—Luego Shallem aceptó, pese a todo —observó el sacerdote.
—Para mi alivio, sí —corroboró ella—. Aunque no tuve la certeza de que lo haría hasta que se marchó.
»—¿Por qué haces esto? —le pregunté a Cannat cuando Shallem hubo desaparecido—. ¿Por qué preservas mi vida aun a costa de causarle a él semejante dolor?
»Él se acercó a mí con sus ojos azules chisporroteantes.
»—No te excites —me dijo—. Es peligroso.
»Y se sentó en la cama, a mi lado, mirándome con una intensa expresión de placer, y acariciándome la mejilla como solía.
»—Todo ha salido bien —murmuró—. Necesitaba saber hasta qué punto le atas, y ahora lo sé. Y me ha satisfecho la respuesta.
»Yo no comprendía el sentido de sus palabras, pero estaba demasiado agotada para seguir sonsacando sus inextricables respuestas.
»Shallem regresó al cabo de una media hora, con una chica en brazos. Ella le miraba hipnotizada, como si de pronto hubiese descubierto a su príncipe azul. No sé lo que la habría hecho. La dejó en el suelo, cerca de mí. De improviso, la chica pareció despertar y su semblante se llenó de pavor al darse cuenta de la situación, del lugar desconocido en que se hallaba, súbitamente, y de las extrañas personas que la rodeaban. Y eso que desconocía el motivo por el que había sido trasladada a mi habitación.
»—Espléndida —comentó Cannat—. ¿De dónde la has sacado?
»—De Londres —contestó Shallem.
»—¿Londres? Debiste ir más lejos. Alguien podría reconocerla —le amonestó Cannat.
»—¿Qué hago aquí? —gimió la chica, con el rostro traumatizado y una voz que me pareció encantadora—. ¿Quiénes son ustedes? Por favor, díganme dónde estoy.
»Cannat se rió quedamente.
»—Adorable —dijo.
»La muchacha trató de escapar hacia la puerta y Shallem la interceptó y le dio una bofetada.
»—No vuelvas a intentarlo —la advirtió. Y la arrojó a los pies de mi cama.
»Y ella comenzó a llorar a gritos.
—¿Y usted que sintió entonces? —preguntó el sacerdote.
—Inquietud —contestó la mujer, tras unos segundos—. Era consciente de que la vida de aquella mujer iba a ser sacrificada por mi causa. De que ella iba a morir para que yo pudiese seguir viviendo. ¿Era justo aquello? Desde luego que no. Yo era perfectamente capaz de distinguir entre el bien y el mal. Pero también sabía que a menudo el hombre mata con mucho menor motivo que el de salvar una vida. Cuando yo muera mañana, por ejemplo, ninguna vida será salvada. Ninguna de las personas de cuyos crímenes me acusan resucitará. Y, sin embargo, esta sociedad ha decidido sacrificar mi vida en aras de la nada más absoluta. Hoy, como entonces, existen asesinos que ejecutan a sus víctimas por sólo unas monedas; e, incluso, a veces, por un simple sentimiento de molesto odio. La vida humana, en aquellos tiempos, no tenía el valor de los presentes. La esclavitud; las ejecuciones tras procesos secretos en los que, a menudo, el reo no llegaba a conocer los cargos que se le imputaban ni menos las pruebas que existían en su contra, y en los que no tenía la menor oportunidad de defenderse; las ejemplares torturas públicas convertidas en espectáculos callejeros: eran cosas que nos resultaban tan naturales como hoy un partido de rugby. Yo mataba en defensa propia. Y estoy segura de que, en mi caso, ellas hubieran hecho lo mismo. Esto no justifica mis crímenes, soy consciente de ello.
»Shallem no sentía la menor piedad por la mujer. La maltrató deliberadamente, como si ella fuese la culpable de su dolor. Aunque Shallem ya no parecía sentir dolor, sino sólo odio. Un odio que pagaba con aquella mujer. No comprendí por qué hacía tal cosa, por qué la trataba con semejante brusquedad. Me sentí mal. Una cosa era la muerte instantánea e indolora, pero otra el hacerla padecer innecesariamente.
»Luego temblé. No por la muerte inminente o por el sufrimiento de ella. Sino por el nuevo cambio a que me iba a someter.
»Shallem, con una arrogancia extraordinaria, observó atentamente a la chica, tendida en el suelo llorando. De pronto, el cuerpo de ella comenzó a padecer convulsiones; su boca se abrió, sus ojos se desorbitaron. Enseguida quedó desgalichada en el suelo, como una marioneta una vez terminada la función. Lo observé todo, fascinada.
»Después, Shallem me miró a mí. Y fue como la otra vez, sólo que aún más rápido. Un adormecimiento instantáneo, la observación del cuerpo que me esperaba, ahora sin resistencia ni negativas, y, luego, la sensación de ser aspirada por él.
»Shallem besó la escocida mejilla que antes había abofeteado y cuyo dolor ahora padecía yo, y me ayudó a levantarme. Miré mi antiguo cuerpo, desfallecido en estado de coma, sobre la cama.
»—Shallem, el alma de la chica… —dijo Cannat—. No la quiero rondando por mi casa.
»Shallem le miró como a un monstruo y luego posó sus ojos sobre un ángulo del techo y mi viejo cuerpo se movió. El alma de la chica había penetrado en él. Empezó a gemir agónicamente. Se había dado cuenta de todo.
»Shallem me tenía abrazada mientras yo contemplaba hipnotizada, a través de mis nuevos ojos, el calvario de aquel ser encerrado en mi vieja y enferma masa de carne. Y ella me miraba ahora, es decir, se miraba a sí misma, al borde del delirio.
»Vi a Cannat dirigiéndose a la cama y sacando de ella el cuerpo condenado.
»—Me desharé de ella —dijo. Y la llevó a la campiña y dejó que el viento extendiera sus cenizas entre los rosales.
»A Cannat no le gustaba dar explicaciones a los humanos. De modo que, después, se deshizo también de nuestro servicio: un matrimonio ya mayor; mi doncellita, huérfana y casi una niña; y su hermana, poco mayor que ella. Nadie llamaría nunca a nuestra puerta preguntando por ellos.
»Era la edad de mi espíritu, desde la fecha de su venida al mundo en Saint Ange, de ciento veintiséis años. Aunque habían transcurrido cuatrocientos veintiséis desde el nacimiento de Juliette Cressé. Era el año del Señor 1624.
»Mi cuerpo era hermoso. De pelo más oscuro que el anterior, largas y rizadas pestañas sombreando los ojos grises, y facciones delicadas.
»Durante las primeras horas de la posesión, sufrí la tortura de las extrañas visiones procedentes del joven pero repleto cerebro de la chica. Volví a tener miedo. De que no cesasen jamás, de tener que padecer para siempre la memoria de aquellos seres y lugares ignotos. Pero, al igual que la primera vez, mi espíritu dominó aquella carne borrando de ella todo recuerdo, toda mácula.
»Los primeros días padecí la lógica perturbación. Algo parecido al tormento anterior, pero mucho menos acusado, más vago e indefinido. Ahora no era una primeriza, y sabía que pronto me acostumbraría a las nuevas sensaciones. Me sentía más débil, en realidad, porque el cuerpo lo era más que el de Ingrid, aunque pronto aprendí a manejarme con soltura y a medir la fuerza que había de emplear para cada actividad. Pero era una debilidad puramente física, porque de nuevo había renacido a la vida dentro de aquella carne de unos veinte años y me sentía, interiormente, pletórica de energía. Exuberante en mi
joie de vivre
.
»Al principio, Shallem no me quitaba la vista de encima. Y Cannat observaba sus miradas y me reconocía, a su vez, estudiando cada uno de mis gestos, de mis palabras, las nuevas costumbres o actitudes extrañas que pudiese desarrollar, las variaciones en mi gusto; siempre en busca de algún indicio de alteraciones en mi personalidad que pudiesen llegar a derivar, o simplemente sugerir cambios negativos en mi espíritu; en definitiva, que pudiesen llevar a Shallem al disgusto y al arrepentimiento por su acción.
»—¿A qué vienen esas vestimentas tan sobrias, tan fúnebres? Tú nunca has llevado esos tonos tan rancios —me decía Cannat preocupado.
»—Es la moda en París —le contestaba yo—. Ya no se llevan los trajes subidos de color. Las pasamanerías de oro y de plata han sido prohibidas por Richelieu.
»—He visto vestidos más alegres en un velatorio. Estoy seguro de que puedes encontrar telas como las que siempre has usado —me porfiaba—. Y si no, iremos a Oriente a buscarlas.
»Otras veces las disputas se referían a mi modo de alimentarme.
»—¿Por qué comes tantas naranjas? Nunca te habían gustado tanto las naranjas —me decía.
»—Siempre me han gustado las naranjas —le contestaba yo—. Pero este año son más dulces que nunca. Están deliciosas.
»Pero lo que más le preocupaba era mi modo de hablar, de desenvolverme. Se disgustaba si me veía interesada por las cosas de los humanos, salvo que fuese por el arte, novelas, vinos, ropas, o joyas. Incluso mis pensamientos resultaban constantemente fiscalizados.
»—¿Desde cuándo te interesa la política humana? ¿Qué puede importarte a ti? —me censuraba.
»—No me importa en absoluto. Se lo he oído comentar a los criados. Eso es todo —me defendía yo.
»Los recelos desaparecieron a los pocos meses. El nuevo cambio no parecía haberme afectado sustancialmente. Mi espíritu no había sufrido daños. O eso parecía.
»Durante cincuenta años habité feliz y pacíficamente en el interior de aquel cuerpo, pero ni uno solo de sus días había transcurrido sin que dejara de preguntarme qué pasaría cuando, de nuevo, llegase al final del trayecto. Hasta que, un día, visitando la iglesia de Saint–Blaise de Dubrovnik, me sorprendió una especie de derrame cerebral que me dejó totalmente incapaz e indefensa.
»Estaba caída en el suelo cuando volví en mí, como si hubiera estado arrodillada rezando, pues tenía un rosario en las manos entrelazadas. Vi que estaba vestida de negro, un color que yo nunca usaba. Y esto me extraño. Luego vi que mis manos habían cambiado, que sus dedos eran largos y afilados y llevaban sortijas que jamás había visto. Y empecé a temblar. Pero aún no comprendía. Estaba algo mareada. Comprobé que tenía vello, abundante y oscuro, en mis, extrañamente delgados, brazos. Me quedé perpleja. Unas manos me ayudaban a levantarme. Era Cannat, a él le reconocí de inmediato; a mí misma no volvería a reconocerme jamás. A partir de ahí sólo tardé unos instantes en darme cuenta de lo que había ocurrido, que de alguna manera, yo, otra vez ya no era yo, que me habían introducido en un nuevo cuerpo. Pero no recordaba mi último cuerpo profanado, sino el mío, el legítimo. Al no haber estado preparada, al no haber tenido ni siquiera conciencia de mi gravedad, pues no había tenido tiempo de apercibirme de nada, la conmoción fue tal que me desaté en gritos desaforados. Fue espantoso lo que ocurrió entonces.
»—¡Cálmate, cálmate! —me decía Cannat sacudiéndome—. ¿Quieres que tenga que matar a todo el mundo aquí dentro?
»Y entonces, una mujer de unos cuarenta años, llegó, gritando, hacia nosotros por el pasillo central. Se abalanzó furiosamente sobre Cannat dirigiéndole un agitado discurso en su lengua, tirándole de la ropa y tratando de apartarlo de mí. Era, evidentemente, la madre de la chica que ya no existía. La mujer, al igual que la hija, vestía ropas humildes de tonos oscuros; estaba muy delgada y ojerosa, como si padeciese disgusto o enfermedad.
»Pero había más gente en la iglesia. Abrí los ojos y vi que cuatro o cinco mujeres de edad avanzada se habían acercado en auxilio de la madre, que ahora yacía en el suelo del pasillo luchando por volver a incorporarse al ver que Cannat me obligaba a salir de entre los bancos, con evidente intención de sacarme de la iglesia. Y yo, mientras me sentía guiada por sus brazos, no podía apartar mi vista de ella, acongojada y sufriendo por ella como si en verdad fuese mi madre. Se levantaba del suelo extendiendo sus brazos hacia mí, intentando retenerme por el borde de mi falda, y yo, como en un trance, extendí también un brazo hacia ella, como para no decepcionarla o porque no supiera, realmente, si aún era su hija. Y, de pronto, todas las mujeres cayeron sobre nosotros, pegándoles a ellos y pretendiendo rescatarme de sus brazos. Mientras yo, en mi delirio febril, me decía fugazmente: “Las van a matar. Las van a matar a todas”. Y gritaba:
»—¡No! ¡No!
»—¡Haz que se aparten, Shallem! ¡Haz que la suelten! —gritaba Cannat.
»Y Shallem, haciendo uso de una fuerza que nunca hasta entonces le había conocido, cogió una a una a las mujeres y las lanzó por el pasillo hacia el altar, a poca distancia del suelo, como en una jugada de bolos, para evitar que se estrellaran contra aquél. Habían quedado todas perplejas y doloridas, y la madre, herida y gimiente, luchaba por volver a levantarse.
»La atónita mirada del Saint–Blaise de plata dorada sobre el altar, fue lo último que vi antes de que Shallem se abrazase a Cannat y desapareciésemos de aquel lugar.
»No podía quitarme de la mente el dolor de la madre. Los ojos de la hija, sus tan parecidas facciones, eran un recordatorio constante. La veía llorando, tendida en el suelo de la iglesia, y pensaba que aún seguiría llorando y suplicando a su santo en el mismo lugar. Y el cuerpo de la pobre chica no sólo no era hermoso, ni siquiera gracioso, sino débil y enfermizo y continuamente aquejado de dolores.
»—Fue una urgencia —me decía Cannat—. Da gracias de que al menos fuese joven.
»Pero esa dolorosa posesión pareció hacerme despertar de un sueño. Como si aquella hubiese sido la primera vez, tomé conciencia del horror del fenómeno. Me miraba de continuo en los espejos, advirtiendo que no lograba dotar de una chispa de alegría aquellos tristes ojos oscuros. En aquel cuerpo abatido y enfermizo era menos yo de lo que nunca lo había sido en ninguno de los otros dos. No conseguía estar en comunión con él.
»Los oí cuchichear a mis espaldas durante varios días. Discutiendo la solución a tomar. Yo quería salir de ahí, huir de él.
»—Tengo algo para ti —me dijo Shallem una noche, una quincena después de los hechos.
»Habíamos vuelto a nuestra casona de Stratford on Avon, cuyos días ahora me parecían, más que nublados, inmutablemente oscuros y tormentosos. Entonces existía una
public house
en el pueblo que tenía el nombre de “Red Horse”. Durante tres noches habíamos acudido a ella sin que yo encontrara en tan ruidoso local sino angustia y aturdimiento. Ellos habían fingido que les gustaba, pero el motivo de nuestras visitas era bien distinto. Sólo pretendían que me acostumbrase a la visión del joven cuerpo de una de sus camareras, una que recibía las constantes atenciones de Cannat, y en cuyo lecho se había encontrado éste la noche anterior.
»Aquella noche me hicieron observar, sutilmente, la gracia de la chica, su encanto. Hablaban de su nariz respingona, de sus pecas, de su estropajoso cabello rojizo, y de sus modales, bruscos, más que ágiles, como si fuesen dignos de eterna alabanza. Yo estaba casi embriagada de cerveza cuando, varias horas después de nuestra llegada, Shallem comenzó a explicarme lo bien que estaría allí dentro, lo robusto y bien constituido que era; que no podía continuar así, deprimida y angustiada, y que todo cambiaría cuando tomase un nuevo cuerpo, pues aquel que ahora poseía no había sido más que una solución de emergencia. Me preguntó si me gustaba, si pensaba que estaría a gusto en él. Me dijo que no tenía por qué ser aquella noche, que podía tomarme tiempo, hacerme a la idea, verme dentro de él, o escoger otro, si prefería. Estaba aturdida según le escuchaba, y en aquel momento únicamente ansiaba una cosa, algo que nadie en el mundo, quizá Dios sí, podría devolverme: mi amado, mi querido, mi añorado legítimo cuerpo inalienable. Y aun lo hubiera recibido gustosa siendo viejo y achacoso, pues no era su belleza lo que me hacía añorarlo. Según Shallem me hablaba, paseé las yemas de mis lánguidos dedos por su rostro eterno; ¿por qué no envejecer juntos, mi amor, morir juntos, vivir eternamente juntos como almas inmortales en el paraíso?, me decía. Y deseé que él pudiese envejecer y morir, para extinguir mi deseo de arrastrarme, eternamente, cuerpo tras cuerpo enajenado, en pos de sus pasos inmortales. Pero él no podía morir, ni envejecer un día, una hora, un minuto, siquiera un segundo de un tiempo que, bien lo decían, no existía en realidad. Le dije que sí, que lo hiciéramos aquella misma noche, en un sitio tranquilo, sin que ella sufriese o gritase, sin violencia, sin traumas.