»Cannat se la llevó a la parte trasera de la taberna y allí, de un beso, como hiciera con Ingrid, la arrancó el alma.
»Y con ello, un pedazo de la mía acababa de morir. Durante sólo quince días había poseído el cuerpo de la chica de Saint–Blaise y me había deshecho de él, no porque fuese a dejar de existir de forma inminente, sino porque no resultaba lo bastante bueno para mí. La había matado a ella, y también a su madre. Y todo por quince miserables días. Me sentí más sacrílega que nunca. Pensé que debía haber permanecido en él, aceptado mi culpa, mi cruz; que debía haber envejecido en él; que la chica estaría en aquel momento ante Dios, señalando su cuerpo abandonado, reclamando justicia. Pero, no había muerto absolutamente en vano, ella me había salvado, aunque sólo hubiese permanecido un minuto en él, me habría salvado.
»—Pronto volverás a ser feliz —me aseguró Cannat.
»A la mañana siguiente, Shallem y yo abandonamos Stratford on Avon, a donde no sería conveniente volver en los próximos años. Shallem me llevó a conocer las curiosas tribus de África. Lugares maravillosos donde no existían espejos ni recuerdos. Creo que fui feliz casi desde el momento en que pise tierra extraña, con toda su fascinación y hermosura, y no dispuse de un minuto en el día para pensar.
»Necesitaba, además estar a solas con él. Él era la paz, sus ojos, la visión de la Gloria Celestial. Y tras múltiples horas hundida en su pecho, escuchando sus dulces palabras, volví a recuperarlas: la Paz, la Gloria.
»Pero cada día me sorprendía a mí misma pensando en Cannat. Y más le echaba de menos cuanto más feliz era.
»Y allí, en África, bajo la inmensa bóveda cuajada de palpitantes estrellas, Shallem retornó a hablarme de Dios, de su angustia inextinguible, de su hambre inmortal, de su corazón desgarrado ante el silencio de un Padre inconmovible a quien cada día clamaba en busca de una palabra de Amor.
»—Pero Él me escucha —susurraba, con sus ojos fijos en el firmamento—. Él sabe que le amo, que no soporto la existencia sin Él… Y un día retornaré a Él. Le arrancaré el Amor, lo quiera o no lo quiera.
»—¿Cuándo Shallem? ¿Cuándo volverás a Él? —le preguntaba yo, angustiada ante la idea de perderle.
ȃl se daba la vuelta para mirarme a los ojos, para besarme, para susurrarme:
»—Cuando tú…, ya…, no debas seguir siendo mortal…
»Casi tres meses después, apareció Cannat. Llegó, feliz, al reencuentro con los suyos, como siempre, besándonos y abrazándonos y contando sus fechorías.
»—¿Has visto? —me susurró, indignado, en un aparte—. ¡Ya está otra vez con sus… sus…! ¡Mañana mismo me lo llevaré de aquí!
»Y yo le miré, embobada, sonriente: ya era intensamente feliz.
»En los ciento sesenta años siguientes, hasta 1834, fui dichosa través de cuatro cuerpos diferentes. Entonces, en esa fecha, ocupé el siguiente, el que hacía el número siete.
»Pasaron veinte felices años. El cuerpo era sano y no sufría más que ligeros constipados. Aún podía durar muchos años en perfecto estado. Sin embargo, había comenzado a envejecer.
»El pensamiento me sorprendió en nuestro piso de París. Iba a ser mi cumpleaños y Cannat había salido en busca de mi regalo. Sí, porque yo aún lo celebraba la fecha de mi nacimiento en Saint–Ange. Shallem degustaba una copa de borgoña, de pie, junto a la ventana, mientras contemplaba las plácidas aguas del Sena acariciando Notre–Dame. Iba vestido a la ligera y confortable moda masculina de la época: un pantalón oscuro y suelto, y un chaleco drapeado de oro sobre su camisa blanca de mangas amplias.
»—Shallem —le dije—, cuando vaya a morir de nuevo, ¿qué ocurrirá?
»Me miró sorprendido ante una pregunta de respuesta tan obvia.
»—Tendrás un nuevo cuerpo —me dijo—. Ya lo sabías.
»Me acerqué a él. Me rocé con él, sensual, seductoramente. Me ofreció su copa. Bebí.
»—Shallem —susurré—, si ése ha de ser el fin, ¿por qué demorarlo? ¿Por qué he de padecer, entretanto, los sufrimientos de la vejez?
»Me contempló incrédulo.
»—A partir de ahora puedo morir en cualquier momento —continué—. El corazón es más débil, las enfermedades más devastadoras, una mala caída podría ser fatal. Ya me han salido canas y varices. Pronto me volveré temblorosa y encorvada, y mis manos y mi rostro se consumirán; mi piel se volverá pergamino y perderé visión y oído. Por favor, sálvame de eso, Shallem.
»Parecía pasmado, como si jamás hubiese esperado algo así.
»—¿Qué tiene de malo —pregunté con la más inocente de mis voces—, si, de todas formas, se ha de hacer?
»Se quedó mirándome, confuso, pero sin saber qué replicar a mi argumento.
»—Todo irá bien, Shallem —insistí—. Yo estoy bien, ya lo ves.
»Y me miró como si no lo viera en absoluto. Dejó la copa sobre una mesita y se sentó en un sillón. Él meditaba, y yo sólo ansiaba influir en sus pensamientos, en su decisión final, a toda costa.
»—Empiezo a estar cansada, Shallem. Ya no me es fácil sostener el ritmo.
»Tenía la cabeza agachada y se cubría la boca con la mano, cerrada como una pequeña caracola, pensativamente. Le acaricié su sedoso cabello, se lo besé. Pero cuando le forcé a mirarme y vi sus ojos, tan entristecidos, al instante me arrepentí de mi petición.
»—Olvídalo, mi amor, mi vida —le pedí, mientras mis labios se derretían sobre su rostro—. Olvídalo, por favor. No quise hacerte sufrir. Nunca lo haría, ángel mío. Antes prefiero morir.
»No lo hice aposta, por supuesto. Pero creo que mi arranque determinó su inmediata resolución.
»—Tienes razón —susurró entre mis besos—. Debí ser yo quien lo pensara. Lo haremos mañana.
»—¡Oh, Shallem! ¿Estás seguro? ¿No te hará sentir mal? —le pregunté llorosa.
»—No, amor mío. Estarás bien —me contestó.
»Cannat no se lo creía cuando se enteró, con toda profundidad, más a través de la nítida visión que obtuvo en la habitación, que por la poco fiable versión de mis palabras.
»—No juegues con Shallem, arpía —me increpó—. No intentes manipularlo a costa de sus sentimientos o pondré fin a tu juego para siempre.
»—No le manipulo —me defendí—. Fue totalmente sincero.
»—Más te vale —me amenazó. Y no bromeaba.
»Al día siguiente recorrimos la ciudad en busca de un cuerpo bello y vigoroso que me satisficiera; de una nueva víctima. Era la primera vez que escogía por mí misma el que habría de ser mi nuevo físico. Apenas pude pegar ojo en toda la noche imaginando cómo sería aquella experiencia, qué sentiría al elegir, entre el interminable desfile de ignorantes y hermosas muchachas, a la que habría de sacrificar su vida para que yo aumentase la calidad de la mía. La emoción real sobrepasó con creces todas las expectativas de mi imaginación. Fue una excitación fuera de toda comparación, y no, únicamente, por el lógico deleite de la selección de mi futura apariencia, sino, también, por el maléfico placer que el poder de otorgar la muerte o respetar la vida me suponía.
»Así, anduvimos por el inmenso escaparate de las calles de París estudiando, atentamente, los especímenes de hembras humanas que se paseaban ante nosotros. Pero ninguna parecía cumplir mis exigencias. Quería algo perfecto, memorable. Alguien de belleza equiparable a la que yo había poseído en mi auténtico cuerpo. Pero en todo cuerpo hallaba defectos, por inapreciables que fuesen, que me hacían desistir del deseo de poseerlo: una mueca desagradable, un cabello de un color impreciso, una voz chillona. Ellos no cesaban de señalarme cuerpos que me hubiesen servido perfectamente; pero yo me limitaba a arrugar la nariz y mirar para otro lado. Llevábamos caminando todo el día cuando, hartos de mi indecisión, me amenazaron con regresar al piso. Entonces comencé, apresuradamente, a indicarles algunas mujeres que me parecieron suficientemente agradables, si no auténticas beldades. “Esa está embarazada, la otra está enferma, aquella es demasiado débil”, me decían. Finalmente, encontré una. No era ninguna hermosura, pero tenía carisma. Algo de eso, tan incierto, que no sabemos definir. La pillé sonriendo a Shallem, y vi, indignada, que había conseguido arrancarle una inocente sonrisa.
»—Ésa —me apuré a decir, señalándola descaradamente con mi dedo fieramente extendido, como una perversa bruja de cuento—. Ésa.
»Y ésa fue.
»Nuevamente, los años transcurrieron fugaces en mi eterna felicidad. Ocho, hasta que me vi afectada por una extraña alergia que juzgué insoportable. Había aparecido de pronto y con una virulencia inusitada, llenando mi cuerpo de un picante y enrojecido sarpullido para el que no parecía existir alivio duradero.
»No necesité pedir nada a Shallem de viva voz. Mis lánguidas miradas suplicantes, los silenciosos ruegos de mi alma, insensibles al dolor que le causaban, lo habían dicho todo.
»Esta vez me encontré en la densa selva romana, como una diosa hambrienta de sangre, escogiendo, sin el menor reparo, de entre las bellezas morenas, el cuerpo que habría de poseer.
»No tengo justificación, ni aun tan banal como la de una alergia, para lo que ocurrió la siguiente vez, unos diez años después. Simplemente, me quedé prendada de la voz de cierta cantante de ópera y pensé que, con su cuerpo, adquiriría el dominio de la voz. A Cannat le encantaba también, de modo que no tuve ningún trabajo para convencerle de que me trasladase a él.
»No advertí a Shallem de que pensaba hacerlo. De hecho, la idea se me ocurrió de pronto, y pensé, como necia excusa, que le agradaría que pudiese cantar para él. Tal vez, lo único que pretendí al no decírselo, fue el evitar las posibles trabas que opondría. En el instante de verme por primera vez en mi nuevo envoltorio, apenas pareció sorprendido; era como si fuese un hecho al que esperase asistir de un momento a otro, y que, simplemente, ya hubiese llegado. Pero, momentos después, me miraba como si me encontrase enferma de muerte, tristemente; pero era, a la vez, una mirada dura y de reproche, como si yo misma hubiese propiciado esa enfermedad.
»Yo había intuido el disgusto de Shallem, desde luego, pero quiero que usted comprenda que no era la muerte en sí, que por mi causa había de traer a las mortales, la que le hacía sufrir, no: eran la falta de escrúpulos que había comenzado a apoderarse de mi alma y mi ausencia de remordimientos las que le atormentaban como evidencias de la enfermedad de mi espíritu, de la cual se consideraba causante.
»Algún tiempo después, cuando estuvo totalmente olvidado, volví a hacerlo. Y, si así de fácil me había resultado aquella vez el que Cannat me diera lo que yo deseaba, igual me resultó la siguiente, y también la próxima, y la otra, y la otra. Mis razones eran cada vez más nimias. Un molesto enfriamiento, una torcedura de tobillo, eran las excusas que necesitaba para justificarme ante Shallem, desdeñando sus ofertas curativas con pretextos absurdos. Y, a menudo, toda razón sobraba. Salía a solas con Cannat, mi confidente, y regresaba con un cuerpo cualquiera del que me hubiese encaprichado. A veces, por el mero deseo de experimentar la impresión de contemplarme en el espejo con un color de ojos o de cabello que nunca hubiese tenido.
»—Me gustaría verte con aquel cuerpo —me decía Cannat—. ¿Cómo crees que te sentaría?
»—Probémoslo —le contestaba yo, sin mayor inquietud o emoción que si hablásemos de un vestido.
»Y, cuando aparecía por la puerta embutida en el nuevo cuerpo que había enajenado, aleatoriamente y sin el menor motivo, mostrándoselo a Shallem como le mostraría un sombrero, él me miraba como si nada que yo hiciese pudiese llegar a sorprenderle.
»Pero, después, sus dolorosos y perturbadores silencios, sus torturadas expresiones, me hacían jurarme a mí misma, una vez más, que jamás volvería a repetirlo sin su conformidad.
»Pero caía y caía una y otra vez. Era un negro abismo hacia el vacío, un juego mortífero, una ludopatía criminal. No podía dejarlo. Era incapaz de reprimir la insaciable ansia compulsiva, el deseo que me arrastraba. Apenas habité unas horas en algunos cuerpos, unos días, en otros. Un defecto en la visión, un cabello áspero, o simplemente, otro cuerpo más apetecible que se cruzara en mi camino, eran causas sobradas para solicitar de Cannat lo que tanto le divertía darme. Había temporadas, no obstante, en que le hallaba reacio e imposible de convencer: era por causa de Shallem. De modo que tenía que conformarme con lo que tuviera hasta que el ánimo de Shallem volvía a tranquilizarse. Pero, esto tardaba en ocurrir cada vez más y más tiempo. Entonces, me olvidaba de mí misma y de mis diabólicas exigencias, y Cannat y yo nos aliábamos para entregarnos amorosamente a su cuidado, a su consuelo.
»Sin embargo, su distanciamiento era cada vez mayor, sus ausencias más prolongadas. Cada vez hallábamos más dificultades para sacarle de sus estados contemplativos, para devolverle a nuestro lado. La enfermedad de mi espíritu, cuyo efecto visible era el vértigo de que se hallaba poseído, le infligía un desconsuelo total que nunca mencionaba, pero que yo intuía y Cannat me reprochaba, pese a que él mismo era el propiciador de mis locuras, y aun el causante, en ocasiones. Pero, viendo el daño que Shallem sufría debido a ello, decidió poner fin a mi enloquecido frenesí. Así, el desenfrenado ritmo de mi vida se ralentizó, porque, aunque el control de mis impulsos me resultaba imposible, Cannat ya no me ayudaba a satisfacerlos, por más que me arrojase llorando a sus pies. De este modo, hube de sacarle mayor partido a mis cuerpos, habitándolos durante mucho más tiempo y disimulando, constantemente, ante Shallem, mis ímpetus y arrebatos, por temor a que sufriera al advertir aquello en lo que, sin poder evitarlo, me estaba convirtiendo.
»Y, así, habíamos llegado a las décadas finales del siglo XIX.
»En 1890 me quedé a solas con Cannat por unos días. Leger estaba teniendo ciertos problemas que requerían la atención de su padre.
»Mucho tiempo había pasado desde aquella temible época en Florencia en que me había sentido aterrada bajo las alas protectoras de Cannat. No mentiría si dijese que ahora me sentía su igual, por más ridículo que pueda resultar el escucharlo y que me avergüence el decirlo. Incluso, hasta me ilusionó la idea de pasar unos desenfrenados días a solas con él. ¡Qué bien íbamos a pasarlo los dos! Hacía mucho tiempo que había dejado de asustarme o sorprenderme. Ahora, ansiaba su compañía como años antes hubiese deseado la de un amigo mortal. A él tampoco le importó quedarse a solas conmigo. Yo me había convertido en una mascota más traviesa y divertida de lo que él nunca hubiera sospechado que podría llegar a ser, incluso, más que Shallem. Y es que, Shallem había dejado de encontrar sentido a sus espantosos crímenes. Ya nunca le acompañaba de cacería, ni escuchaba, complacido, la hórrida y detallada descripción de sus matanzas. A veces, incluso le recriminaba, moderadamente, por unos actos que, según él, Cannat realizaba por la mera inercia de la costumbre.