»Me enojé con él. Me pareció negligente. Consideré su falta de iniciativa como una simple manifestación de su apatía hacia mi persona, prescindí de lo evidente: su debate interno, su lucha consigo mismo causada por el conocimiento de que mi bien y su deseo de seguir junto a mí eran opuestos e incompatibles. Él quería que viviese, pero no tanto como ansiaba mi muerte, ¿o era justo al contrario? Shallem no soportaba continuar dándome la vida terrenal ahora que mi enfermedad se había hecho patente, pero era incapaz de negármela; seguiría dándomela, en la esperanza de que un día yo misma la rehusara, o la perdiese de forma fortuita sin que él estuviese delante para poder devolvérmela, o hasta el día, que ya se vislumbraba, en que la agonía de mi espíritu le arrancase más lágrimas que nuestra separación y mi dolor ante su rechazo.
»Y a mí, todo aquello, en mi aflicción, se me antojaba simple pasividad, desidia por su parte.
»A veces me sorprendía mirándole fija y abstraídamente, con el ceño fruncido, y, sobresaltado, desviaba la vista rápidamente, se levantaba y se iba, en la angustia de que la petición que temía brotase por fin de mis labios. Y esta actitud suya, este miedo, esta consternación, me hicieron disuadirme una y otra vez. Sin embargo, mientras sentía algo de inquina porque no me lo propusiese él, no hacía sino preguntarme: “¿Sería capaz de negármelo?”, y este pensamiento me reconcomía el alma. No podía vivir con la duda, pero no me atrevía a preguntar, temerosa de la respuesta. No obstante, el que cayera sobre él, mortificándole con mis exigentes deseos, y tal vez con mis reproches, sólo era cuestión de tiempo.
»—Me niegas lo único que podría devolverme la paz —se dio la vuelta y contempló, acongojado, mi ceño y mis ojos desorbitados.
»Me sentía presa de un ataque de rabia. Era mucho el tiempo que llevaba esperando, vanamente, su posible reacción ante el degradado estado en que me había hundido, muchas las veces que había imaginado lo que habría de decirle.
»Era de noche. Shallem acababa de descorrer la tupida cortina de terciopelo granate de nuestra alcoba, y un charco de luz plateada penetraba a través de la ventana.
»—Ya sé que no tienes ninguna obligación de hacerlo —continué—, que sólo el amor te podría empujar a ello.
»Me miró de hito en hito, paralizado.
»—El amor me impide hacerlo —susurró apenas.
»—¿El amor? Debe ser una de esas extrañas cábalas que mis limitaciones humanas me impiden comprender —musité irónicamente, y los ojos me dolían por la furia que asomaba a ellos.
»—Lo entiendes perfectamente —dijo en un tono más alto.
»—¿Por qué habría de entenderlo? Yo te lo daría todo. ¡Todo! —exclamé—. Mi cuerpo, mi vida, mi alma, mi existencia inmortal. ¡Todo! —Iracunda, anduve hacia él y me detuve a unos tres pasos de distancia—. ¿Sabes lo que creo? Que te aferras al respeto a esas leyes divinas sólo cuando te conviene. Y ahora es el caso, ¿verdad?, ¡porque estás harto de mí!
»Levantó la mirada y exhaló un suspiro.
»—No es cierto —dijo, sacudiendo la cabeza—. Nada de lo que dices es cierto. Y tú no lo crees realmente. No puedo darte lo que me pides, no puedo jugar con los límites de tu alma. No se trata de leyes divinas que hayan de ser respetadas, sino de desenlaces atroces que han de ser evitados. Tú pretendes someterte voluntariamente a un castigo eterno, y yo no voy a ser su artífice.
»—¡Pero todo cambiaría si compartieses conmigo tu espíritu! ¡Estoy segura de ello! Volvería a ser lo que fui. Mi espíritu recobraría sus fuerzas, su salud, no necesitaría descanso…
»—¿Crees que si eso fuera posible no lo hubiera hecho ya? —me interrumpió en un grito, acercándose más hacia mí—. ¡Sólo mi Padre puede sanar tu espíritu! ¡Yo únicamente podría retenerlo eternamente! ¿Quieres que lo haga?, ¿qué me pase los siglos viéndolo rendirse ante síntomas que ni siquiera conozco, hasta que, finalmente, indignado y compadecido ante tu agonía, mi Padre te arranque de mi lado?
»—No. Yo… —musité anonadada. Se había acercado tanto a mí que le había puesto la mano en el pecho para impedir que siguiera avanzando. Su inesperada explosión casi había extinguido mi fuego.
»—Yo puedo curar tus heridas mortales —prosiguió—, pero las inmortales, ésas, son cosa de Dios. Puedo unirme a tu espíritu, pero no fundirme con él. Sólo Él puede hacerlo. Por eso, habrás de acudir a Él…, un día.
»—Y ese día está próximo, ¿verdad? —afirmé. Él bajó la mirada, incapaz de contestar—. Y con esto no he hecho sino acercarlo, verificar tus temores. Hace tiempo que me hundo en el abismo y no hay nada que pueda salvarme —estallé en lágrimas y me abracé a él—. ¡Oh, Shallem! ¿Podrás perdonarme el daño que te he hecho? —le supliqué—. ¡No era yo quien hablaba, lo juro! Esto es lo más horrible, no era yo. Ya no soy dueña de mis actos o mis palabras, ni tan siquiera de mis más íntimos pensamientos. Yo no he dudado de tu amor, no he podido hacerlo. No te ha hablado con esa ira injusta y descontrolada. Es como si el espíritu de Dios me estuviera abandonado poco a poco; igual que la llama de una vela, al llegar a su final, se extingue lentamente.
»Shallem me acunaba entre sus brazos y siseaba intentando hacerme callar.
»—Pero, finalmente —me consolaba—, todo saldrá bien. Resistiremos mientras podamos. Todo irá bien.
La mujer, en silencio, miraba distraídamente al vacío.
—Eso que ha dicho me ha recordado algo —dijo el sacerdote—. Unas palabras bíblicas; palabras de Dios. Dicen algo así como: “No permanecerá por siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne. Ciento veinte años serán sus días”.
—Es cierto, sí. Pero sigamos. En 1935, tras un largo periodo de contrición y autorepresión, mi ansia de violencia, tanto tiempo contenida, estalló como una bomba de relojería. Cuando Cannat salía solo, me moría de ganas de acompañarle y presenciar los horrores que, erróneamente, suponía que llevaba a cabo noche tras noche. Y, tanta era mi insistencia y el melancólico estado de abatimiento en que me sumía ante sus negativas, que, en alguna ocasión consintió en ello. Pero, entonces, se limitaba a llevarme a cenar y a algún espectáculo que no me ofrecía la menor diversión, y regresaba a casa enojada con él y decepcionada porque mis agresivas expectativas se habían visto completamente frustradas. Pero Cannat no estaba, en modo alguno, dispuesto a fomentar mi impulsiva e irracional violencia. Yo sabía por qué. Me daba cuenta de que Shallem respiraba aliviado cuando sondeaba mi alma al regreso de aquellas salidas. Y, entonces, yo me avergonzaba de mis pensamientos, de lo que había deseado ver hacer a Cannat, y lloraba y luchaba por arrepentirme y volver a ser lo que Shallem había amado.
»Pero, los acontecimientos se precipitaron solos. Yo había adquirido una pistola automática para mi presunta defensa, que solía llevar en el bolso cuando, por casualidad, salía sola, y que trataba como una joya. Pues bien, era un anochecer de Enero; había salido a comprar cualquier alimento cuando escuché los gritos de una mujer provenientes de un callejón de Manhattan. Tuve miedo, pero también sentí una embargadora emoción. Con mucho cuidado de que no me viera quien quiera que fuese, asomé mi cabeza al fondo del callejón con la pistola en la mano.
»Era una niña de no más de catorce años la que estaba gritando bajo el peso de un violador de unos dieciséis; pero había otros dos muchachos esperando su turno y riendo como enloquecidos villanos de opereta. Me fijé en que no tenían arma alguna. Me acerqué a ellos con la pistola firmemente sujeta ante mi pecho palpitante. Estaban en mis manos, tenía el poder de matarlos, y aquel conocimiento me excitaba como ningún otro en el mundo.
»Esperé hasta que los tres se hubieron dado cuenta de mis intenciones. Estaba muy nerviosa, mi respiración agitada, sudorosa.
»—¡Oh, señorita, qué miedo nos da! —se burló, con un grosero movimiento de caderas, el que la había estado violando y que ahora se había apartado de ella para enfrentarse a mí—. Vamos, suelta eso, preciosa. Ni siquiera sabes cómo manejarlo.
»Entonces, uno de ellos trató de huir e, inmediatamente, todas las fibras de mi ser recibieron la alarma y mi cuerpo entero se tensó. El muchacho recibió un tiro en el pecho y cayó fulminado. Pero, de improviso, el insolente, aquél a quien había pillado in fraganti sobre la chica y que aún seguía a su lado, sacó una navaja y, poniéndola sobre el cuello de ella, me amenazó con su muerte. La niña lloraba asustada.
»—La mataré —decía él.
»Y, usándola como escudo, pasó ante mis ojos, dispuesto a escapar.
»Y, entonces, disparé a la chica, y vi cómo caía al suelo resbalando, pesadamente, de entre sus brazos.
La mujer sonrió, pero no miraba al sacerdote, sino que parecía absorta en su recuerdo.
—Disfruté con la estupefacta expresión de él al darse cuenta de lo que yo había hecho y al comprender que ya estaba muerto —continuó narrando la confesada—. Como él había dado un paso atrás al percibir el disparo, y, luego, se había quedado inmóvil y gimiente, el cadáver de la niña se había deslizado por su cuerpo hasta quedar con su espalda apoyada sobre las temblorosas piernas de él.
»—Por favor —lloriqueaba él—. Por favor.
»—¡Oh! ¿Era eso? —dije, altiva y más consciente que nunca de mi poder—. Ella tenía que haberte pedido que, por favor, no la violaras, y no lo hizo. ¿Fue ése su error?
»Toda su blanda debilidad afloró en forma de llanto. Sentí asco de él, repugnancia. El tercer chico era de bastante menor edad, unos diez años, tan solo, y se había acuclillado en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos, gimiente y aterrado. Me preocupó que pudiese intentar alguna tontería mientras me ocupaba del otro y le disparé un tiro en la cabeza. Sin emoción, porque era al insolente a quien quería ver sufrir.
»Él, el único que quedaba vivo, gritó, e, impedido de moverse por el peso de la chica, cayó al suelo al intentar escapar. Me acerqué a él y le sonreí sin dejar de apuntarle; ahora, con el brazo extendido y con una calma absoluta. Pero, entonces, apareció alguien en la boca del callejón. Lo reconocí de inmediato, a pesar de la oscuridad que había ido cayendo con rapidez durante el poco tiempo que llevaba allí. Entonces, en un impulso inexplicable pero incontenible, me apresuré a disparar contra el chico y lo dejé muerto de dos balazos.
»La figura de Shallem, con su oscuro cabello suelto sobre los hombros y un largo abrigo negro de lana, se detuvo a mi lado. Contempló los cadáveres. Me sentí morir del horror. Tenía la pistola en la mano y no sabía qué hacer con ella. Trataba, neciamente, de esconderla, como si con ella ocultase a los muertos. La cara de Shallem no reflejaba sorpresa, sino dolor. Un dolor lacerante.
»—¿Por qué la mataste a ella? —me preguntó en un murmullo inaudible—. ¿Lo sabes?
»Sentí un vahído y deseé desmayarme para poner fin a aquel nefasto, insufrible, momento. Sacudí la cabeza en un gesto de negación. No me atrevía ni a mirarle y, sin embargo, él lo hacía con tanta intensidad que me torturaba. Gracias a Dios, alguien había avisado a la policía, y hubimos de desaparecer, urgentemente, ante su llegada.
—Pero ¿por qué la mató? —preguntó el padre DiCaprio.
—Por el placer de contemplar el terror en la cara del chico, supongo. Era un bravucón que pensó que iba a salirse con la suya, pero nadie hubiera esperado una reacción como la mía. Su cara de perplejidad me entusiasmó. Aun hoy la recuerdo claramente, y podría reírme mucho tiempo a costa suya.
—¿Se arrepintió usted de lo sucedido? —preguntó luego el sacerdote, intentando superar la impresión.
—Desde luego. Me arrepentí de que Shallem se hubiese enterado.
—¿Pero no del crimen?
—No. Ni siquiera me paraba a pensar en ello. Yo no pensaba en que mis acciones estuviesen bien o mal en sí mismas, sino sólo en que pudiesen causar el disgusto de Shallem, que era mi propio disgusto. Lo demás no me importaba en absoluto.
—Volvió a matar, ¿verdad? —preguntó el confesor.
La mujer sonrió fríamente.
—No —dijo—. Jamás. Cierto era que había perdido todo respeto por la vida humana, y que me hubiera resultado más sencillo descargar una ametralladora en un supermercado que fumigar insecticida sobre un mosquito repelente. Pero, aunque me resultase fácil de hacer, no encontraba particularmente divertido el matar sin motivo alguno, sin que mediara la menor provocación. Era distinto cuando estaba con Cannat, porque entonces me sentía arrastrada a una vorágine compulsiva que compartía con él. Y, juntos, nos reíamos y disfrutábamos como si el mundo fuese un inmenso parque de atracciones. Su pasión, su exuberante alegría de vivir, su dominio sobre un mundo que reinventaba cada día, me empujaban, me vivificaban. Pero, sola, ¿qué emoción podía sentir? Yo nunca fui una psicópata, no era mi mente la que estaba trastornada por algún trauma Freudiano. Entiéndalo. Pero, aunque el asesinato me hubiese causado placer en sí mismo, la trágica expresión de sentido dolor que Shallem mantuvo hasta varios años después, me disuadía de toda nueva intentona criminal.
La mujer se levantó de la mesa y deambuló, lentamente, por la habitación.
—Al día siguiente, por la mañana —se dispuso a contar ahora—, Cannat me encontró sola, sentada en el sofá del saloncito de nuestro lujoso apartamento, hojeando una de esas estúpidas revistas. Me levantó, cogiéndome de un brazo, y me sacudió con tal violencia que me pareció que me lo iba a descoyuntar.
»—¡Estúpida! —me gritó, con los ojos llameantes—. ¡Te mataré! ¿Me oyes? ¡Cumple con tu cometido o te mataré!
»—¿Qué dices? —le pregunté, perpleja y dolorida, intentando desasirme—. ¿Qué cometido?
»Me agarró entonces por el cabello y me arrojó sobre el sofá. Hacía cientos de años que no le veía tan iracundo; no contra mí, al menos. Se inclinó sobre mí y me acorraló con sus brazos.
»—¿Por qué demonios piensas que aún sigues viva? —preguntó, deleitándose en la lenta y rugiente pronunciación de las palabras.
»Sentí extrañeza, más que auténtico terror.
»—Dímelo tú —le exhorté desafiante, sintiendo el calor de su pecho sobre el mío y su aliento traspasando mi piel—. Siempre he sospechado que existía una interesante respuesta. Sí, dime por qué has defendido ardorosamente mi vida durante más de trescientos años incluso en contra de sus deseos. ¿Qué ocurrió para que, en el último instante, decidieras entregarme el cuerpo de Ingrid?
»—Limítate a cumplir lo que te ordeno. ¡Obedéceme! —gritó poniéndose en pie.