llamas aún no se habían extinguido. Sí algún nuevo indígena todavía osaba hacer su aparición en la Avenida de los Muertos, se convertía en inmediato pasto de las llamas.
»—No os estoy amenazando con la vida del niño, aunque me resulta incomprensible su valor para vosotros. Os estoy suplicando humildemente. Soy vuestro hermano y os necesito.
»—¿Pero realmente crees que lo que me estás pidiendo es posible? Con indiferencia de que yo esté o no dispuesto a aceptar, ¿piensas que, por el mero hecho de estar a mi lado, vas a cambiar un ápice en tu esencia? Mira a Shallem… La única felicidad que obtiene junto a mí es la que se deriva directamente de nuestro amor. Y tú y yo no nos amamos, Eonar. Ya estuvimos los tres juntos una vez, ¿recuerdas? ¿Y qué ocurrió? Cada uno de nosotros tomó una dirección diferente. ¿Por qué iba a ser distinto ahora que somos más orgullosos, más fríos, más intratables? Admítelo, somos criaturas solitarias. Lo lamento, pero ésta es la tierra que deseé pisar y la que seguiré pisando. Y si, desobedeciendo a nuestro Padre, escapé un día de esa prisión que tanto añoras y a la que pretendes hacerme volver, no pensarás que me recluiría en ella, de nuevo, por tu sola voluntad. Éste es mi sitio, y, lo siento, pero no puedo ayudarte a encontrar el tuyo.
»Eonar se quedó mirándoles a ambos con su ininterpretable expresión.
»—Estáis muy seguros de que no podría venceros —dijo—. Es muy posible que tengáis razón. Poco puedo contra vosotros. Sin embargo, Shallem, ¿hay alguna forma que yo desconozca por la que puedas impedir que mi fuego alcance la mantecosa carne de tu hijo? ¿No respondes? ¿Puedo interpretar tu silencio?
»—No te irás sin cumplir tu venganza, ¿verdad? —le censuró Cannat.
»—Ven conmigo y el niño vivirá. ¿Su vida no es lo suficientemente valiosa para ti? No te lo reprocho. Pero, quizá Shallem sí, ya que está en tu mano el salvar a su hijo. ¿Es él de la misma opinión? Dínoslo, Shallem, ¿prefieres que tu hijo muera antes que perder a Cannat?
»Shallem elevó la cabeza denotando el evidente desagrado que sentía ante él, y pronunció unas palabras que no pude comprender.
»—Es inútil, Eonar —sostuvo Cannat—. Lamento que te sientas tan solo como para tener que recurrir a tan penosos ardides. Pero comprenderás que me abstenga de desperdiciar a tu lado los escasos y maravillosos años que le quedan a este último paraíso.
»Eonar dirigía su mirada sin apenas mover la cabeza. La pasó de uno a otro, lentamente, y, por último, la dejó fija en mí. Yo estaba pegada a Shallem, cogiéndome de su brazo, atemorizada.
»—Haz lo que estás pensando y tendré toda la eternidad para hallar el medio de hacer que te arrepientas —profirió Shallem .
»Eonar le miró larga, profunda e inexpresivamente.
»—Piénsalo bien —insistió Cannat—, antes de hacerles daño. Siempre he querido probar mi poder contigo. Incluso te tengo reservado un sitio. Allí. ¿Lo ves? En aquella cabeza monstruosa. Lo malo es que tendrías que compartirla con unos cuantos espíritus de mortales. No creo que te gustara mucho.
»—Sabes que a mí no puedes hacérmelo —dijo Eonar con su voz plana.
»—¿Seguro? ¿Dónde está escrito? Lo probé con Shallem y lo conseguí, y tú no eres mucho más fuerte que él.
»Eonar hizo un largo y pensativo silencio mientras estudiaba a Cannat con su habitual hieratismo.
»—Puede que sea emocionante este futuro que me estáis prometiendo —dijo al cabo de unos momentos—. Un cambio apetecible en mi tediosa existencia. Sí, creo que aceptaré vuestra propuesta, la acepto encantado.
»Luego miró a uno y a otro con la misma anodina expresión.
»—Adiós, hermanos míos —dijo.
»—¡No! —gritó Shallem—. ¡No!
»Y tratando de defender al niño con su cuerpo, se dio la vuelta, abrazándolo y cubriéndole la cabeza con su mano, como si intentara protegerlo de la onda expansiva de una explosión.
»Todo fue muy rápido. Cyr empezó a gritar enloquecido de dolor. De pronto vi que Shallem se arrojaba al suelo sobre él y que, con su propio cuerpo, trataba desesperadamente de apagar las llamas que brotaban de su interior.
»En la silenciosa tranquilidad del cementerio en que se había convertido la amplia avenida, nuestros gritos descompuestos parecían llenar el mundo entero.
»Yo estaba desolada, tanto por la muerte de nuestro hijo como por la espantosa visión que me suponía ver a Shallem abrazándose destrozado a sus restos abrasados. Era evidente que lloraba, aunque de sus ojos no brotasen las lágrimas. Una escena aún más dramática que la que tantos años antes había tenido lugar bajo aquella hórrida tormenta en París.
»Eonar había desaparecido, y con él, Cannat.
La mujer pareció despertar súbitamente a la realidad. Estiró su cuello, rígido mientras hablaba, dejándolo caer hacia atrás y a los lados en una especie de gimnasia, tratando de relajarlo.
El padre DiCaprio mordisqueaba abstraídamente su blanco pañuelo.
—Era el tercer niño que Shallem y yo perdíamos. Para mí, mi tercer hijo —añadió ella.
Y, lentamente, cruzó la habitación hacia su litera, como si pretendiera tumbarse en ella. Pero luego, como si se sintiera en un trance y no supiera qué hacer, dio media vuelta y se quedó mirando al confesor en una clara petición de auxilio.
Éste se levantó de un salto en cuanto comprendió la situación, y, tomándola cuidadosamente del brazo, como si fuese una anciana, la ayudó a sentarse en la cama.
—Tranquilícese —la calmó—. Ya ha pasado. Túmbese. La traeré un vaso de agua.
Se dirigió con rapidez a la mesa y llenó precipitadamente un vaso, ignorando cómo el agua se vertía también sobre las finas hojas de su Biblia.
Y, cuando, tras haber corrido al lado de la mujer, la tendió el vaso de agua, vio, sin saber qué hacer, que ella estaba llorando.
—Juliette, Juliette, por favor, no llore… —Y sacó su propio pañuelo y se lo entregó.
“Todo saldrá bien”, hubiera deseado decirle, “Todo se arreglará”, y buscó desesperadamente un argumento que apoyara la idea de un final feliz que prometerle, pero no lo encontró.
Cuando ella hubo bebido, cogió el vaso y, rápidamente, lo devolvió a la mesa y regresó a su lado. Se sentó en el pequeño e incómodo lecho, junto a ella, que ahora estaba tumbada, y la tomó una de sus finas manos. Estaba un poco fría.
—Creo que le ha bajado la tensión —aventuró—. Está algo fría y muy pálida.
Ella no dijo nada, pero unió su mano a las de él. Lloraba en absoluto silencio.
—Juliette, yo… Si yo fuese Dios… Yo… La comprendo. De veras que sí. Daría cualquier cosa por poder ayudarla.
—Pero es que aún no se lo he contado todo… —susurró ella, intentando contener el llanto.
Durante unos segundos quedó en silencio, mientras se enjugaba las últimas lágrimas.
—Quiero levantarme —dijo—. Tumbada me siento como en el sofá de un psicoanalista.
El padre DiCaprio sonrió tiernamente y se incorporó para que ella pudiera hacerlo. Se sentaron a la mesa.
—Me hundí en un estado de profunda depresión —continuó ella, en seguida—. Sólo deseaba dejarme caer inánime sobre la blanda cama de esponjosas plumas y saciar mi llanto, inmersa en un dolor que creía justo recibir. Era como si no deseara salir de él, como si, inconscientemente, lo considerase el largo, duro y necesario expurgo de todos mis pecados. Pero Shallem no me lo permitía. Me despertaba al amanecer y me llevaba, por la fuerza, a recorrer la jungla, íbamos en busca de parajes recónditos que pudieran otorgarnos un poco de consuelo y distracción. Explorábamos y descubríamos, desganadamente, rincones escondidos en donde nunca habíamos estado y que ningún doloroso recuerdo nos pudiesen traer. Pero los recuerdos no necesitaban ser llamados. El rostro de nuestro hijo era un pensamiento firme, puro y constante en mi cerebro. No importaba lo que estuviese simulando hacer, la conversación que intentásemos mantener con esforzado y fingido interés, las bellezas que tratasen de impresionar mi retina, cegada por su sola y obsesiva visión.
»Shallem parecía entregado en cuerpo y alma a proporcionarme consuelo. Sólo la expresión de su semblante delataba el hondo dolor que él mismo padecía, pero que no se permitía expresar en mi presencia. Se mostraba fuerte, muy fuerte; sin dejar translucir más emociones que su ternura por mí. No obstante, cuando le observaba sin que él se apercibiera, un sentimiento de alarma estallaba en mi interior. Era algo más que el dolor que reprimía, más que la agudizada melancolía de su expresión. Era la rígida máscara de dureza, frialdad y distanciamiento que encubría, vanamente, al espíritu que bullía en su interior, atormentado y en absoluta soledad. ¡En cuántas ocasiones me pregunté si alguna vez Shallem habría dejado de sentirse solo!
»Cannat regresó cinco semanas después. Serio. Grave.
»Shallem y él se abrazaron con elocuente ternura. Luego Cannat me buscó con la mirada y me abrió su brazo para que me uniera a ellos. Nos abrazó y nos besó a los dos.
»—Está pagando —dijo—. Y pagará cien años de su eterna vida por cada uno de los que le robó al niño.