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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (38 page)

BOOK: La concubina del diablo
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»Y, rematando el extremo sur de la Avenida, toda ella excelentemente iluminada con antorchas, se abre una gigantesca rotonda en cuyo núcleo un altísimo templo piramidal preside la interminable alineación de tumbas, en toda su longitud.

»Las gentes parecen surgir de todas partes, envueltas en ropajes de estampados geométricos multicolores. Se gritan unos a otros y gesticulan enloquecidamente señalando hacia el templo, presos de absoluta felicidad. Miro hacia allí, y, en su cumbre, destacando como una libélula en plena oscuridad, distingo la inconfundible y prodigiosa figura de Cannat. “¡El dios ha llegado! —claman—. ¡El dios ha regresado! ¡Kueb ya está aquí!” Y el dios extiende sus brazos presentándose ante sus devotos.

»En pocos minutos, el enfebrecido clamor de millares de voces grita al unísono el nombre de Kueb a los pies del dios.

»Desde tanta distancia soy incapaz de distinguir la expresión en el rostro de Cannat.

»Los fieles adoradores continúan llegando sin interrupción, y la masa de ellos comienza a aproximársenos peligrosamente.

»Cyr está sentado, boquiabierto, sobre los hombros de su padre. La expresión de ambos no es, en absoluto, diferente de la del resto de los fieles. La mía tampoco.

»Apenas puedo vislumbrar gran cosa, pero, de una puerta situada en la mitad del templo ha surgido una figura ataviada con ricos ropajes, tan dorados como el cabello de su dios. La figura levanta las manos y el silencio se produce al instante. Súbitamente, el pueblo cae rendido a los pies del dios con las rodillas hincadas en la tierra, la cabeza gacha, los brazos uno sobre otro pegados al pecho. Mudos, inermes, en señal de absoluto respeto. El sacerdote mismo se ha dado la vuelta y está adorando a Kueb de idéntica manera.

»—Quiere que vaya con él —dice Shallem.

»“No vayas, Shallem —le ruego sin hacer uso de mi voz—. No quiero verte allí arriba, sucumbiendo a esta horrible mascarada”.

»—Pero hay muy buena vista —se burla, haciendo descender al niño, que le está pidiendo que le lleve consigo.

»Y ya tengo la mano del niño dentro de la mía cuando veo que no es una, sino dos, las figuras que resplandecen en la cúspide de la pirámide.

»No bien los fieles se aperciben de esto, se produce un clamor de pasmada perplejidad. La misma perplejidad que yo siento.

»Cannat ha alzado con la suya la mano de Shallem. Entre el pueblo se produce un inequívoco barullo de júbilo. Saltan, gritan, se abrazan unos a otros. Un auténtico estallido de alegría.

»—¡Mira a papá! ¡Mira a papá! —me grita Cyr, tirándome del brazo arrebatado de emoción.

»El ensordecedor tumulto me resulta desquiciante.

»“¡Kueb, Oman! ¡Kueb, Oman!”, vociferan.

»—¡Quiero verles más de cerca, mamá! —Y, en mi aturdimiento, me dejo arrastrar demasiado cerca de la masa.

»La gente me parece espantosa. Piel oscura y muy baja estatura, contrahechos, desgarbados. Narices muy chatas, facciones hundidas, frente huidiza, orejas desproporcionadas. Sólo los oscuros ojos resultan un elemento hermoso en aquellas extrañas faces.

»Y, por imposible que parezca, el clamor continúa aumentando. Así transcurren interminables minutos, mientras, de entre las pirámides, continúan apareciendo personas que corren para alabar a sus dioses. Pero ¡Ay!, la turba de delante de nosotros ha aumentado tanto que, descuidadamente, absorta como estaba, he dejado que lleguemos a estar a apenas un par de metros por detrás de ellos. Y, sin que siquiera me diera cuenta, algunos se han percatado de nuestra extraña presencia. Mi larga melena rubia no pasa desapercibida alumbrada por un charco de luna.

»Al punto nos convertimos en un nuevo núcleo de admiración. Todas las cabezas se vuelven hacia nosotros profiriendo ininteligibles sentencias. Confusos, asustados, pero sumamente curiosos, algunos de ellos comienzan a avanzar, con cautela, hacia nosotros, mientras las voces de otros, menos audaces, tratan de levantarse por encima de la multitud. La alarma por nuestra presencia se expande, como una ola, en dirección al templo. Múltiples cabezas se dan la vuelta e intentan alzarse por encima de otras, tratando de divisarnos. Y los loores a los dioses se convierten en un confuso rumor, en nuestra cercanía. Cyr se agarra a mí, visiblemente asustado, y yo, más asustada todavía ante las intrigadas miradas de aquella raza tan desconocida, sólo puedo pensar en el nombre de su padre.

»Un murmullo de admiración estalla cuando el dios Oman se materializa junto a mí.

»—¿Te has asustado? —me pregunta, con los ojos resplandecientes.

»—No. Yo… son tan extraños —balbuceo.

»—¿Y mi niño? ¿Tenía miedo?

»—Son muy feos, papá —le contesta, con una graciosa mueca de desagrado.

»Y papá se ríe.

»Todo muy natural.

»La multitud, desconcertada, ha quedado casi en absoluto silencio.

»—Venid —nos ordena Shallem.

»Y, cogiéndonos de las manos, súbitamente nos encontramos al lado de Cannat, en la cima del templo piramidal.

»Shallem tenía razón. Desde allí la vista es espectacular. No sólo por los miles de fieles que desde abajo contemplan, anonadados, a la nueva familia de los dioses, sino porque se obtiene un panorama completo de toda la inmensa ciudad, íntegra y milagrosamente construida en piedra, que se extiende a ambos lados de la Avenida de los Muertos, y cuyas calles, perfectamente planificadas, confluyen inevitablemente en ella. Por detrás del templo, en un espacio rectangular, se levanta un enorme y ampuloso edificio cuyas ventanas están alumbradas por luces mortecinas, al igual que todas las ventanas de la ciudad. Es, sin duda, el palacio real, y está rodeado de otras construcciones más pequeñas, aunque igualmente suntuosas, que sirven para las funciones comerciales y administrativas. Hay un mercado, bastante grande, resguardado por soportales. Pero en toda esa zona no hay una sola señal de vida. Toda ella se concentra por delante de nosotros. En la asombrosa y espectacular Avenida de los Muertos.

»Bastantes metros más abajo, el sacerdote nos observa a Cyr y a mí con mirada de molesta perplejidad. Seguramente se pregunta quiénes somos y cuál será la explicación que más le convenga inventar para manipular, adecuadamente a sus intenciones, los crédulos cerebros de sus fieles.

»Me siento absolutamente trastornada cuando me doy cuenta de lo que está sucediendo. Me acabo de convertir en diosa. ¿Qué historia inventará el sacerdote? ¿Qué nombre me darán a mí? Las gentes nos aclaman fervorosamente sacudiendo sus puños en el aire en un violento gesto.

»Comienzo a sentirme completamente embriagada, aturdida ante aquella situación enajenante.

»Le miro la cara al dios Kueb. ¡Qué fría expresión! ¡Qué dura y desacorde con aquel envanecedor momento! Había pensado que, como mínimo, estaría excitado y sonriente, contento de ser recibido de aquella apoteósica manera por tan nutrido grupo de adoradores. Pero ahora está mirando a Shallem y éste tiene la vista fija en las estrellas. Cyr y yo somos los únicos que parecemos tener conciencia del lugar en donde nos hallamos, de los miles de fanáticos gritando como locos, pidiendo, quizá, algún favor a sus dioses, o, simplemente, alegrándose de su regreso.

»Cyr está saludando a la multitud, que sonríe, fascinada, sin dejar de gritar.

»—¡Soy el dios Cyr! —aúlla, repetidas veces, a pleno pulmón.

»Y, de pronto, el escándalo cesa y se convierte, primero en un rumor lejano, y luego sólo en un murmullo apagado, y, por fin, el silencio absoluto, respetuoso. El niño dios ha hablado.

»—¡Soy el dios Cyr! —vuelve a clamar en la muda quietud de la noche.

»Y el pueblo permanece atento, inmóvil, expectante.

»—¡Soy el dios Cyr, hijo del dios Oman y de la diosa Ishtar! —añade con total desparpajo. Como si llevase toda su vida ensayando aquel papel.

»—¡Cyr! —Le regaño en un susurro—. ¿Qué estás diciendo? ¡Cállate ahora mismo!

»Pero Cannat y Shallem se ríen, como si estuvieran tremendamente orgullosos.

»—Cyr, no hay que hablar con ellos —le enseña Cannat con tono paternal.

»—¿Por qué no? —pregunta él.

»—Estropearás el juego, si lo haces. Un dios debe ser distante, silencioso, enigmático. Es preciso para mantener el misterio. No deben conocerte en absoluto; ni tus faltas y debilidades ni, con mayor motivo, los límites o extensión de tu poder. No hay que poner coto a su imaginación ni darles una sola pista acerca de ti mismo, porque, si lo haces, ya no podrán imaginarte a su antojo, sino que te conocerán tanto como a sí mismos y dejarán de soñar contigo como algo perfecto e insuperable. Pues te verán tan próximo, asequible y cotidiano, como si fueras de su familia. A no ser que les des muestras constantes de tu poder; y eso es algo muy molesto. ¿Ves? Es por ese problema de la cotidianeidad por el que tu madre, que debería estar allá abajo, postrada a mis pies con todos los demás, se encuentra aquí, entre nosotros, entre los dioses.

»—Cannat, basta —le corta Shallem, viendo la maliciosa sonrisa que el dios Kueb me regala.

»—¿Qué? —inquiere el inocente dios—. Sólo era para que Cyr lo entendiera. Ella sabe dónde está su lugar. Yo mismo se lo expliqué. No lo has olvidado, ¿verdad, Juliette?

»—No. No he olvidado nada de ello, pérfido.

»Y Kueb, inmutable, se ríe.

»—Un nombre muy adecuado para tu madre, Cyr —comenta—. Ishtar, la diosa babilónica del amor. Bien, ¿no vas a decirles nada más, dios Cyr?

»Cyr se muerde el labio inferior, pensativamente. Sus ojos resplandecen excitados, pero sin malicia o arrogancia. Aquello no era un juego. Él ERA el dios Cyr. ¿Por qué no, si su padre y su tío, evidentemente, lo eran?

»—No. No debo hacerlo —responde con ingenuo pesar.

»Y Kueb sonríe a su inteligente discípulo.

»—Vayámonos de aquí —añade—. Hacen un ruido inaguantable. Contemplemos las estrellas desde otro lugar, Shallem.

»—¿Tan pronto? —pregunta el dios Cyr, observando, extasiado, a la muchedumbre.

»—Ya hemos soportado suficientes humanos en esa maldita Europa, Cyr. Aquí seremos libres.

»Y el dios Cyr se queda mirando a Kueb respetuosamente, hasta que éste le toma en sus brazos y juntos desaparecen en el aire oscuro de la noche, seguidos por el dios Oman y por la diosa Ishtar.

»Cannat disponía de una casa de piedra, no excesivamente grande, perdida y devorada por la jungla. Parecía una solitaria miniatura completamente fuera de lugar en medio de aquel verdor exuberante, sabiamente escondida a la perpetua sombra de los tupidísimos árboles que llegaban casi hasta su puerta. La vegetación crecía incluso en su interior, y, al parecer, era el refugio predilecto de centenares de monos. No era muy grande, como le digo, y su construcción era idéntica a la de las casas de la ciudad: un par de pisos sobre una base rectangular y tejados muy inclinados. Ninguna originalidad especial ni la más mínima decoración exterior que la hiciese destacar, pero me quedé estupefacta cuando examiné su interior: su casa era el más impresionante museo que se pueda imaginar. Una colección de objetos artísticos como nadie en el mundo poseía. Piezas únicas de periodos que me resultaban inidentificables. Extraordinarias esculturas sedentes de diorita, obsidiana y alabastro descansando sobre pedestales tan suntuosos como la propia joya o diseminados descuidadamente sobre el suelo. Retratos de faraones alternándose con negras estelas de escritura cuneiforme, con sencillos sarcófagos etruscos de terracota o egipcios de oro bruñido, esmaltes y resplandecientes piedras preciosas. La cola de caballo del sátiro Marsias se introducía dentro de un canope de alabastro sin el menor miramiento. Un crismón de oro colgaba del cuello del Ka de algún desventurado faraón egipcio a cuyos pies yacía un pschent blanco y rojo, símbolo de la unión del Alto y Bajo Egipto, que, probablemente, le había pertenecido en vida. Cyr había entrado y curioseaba por todas partes en aquel desván de las maravillas. Me quedé mirando a Cannat con cara de pasmado asombro.

»—Sí, lo sé —me dijo encogiendo los hombros con gesto de desenfado—. Debería poner orden… y limpiar un poco…

»Toda la planta baja presentaba la misma penosa mezcolanza de objetos imponderables tirados aquí y allá sin la menor organización, y apenas visibles bajo capas de polvo tan gruesas que parecían barro, excrementos de animales, y telas de araña tan resistentes que hubiese podido tejerme un vestido con ellas.

»Un monito, aposentado sobre el ternero de mármol que portaba un moscóforo griego, se reunió con sus compañeros para dar la bienvenida a Shallem y a Cannat, no sin antes obsequiarme con los desperdicios de una fruta exótica que acababa de comer.

»En medio de aquel caótico desbarajuste observé que, ocultos en un rincón, y mezclados con unos arpones de marfil y unas figurillas de incalculable edad, unos antiquísimos objetos musicales trataban de pasar desapercibidos, sabedores de que el próximo acorde que les fuera arrancado los transformaría en polvo: un arpa minoica, un sistro fenicio con el símbolo de la svástica, promesa de vida feliz…

»La planta tendría unos cien metros cuadrados y era completamente diáfana, de modo que de un vistazo podía admirar la totalidad de las maravillas o localizar una concreta. No había cajas o fundas cubriendo los objetos, pero, a pesar de ello, se conservaban espléndidamente.

»—Vayamos al piso superior —dijo Cannat—. Creo que estará más limpio.

»La estrecha escalera se encontraba adosada a la pared derecha, y varias ventanitas se abrían a ella con objeto de facilitar el paso a la mayor cantidad posible de la mortecina luz que había conseguido traspasar la barrera vegetal. Al final de la escalera, una inamovible puerta de hierro macizo convertía el interior en un reducto infranqueable. Cannat la abrió sin siquiera tocarla.

»El segundo piso era, al igual que el primero, una enorme habitación sin separaciones de ningún tipo. No obstante, era evidente que aquella planta era la que Cannat consideraba su hogar. Había una gruesa pátina de polvo, claro, y también algunas telarañas finas y pequeñas, pero no el lamentable desorden del piso inferior.

»La planta, iluminada por diez ventanas recubiertas de rejillas de hierro, consistía en un enorme y sencillo cuarto de estar —dormitorio donde todos los estilos artísticos habidos hasta aquella fecha, yo diría que de todas la civilizaciones que habían existido, estaban representados por los múltiples y variados objetos que, con gran gusto y cuidado, la decoraban. A pesar de la suciedad todas las piezas parecían como recién creadas, como si hubieran recibido un trato exquisito durante toda su larga existencia; tal vez estuvieran en posesión de Cannat desde el momento mismo de su fabricación. Y no se limitaban a ser meros objetos ornamentales; era evidente que Cannat les daba un uso de lo más práctico. Como una hermosísima crátera de Dypilon, que en manos suyas se había transformado en macetero para unas plantas marchitas por falta de cuidados. Las ánforas romanas seguían sirviendo al mismo uso de mil años atrás: estaban llenas de vino y se alineaban meticulosamente en una especie de armarito de baldas creado para tal efecto.

BOOK: La concubina del diablo
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