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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (53 page)

»Yo estaba arrebatada. Es posible que continuase riéndome enloquecida. No lo recuerdo bien.

»—¿He alcanzado tus expectativas? —me preguntó Cannat.

»—Las has superado —le contesté con la voz quebrada, orgullosa de él, y con las mejillas encendidas por la excitación.

La mujer quedó en silencio. El padre DiCaprio parecía estremecido.

—Pero, en aquellos momentos…, ¿usted no sentía nada en absoluto por los seres humanos que acababan de morir? —preguntó.

La mujer se encogió de hombros e hizo una elocuente mueca.

—Nada —contestó—. No me importaron nada. Cuando reparé en ello, tiempo después, me sentí algo avergonzada. Al fin y al cabo, no eran más que pobres inocentes que no habían hecho daño a nadie, supongo; y, entonces, sentí lástima por el amable Otto y por sus exaltados amigos.

—¿Luego regresaron a Viena inmediatamente? —preguntó el sacerdote.

—Así es. Regresamos directamente a nuestro piso. Habíamos tenido suficiente. Pero la diversión continuó a la noche siguiente.

—No quisiera escuchar… —comenzó el padre DiCaprio, enjugándose la frente con su pañuelo.

—¡Oh! Pues lo siento. Porque es su obligación, ¿no? No salimos con planes fijos a la noche siguiente, salvo el de tomar un coche de caballos que nos llevara al lugar en que habíamos aparcado el automóvil; bastante lejos, como sabrá si conoce Viena. Pero, no se preocupe; no pensábamos matar al cochero. En realidad, lo más fácil hubiera sido que nadie hubiera muerto aquella noche. Sólo pretendíamos dar un simple paseo bajo el fresco nocturno, ya que, como le he dicho, creo, era verano, y el sol pegaba fuerte durante el día. Pero los hados tramaron un destino diferente.

»Cuatro tipos se estaban dedicando a destrozar nuestro cacharro, justo cuando llegamos a él.

—¡Oh, no! —exclamó el confesor—. Los mató de inmediato.

La mujer sonrió.

—No. Me temo que no —contestó—. Eran gallitos de pelea e iban armados con unas de esas pistolas de arzón que se hacían entonces. Por lo tanto, decidieron hacerle frente.

—Con lo cual él, sin duda, estuvo encantado —aventuró el sacerdote.

—No muy especialmente. Consideraba que las armas de fuego carecían de emoción. ¿Comprende? Pero se sintió verdaderamente enfurecido al ver que habían destruido nuestra propiedad. No había lugar para la diversión, sino sólo para el castigo. Creo que se hubiera limitado a liquidarlos rápida y limpiamente de no haber sido porque ocurrió algo más. Un quinto delincuente surgió de las sombras, me sorprendió por la espalda y, sujetándome, le amenazó con el filo de un cuchillo de cocina sobre mi garganta. Estaba tan nervioso que apretó demasiado y me lo clavó, de forma que proferí un grito y la sangre empezó a brotar de mi cuello. Estaba verdaderamente asustada. Los dos que portaban armas de fuego tenían a Cannat encañonado.

»—Su dinero, su reloj, sus joyas, caballero, si no quiere sufrir un daño irreparable —le amenazó el más joven de los ladrones, y los otros, tres golfos de aspecto vomitivo, se echaron a reír.

»Pero Cannat se había vuelto hacia mí y tenía los ojos clavados en mi tembloroso atacante. Yo estaba casi llorando cuando el cuchillo cayó el suelo y el individuo me soltó.

»—Pero, Johann, ¿qué haces? ¿Te has vuelto loco? —Oí que le recriminaba el mismo joven de antes, que parecía el líder del grupito.

»Johann se había quedado tan exánime como una momia, y continuaba mirando a Cannat, completamente ido. Me puse la mano en el cuello y me asusté al ver lo mucho que sangraba.

»—¡Cannat! —exclamé, asustada.

»Y él se acercó rápidamente a mí y me cubrió con su cuerpo.

»—¡Malditos! —le oí susurrar enfurecido—. ¡Malditos!

»—¡Mátalos, Cannat! —le rogué—. ¡Mátalos!

»Oí una extraña explosión, como de grandes bolsas de agua que estallaran. Cuando Cannat se apartó de mí y pude mirar, lo que vi me revolvió las entrañas. No, no tema; no tengo intención de hacerle ninguna cruenta descripción.

»Johann era el único que quedaba vivo. Le observé mientras Cannat me examinaba el cuello. Tenía la expresión vidriosa y petrificada de una momia etrusca.

»—Shallem hubiese sabido que esto iba a ocurrir —se recriminó Cannat, enfadado consigo mismo—. Lo hubiese presentido.

»—No te preocupes —traté de confortarle—. Es sólo un rasguño.

»—Igual que es sólo un rasguño podías estar muerta si te hubiesen disparado inesperadamente con esas armas —dijo, y señaló al lugar desde donde, los ahora despojos humanos, nos habían amenazado con unas armas que ya no existían.

»—No te atormentes. No ha pasado nada —insistí—. Ha habido muertes que Shallem no pudo evitar, que presintió demasiado tarde, o que no presintió.

»Me apretó el hombro y me llevó contra sí. Después, se dio la vuelta y contempló a Johann, que parecía un animal disecado.

»—Éste ha sido el causante de todo —dijo, rabioso—. Para ti, algo especial.

»Y le puso la mano en el cuello y Johann pareció resucitar y se echó hacia atrás, de modo que quedó apoyado contra el coche.

»—Tus amigos se han ido —le dijo Cannat—. Pero lamentan no haber podido despedirse. Tenían prisa.

»Y le señaló los restos humanos, apenas reconocibles como tales, y el muchacho estalló en desquiciados alaridos. Cannat levantó las manos hacia su rostro, con intención de quitarle las redondas gafitas que llevaba, y él, aterrado, se lo cubrió con las manos.

»—¿No querrás que se rompan? —le preguntó, quedamente, Cannat.

»Y se las quitó y las arrojó con tal fuerza sobrenatural, que, desde la acera donde estábamos, atravesaron la calzada y la avenida y fueron a caer dentro del río. El muchacho gemía lleno de pánico, y aún me dio más asco a causa de ello.

»—No lo mates deprisa —dije—. Haz que sufra.

»—Desde luego, madame —me contestó Cannat, sin quitarle la vista de encima. Y, luego, se dirigió a él—. ¿Qué, de especial, podríamos hacer contigo?

»Y, durante varios segundos, pareció meditar seriamente, con una mano cubriéndole la boca y el codo apoyado sobre el otro brazo.

»—Juliette, dame tu sortija —me pidió, finalmente.

»Cannat había hecho engastar en oro tres de los zafiros que guardaba en su casa de la selva. Los tres eran enormes e idénticos y nos había regalado uno a Shallem y otro a mí. A esa sortija se refería.

»Ignoraba con qué intención me la pedía, pero, excitada como estaba, preferí no retrasar con preguntas el desarrollo de los hechos, y, rápidamente, me la saqué del dedo y se la tendí. Él se la mostró al chico.

»—¿Te gusta? —le preguntó. Y me fijé, entusiasmada, en que sus dientes brillaban como diamantes.

»El muchacho asintió, temblando. Cannat estaba encima de él, por lo que tenía medio cuerpo doblado hacia atrás sobre la portezuela del coche.

»—¿Sí? ¿Te gusta tanto como para vivir en él? Tu casa no es tan hermosa, ¿verdad? —le preguntó Cannat.

»—Cannat, no, no quiero —dije yo, adivinando sus intenciones—. Si lo metes ahí tendré que soportarlo sobre mi dedo el resto de mi vida.

»—Te regalaré otro —me aseguró sin mirarme.

»—¡No! —insistí—. ¡Quiero ése!

»Y, entonces, vi que Cannat no me estaba haciendo ningún caso y, por los ojos desorbitados del chico, supuse que había comenzado a extraer su alma y que tardaría segundos en habitar en mi piedra por toda la eternidad. Creo que no lo dude. El sangriento filo del cuchillo que me había herido brillaba a mis pies bajo los rojizos reflejos de una farola cercana. Lo cogí y se lo clavé en el corazón. Luego lo solté, de súbito, como si su sordo quejido de dolor me hubiese quemado el alma.

»—¿Y tú eras la que quería que sufriera? —me preguntó, indignado, Cannat—. Nunca he visto una muerte más rápida y piadosa.

»Yo estaba paralizada, contemplando, hipnotizada, la sangre que manaba de la herida que yo había abierto; la estúpida expresión del chico, que, apoyado en el coche, no había llegado a caer al suelo. Me toqué el cuello y percibí la humedad de mi propia sangre.

»—¿Nos vamos ya, Cannat? —le pregunté, mirándole bravamente a los ojos.

»Dudó un momento, pues me miraba enfadado y con un matiz de sorpresa. Luego asintió.

»Aquélla fue la primera vez que maté con mis propias manos, a sangre fría y sin ningún remordimiento; porque, desde luego, no considero las veces que lo hice en defensa propia. Pero, comprendiendo la debilidad de mi cuerpo y los peligros a que estaba expuesto, al día siguiente adquirí mi propia pistola. Un juguete, en realidad, que me hallaba ansiosa por probar. Pues, no tanto lo había comprado para defenderme de los poco probables peligros que pudiesen acecharme, como para resarcirme de la impotencia que había padecido en las manos de aquel criminal, experimentando, por mí misma, el poder sobre la vida y la muerte.

»Durante tres pacíficos días esperé la ocasión adecuada para utilizar la pistola que llevaba incómodamente atada al tobillo y cubierta por la falda. Un borracho me dio el pretexto mientras Cannat buscaba un carruaje que nos llevase a casa tras un paseo, pues nuestro automóvil también había ardido.

»El hombre se detuvo a mi lado y me dijo cualquier cosa con su aliento apestoso, luego me pasó un brazo por los hombros y comenzó a hablarme con voz gangosa. Me sentí vomitar. Me agaché, extraje la pistola de su lugar y disparé sobre él a quemarropa, sin cruzar una palabra o darle tiempo para huir o, siquiera, para darse cuenta de que un arma amenazaba su vida. Cannat lo había visto todo. Vino hasta mí y me arrebató la pistola hecho una furia. Durante unos segundos sólo me miró, como si no estuviera seguro de lo que debía decir. Señaló mi vestido, lleno de sangre. Parecía boquiabierto, mudo de asombro.

»—Nunca —dijo por fin, con sus ojos ardiendo ferozmente ante los míos—, nunca jamás hagas una cosa así delante de Shallem. ¿Me oyes?

»—Pero, Cannat —traté de defenderme, confusa ante su inesperada reacción—, este hombre me estaba molestando.

»—Sólo tenías que haberme llamado. Le has matado sin necesidad, y tú no puedes hacer eso. No debes. ¿Sabes lo que significaría para Shallem si llegara a enterarse de que andas por ahí matando sin razón? ¡Sería el fin!

»—¡Pero este hombre me estaba asustando! ¿Quién sabe?, podía llevar un cuchillo escondido o pretender hacerme algún daño —alegué, en un gemido.

»—¡Guárdate tus falsedades! —exclamó—. Aunque fuese verdad que hubieses pensado eso, que no lo es, Shallem nunca lo vería así. ¿Quieres perderle? Déjate llevar por tus instintos humanos. Es el camino más rápido.

»Pasé incontable tiempo cuestionándome mi comportamiento durante los días que había pasado a solas con Cannat. ¿Por qué el sufrimiento de aquellos que ya no eran mis congéneres me había enloquecido de tal manera? ¿Por qué había querido y conseguido equipararme a él, matando con indiferencia y sin piedad? ¿Por qué había buscado venganza en un pobre mendigo borracho? ¿Por qué, Shallem y él, no podían soportar el verme matar, cuando ellos lo hacían sin darle la menor importancia? Pero ninguna de mis preguntas hallaba respuesta.

»Cuando Shallem regresó, sentí una paz inmensa que ya había olvidado y todo volvió a la normalidad. Había estado quince días sin él; una eternidad.

»No obstante. Cannat se apostaba a mi lado, como un guardaespaldas, vigilando mis actos y escuchando mi conciencia, y amenazándome con penas terribles si me desviaba del buen camino.

»El tiempo pasó en absoluta tranquilidad, pero los pensamientos sobre lo ocurrido en aquellos días me reconcomían el alma. Pero no era un pesar por lo que había hecho, sino por lo que no había sido capaz de sentir: pena, piedad remordimientos, compasión…, sentimientos que ya no podía sentir por ningún humano. Y no lo lamentaba tanto por mí misma como por el cierto hecho de que mi crueldad causaba la amargura y el intenso disgusto de Shallem, quien se culpaba de cuanto de malo le sucedía a mi espíritu, y quien no había tardado dos minutos en conocer mi vergüenza. Y, para entonces, ya era un hecho irrefutable el que mi alma estaba sufriendo profundos trastornos. Nadie podía permanecer ciego a esa evidencia; ni siquiera yo.

VIII

»Y, entonces, gradualmente, un extraño fenómeno me empezó a afectar.

»Comencé a sufrir períodos en los que me sumía en una especie de sueño constante. Era un inextinguible cansancio vital perpetuamente insatisfecho. Me era imposible salir de paseo sin quedarme dormida apoyada en el brazo de Shallem; me dormía comiendo, leyendo, conversando. Luego, de repente, mi espíritu resurgía cayendo en un estado de demencia y excitación que no hallaba la vía de extinguir, pues, para entonces, el cuerpo en que habitaba, falto de ejercicio, se había convertido en un enfermizo despojo humano incapaz de signo alguno de vitalidad. Así, durante esos despertares espirituales, enloquecía dentro del cuerpo desgastado hasta que, de nuevo, hallaban uno nuevo para mí, del que disfrutaba, con un vigor indescriptible, hasta que volvía a sobrevenirme el letargo.

»Pero, debe comprender que el origen de esa constante inquietud y de ese adormecimiento de los que le hablo era puramente espiritual, en absoluto físico. Era mi alma quien luchaba por vivir y mi alma quien sucumbía ante la vida. Por ello, la excitación era una intranquilidad interna que yo ignoraba cómo afrontar y que derivaba en amargos fenómenos físicos, pero que no encontraba en ellos sus fuentes.

»Y fue en medio de uno de esos períodos de ansiedad, o más bien de locura, cuando comencé a cuestionarme la actitud de Shallem, su comportamiento conmigo. Y en aquel momento de demencia llegué a la conclusión de que su amor hacía mí era indeciso, ambiguo, de que aún andaba irresoluto y vacilante cuando llegaba el momento de decidir sobre la continuidad de mi vida. Desde el principio había conocido el porqué de sus recelos respecto a insuflarme su espíritu, pero ya no lo podía entender. Si, de todas formas, continuaba existiendo, ¿por qué permitir que sufriera siquiera un catarro cuando él lo podía evitar? Es más, ¿por qué consentir el sufrimiento de mis constantes migraciones, cuando él podía convertir cualquier cuerpo humano que escogiese en eterno, inmutable, invulnerable, cuando podía evitar todo padecimiento y envejecimiento, como hubiera podido hacer con mi propio cuerpo original y no quiso? Estos pensamientos no me sobrevinieron de la noche a la mañana, eran pequeñas espinitas que llevaba clavadas en mi alma desde siglos atrás; tal vez desde el mismo momento en que supe que Shallem hubiera podido garantizar para siempre la existencia y el esplendor de mi cuerpo legítimo y, sin embargo, había rehusado hacer uso de ese poder. No me importaba cuáles hubiesen sido sus razones. Al principio las había aceptado, comprendido, él había hecho lo mejor para mí, pero ahora, ¿qué sentido tenían? Y, no obstante, Shallem hubiera sufrido lo indecible si yo le hubiese pedido una pizquita de su espíritu para restaurar el mío, a pesar de que era la única cosa en el mundo capaz de salvarlo. O así lo suponía yo.

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