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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (57 page)

BOOK: La concubina del diablo
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»—Yo no tengo por qué hacer tal cosa —me dijo, con un tono de enfado—. ¿Por qué habría de querer librarme de ti? Shallem te ama, y yo no voy a matarte cobardemente en su ausencia. Además, yo nunca te he odiado. ¿Pensabas que sí?

»—¡Pero me prometiste que lo harías! —exclamé conmocionada.

»—Y lo hubiera hecho, por supuesto, si Shallem hubiera dejado de existir individualmente. No te habría dejado sola en el tormento, no lo dudes. Pero está vivo, y sabe todo lo que pasa aquí. Hablará conmigo como siempre lo hemos hecho, y, sin duda, me preguntará por ti. ¿Qué pretendes que le diga? ¿La maté, no bien te diste la vuelta, porque no me apetecía su compañía?

»—¡Pero si él sabe que no quiero seguir viviendo, que no debo! ¡Él mismo se ofreció a hacerlo!

»—Eso es falso —aseveró—. Él se habría quedado hasta verte morir, pero sólo en un caso extremo te hubiese matado.

»—Me niegas la paz, el descanso. Yo jamás te haría algo así, jamás. ¿Qué te he hecho yo para que me impongas esta condena?

»—No te pongas melodramática. Yo estaré a tu lado, te cuidaré hasta el día de tu muerte natural. Y no pondré ningún obstáculo cuando ésta llegue.

»—Tú sabes que yo no tengo el valor para suicidarme —me obstiné—. ¡Lo sabes!

»—Ni debes hacerlo —se burló—. Dicen que es pecado mortal.

»—¿Y cuando de nuevo me aletargue? ¿Cuándo mi cuerpo ya no sirva para nada?

»—Será desagradable, pero haré lo que pueda por ayudarte. Igual que hasta ahora. Piensa que tendrás noticias de Shallem todos los días, y que, cualquiera de ellos, puede visitarnos. ¿Qué más puedes pedir? Ahora que está en la Gracia de Dios, Shallem buscará la forma de ayudarte. Ya lo verás.

»—Pero tú puedes ayudarme ahora. Cuanto antes me muera antes me recuperaré y antes volveré a estar junto a él —insistí desesperadamente.

»—No voy a hacerlo.

»—¿Por qué? ¿Shallem te pidió que cuidaras de mí? —le pregunté.

»—Tal vez no tuviera necesidad de hacerlo, ¿no lo has pensado?

»—Siempre surge la necesidad por innecesaria que sea. Hasta yo te pedí un día que cuidaras de él. Qué absurdo, ¿no?

»—Y no supe hacerlo. Pero ahora sabré cuidar de su tesoro mortal. Date tiempo a ti misma —dijo levantándose y encaminándose a la puerta—. Dentro de unos días desearás vivir tanto como siempre lo has deseado. Shallem no está muerto, está vivo y más feliz que nunca. Ese pensamiento debería bastarte para ser dichosa. No es como si hubieras de sufrir por su destrucción.

»Me quedé aplanada en el sofá durante horas, pensando en mi espantoso destino, pero, también haciendo mío el gozo de Shallem.

»Sin embargo, no podía soportar la existencia sin él. Entendía ahora, perfectamente, el vacío que él había experimentado ante la ausencia divina; porque él era mi dios, y, sin él, mi único pensamiento era la muerte.

»Cannat volvió a ser intensa y milagrosamente feliz, como sólo él podía serlo. Odiaba este siglo, no obstante, porque era incapaz de colmar sus gustos de esteta. Me dijo que debíamos irnos más adelante en el tiempo, descubrir lo que ocurriría después. Ellos jamás habían saltado en el tiempo por un motivo tan baladí. Decían que el destino de la Tierra era empeorar progresivamente, y que lo que había que hacer era disfrutar del momento actual, cualquiera que fuese, porque siempre sería mejor que el por venir. Pero, ahora Cannat tenía un motivo diferente para querer saltar. Acortar el tiempo que le separaba de Shallem.

»Me negué. Estaba convencida de que a Shallem le causaría un disgusto espantoso. Y así debía de ser. Porque a los pocos días Cannat dejó de insistir; presumí que lo había consultado con él. ¡Oh, sí! Porque hablaban constantemente. A veces, Cannat paseaba absorto a mi lado, sin decir palabra, y, de repente, estallaba en carcajadas.

»—Ven aquí —me decía en ocasiones—, Shallem quiere verte.

»Y me ponía ante sus ojos y me transmitía las palabras de Shallem.

»Aquello era un milagro incomprensible para mí. Pero no tenía más que contemplar la inalterable expresión de felicidad de Cannat para saber que era verdad cuanto me decía. Y Cannat me contagiaba, como siempre, con su propia dicha.

»Comencé a preguntarle, con insistencia infantil, cuándo vendría Shallem, cuándo podría verle yo. Él me sonreía y me acariciaba el rostro como a una niña.

»—No tenemos tu misma medida del tiempo —me contestaba—. Aún tardará.

»—¿Años? —preguntaba yo.

»—Sí, años —respondía.

»—¿Cuántos? —insistía.

»—No lo sé. Bastantes aún.

»—¿Más de cinco?

»—Tal vez. Es posible. No puedo asegurarlo.

»—Pero ¿por qué no viene siquiera un momento aunque luego se vuelva a ir? ¿Ya se ha olvidado de mí? —porfiaba yo.

»—No. No se ha olvidado de ti. Necesita estar alejado de este hediondo planeta una buena temporada. Y, si regresara ahora, no tendría fuerzas para volverse a marchar. Tú le retendrías con alguna de tus lacrimógenas escenas de dolor. Y todavía es demasiado pronto.

»Cannat estaba tan eufórico y agradecido a Dios por haber respetado la vida de Shallem que se comportaba casi completamente bien.

»A veces me arrancaba de la lectura o del televisor y me arrastraba hacia la puerta exclamando:

»—¡Divirtámonos! ¡Matemos unos cuantos humanos!

»Pero nunca lo hacía, sino que me llevaba a los buenos restaurantes y también al cine, el invento humano al que menos objeciones ponía. Pero a la salida de las sesiones refunfuñaba siempre, cuando no protestaba durante toda la película.

»—¡Qué anodino! ¡Qué carente de imaginación! ¡Me hubiera dormido, si pudiese hacerlo! ¡Malditos humanos con sus míseras y banales historias mortales! Lo he hecho por ti. Sólo por ti.

»Yo recordaba entonces las muchas veces que acudimos los tres juntos al cine. Solíamos aguantar hasta el final, aunque no nos gustase la película, por el mero placer de abrazarnos en silencio contemplando la hipnótica luminosidad de la gran pantalla.

»—Creo que voy a hacerme actor —nos decía luego en casa Cannat, mientras se retocaba el largo y rubio cabello ante el espejo—. Recibiré cartas de mujeres enamoradas de todas partes del mundo y no dejaré ni una sola sin catar. ¿Qué os parece? ¿Soy suficientemente guapo?

»Shallem y yo reíamos, y yo me acercaba a él, contemplando el brillo de sus trajes de alpaca y el resplandor de sus ojos brillando como gemas bajo la luz artificial.

»—Bueno, no te desanimes por eso —bromeaba yo—. No todos los actores son guapos.

»Me llevó también a visitar a mis hijos, que ahora vivían en la India. Yo les vi sólo de lejos, como venía haciendo durante los últimos cuatrocientos años. Seguían siendo exactamente lo mismo: dos bellezas prodigiosas, distantes e inmutables. Sólo su expresión había cambiado y aparecía turbada por un cierto aire de melancolía e incomprensión, idéntico al de su padre. Cannat estaba prendado de ellos, pues, contemplarlos era para él, literalmente, contemplar a Shallem. Desde luego, ellos habrían muerto instantáneamente si Shallem hubiera desaparecido. Una pena en la que no había reparado especialmente en su momento. Al fin y al cabo, para mí el mundo entero habría muerto con Shallem.

»Pero yo seguí sintiendo mi propia muerte como una necesidad improrrogable. Había llegado al convencimiento de que Shallem jamás volvería mientras yo continuase en la Tierra. Y tan segura estaba de ello como de que mi espíritu despertaría un día en sus brazos. Ansiaba morir para reunirme con él, y este pensamiento no era incierto y etéreo sino que creía en él con la seguridad de la palabra que mi dios me había dado. “Te buscaré en cualquier rincón del universo”, me había prometido.

»No había alivio para el vacío de mis noches solitarias. Salvo cuando, a menudo, Cannat se acostaba junto a mí, por confortarme, y yo me quedaba apaciblemente dormida con el rostro reposando sobre su pecho, arrullada por sus inmortales latidos, envuelta por su extraordinario calor, y aspirando su delicioso perfume de ángel. Entonces encontraba la paz. Y, cuando cerraba los ojos, me daba cuenta de que en verdad Shallem y él eran una misma esencia indistinguible.

»De vez en cuando, con total pasividad, reunía el valor de pedirle de nuevo a Cannat que pusiese fin a mi existencia. Pero él ya ni siquiera me contestaba. Me miraba colérico y con los ojos muy abiertos, y luego sacudía la cabeza como había hecho tantas veces cuando había querido decirme sin palabras “¿Qué puedo hacer contigo? ¡Nunca aprenderás!”.

»Pero Cannat solía dejarme por las noches. A veces en cuerpo y alma, otras sólo su alma. Necesitaba su propio mundo, su intimidad. Fue así que una noche desperté acalorada y presa de una gran congoja y nerviosismo, y, encontrándome sola, decidí vestirme y salir a dar un paseo por las calles de la ciudad.

»Me puse un vestido corto de piqué blanco, unas cómodas, pero muy altas alpargatas que había comprado en Madrid y un pequeño bolsito de paja donde siempre metía las llaves y el monedero. Me sentía sola. Tremendamente sola. Las calles estaban alegres e iluminadas y muy concurridas. Era verano, y la gente en vacaciones huía del calor de sus casas.

»Me gustaba pasear por Los Ángeles. Siempre encontraba rostros conocidos, familiares; aunque ellos no conociesen mi existencia.

»Cogí un taxi hasta Taco Bell y pasé un buen rato allí, tomando un refresco mientras observaba la animación.

»Cuando acabé la bebida me levanté y me marché. Pero quise andar un poco antes de tomar un nuevo taxi hasta el vacío silencio de mi hogar.

»Era ya bastante tarde, y la calle estaba desierta y sepulcral. Cuando decidí coger un taxi, ninguno pasaba, de modo que no tuve más remedio que seguir andando y andando.

»Las hermosas y cálidas casitas unifamiliares se extendían ante mis ojos. Y las escenas que imaginé en su interior me hicieron recordar a mi propia familia inmortal, el esplendor de unos tiempos que jamás recuperaría; y las lágrimas inundaron mis ojos. Ansié con todas mis fuerzas llegar a casa y que Cannat estuviera en ella esperándome impaciente y preocupado; que me echara una buena reprimenda, sí, un sermón durante el cual me arrojaría a sus brazos. Mi príncipe, mi ángel oscuro, que guardó mi vida, hasta el último instante, por motivos que nunca llegué a comprender.

»Me quedaban kilómetros y kilómetros hasta casa bajo un calor sofocante cuando vi luz en una de las casas y sombras que se movían en su interior. Era una casa de líneas modernas, muy limpia, muy pulcra, como si estuviese recién pintada. Me sentía tan cansada que la idea de pulsar el timbre y pedir que me dejaran utilizar su teléfono para llamar un taxi se me antojó excepcional.

»Y eso fue lo que hice. Atravesé el pequeño jardín, subí los tres escalones y toqué el timbre por dos o tres veces. Entonces escuché el sonido de algo que caía y se rompía, como un enorme jarrón. Y, sorprendida, vi salir por la puerta lateral las oscuras figuras de tres hombres que corrían al amparo de la oscuridad.

»Imaginé algo terrible. Nadie me abría y mi curiosidad era casi tan grande como la urgencia de verme en el taxi camino de mi casa.

»Me aproximé, cautelosamente, a esa puerta lateral que había quedado abierta y entré por ella. Me encontré en la cocina. Una de esas grandes y preciosas cocinas con un islote central y todo el mobiliario y los electrodomésticos empanelados a juego. Me deslicé de puntillas y fui a parar a la entrada principal. De ella partía una escalera, y también se entreabría la puerta de doble hoja de una gran habitación, justo enfrente de la cocina, que, por los muebles que podía ver sin esfuerzo, me pareció el salón. Yo no quería hablar. Era evidente que los tipos a quienes había visto salir huyendo no eran precisamente miembros de la familia. Sin duda habían entrado a robar y aún podía quedar alguno escondido.

»Con mucho cuidado, asomé la cabeza a través de la puerta del salón y atisbé el interior. Vi sus muebles clásicos, su sofá situado a la mitad de la habitación, mirando, estudiadamente hacia la televisión, la mesa en el rincón comedor, rodeada de cuatro sillas tapizadas a juego con el sofá. No había nadie, de modo que entré, sigilosamente, en busca de un teléfono. Mientras lo buscaba me pregunté qué habría ocurrido. ¿Habría alguien en la casa cuando entraron los ladrones? No lo parecía. Pero, de pronto, cuando rodeé el sofá, descubrí, apilados tras él, los cadáveres de un niño y una niña de unos cinco y siete años, y el de una chica de unos quince, completamente bañados en sangre. Los tres habían sido apuñalados.

»Lo que ocurrió entonces fue un conjunto de vertiginosas secuencias de pensamientos. Consideré que era un milagro que Shallem había puesto en mi camino para librarme del dolor de vivir. Era la respuesta a mis plegarias: la solución. Volví a la cocina, con el corazón desbocado, y busqué un paño y un producto líquido para limpiar el polvo. Con toda la rapidez de que fui capaz, limpié picaportes, muebles, mesas…, borré toda huella de los criminales, si es que la había, pues me pareció que llevaban guantes. Tiré por el váter el paño y después regresé a la cocina, guardé el líquido donde lo había encontrado, y tomé uno de los cuchillos de trinchar la carne. Regresé con él al salón y estudié, fría y palpitante a la vez, los lugares en que habían sido heridos los niños. Después, en cada uno de esos orificios, introduje mi propio cuchillo, más grande que el que los asesinos habían utilizado, y lo revolví en el interior de los cuerpos, de modo que no fuese posible adivinar que no era con aquel arma con la que habían sido asesinados. Luego reanudé la búsqueda del teléfono. Estaba en un mueble especial junto a la pared del fondo. Lo descolgué, tecleé unos números y hablé.

»—¿Policía? Sí. He cometido un triple asesinato.

SEXTA PARTE

La mujer se recostó contra el respaldo con las manos cruzadas sobre la mesa, y, quietamente, observó al confesor, con sus ojos enrojecidos, como si esperase de él un veredicto.

—Es todo —confirmó ella ante su silencio. Y descruzó las manos para adoptar una postura pensativa, con su mirada fija en la huidiza de él.

Entretanto, él parecía deliberar nerviosa y vanamente consigo mismo, como si, reconociendo que había llegado su turno, luchase por encontrar qué decir.

—Usted… —logró farfullar con la mirada fija en su Biblia—, buscó la muerte deliberadamente. Va a ser ajusticiada por unos crímenes que no cometió.

—Eso no tiene ninguna importancia. Cometí muchos otros —respondió ella.

Él levantó la cabeza para mirarla tímidamente.

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