»Sin embargo, como le digo, yo fomentaba su cariño por Cyr con frases tan humanas y familiares como: “Tiene tu misma sonrisa”, “Imita tus mismos gestos”, “Se ha pasado la tarde preguntando por ti”, “No quiere más que estar todo el día contigo”, y otras igualmente verídicas y halagadoras, y que inflamaban eficazmente la vanidad de Cannat.
»A pesar de las incidencias, como las muchas veces que Cannat tuvo que regresar en el acto de donde estuviera, porque, en su ausencia, Shallem detectaba, invariablemente, las malditas e infernales presencias dispuestas a asesinar a nuestro hijo, disfrutamos una época de gran felicidad.
»Cannat se comportaba correctamente conmigo, algo mejor que antes de que Shallem nos dejara. Era tolerante con mis defectos de humana y, a veces, incluso cariñoso. Y era una suerte que adorase de ese modo a Cyr, porque estaba claro que Cannat era el seguro de vida de nuestro hijo.
»Otro que sentía celos era Leonardo. Celos de Shallem, porque yo le amaba, celos de Cyr, porque era amado por Cannat.
»Shallem sostenía una extraña relación con Leonardo. Le quería, pues en el fondo era el propio Cannat, pero también se mostraba celoso del amor que éste le profesaba. Algo absurdo, porque, en realidad, los tres formaban parte del mismo ser. Siempre me extrañó que Shallem no quisiera más a aquella parte de Cannat que lo era también de sí mismo, y la única explicación que conseguí encontrar fue que los celos de Cannat no eran nada en comparación con los de su hermano.
»Los mejores períodos eran aquellos en que Cannat desaparecía y nos quedábamos solos los padres y el hijo. Entonces era feliz como nunca, entregada de lleno al amor de Shallem.
»Yo había cambiado. A su cruel y gravosa manera, Cannat me había hecho enfrentarme a la realidad en toda su plenitud.
»Mis viejas, heredadas y falsas convicciones se habían derrumbado lenta y dolorosamente. En el transcurso de unos pocos días él las había sustituido por todo un mundo de ideas abstractas pero reales. Y todo ello me había hecho reflexionar y crecer. Cannat me hizo no sólo más sabia, sino también más madura y más, mucho más fuerte. Ése era mi débito para con él. Y ahora trataba de afrontar mi relación con lo sobrehumano de una forma diferente.
»Hablé con Shallem. Le expliqué cuáles eran mis conocimientos y cuáles mis dudas; los temores que albergaba, el modo en que percibía mi propio cambio, que había dejado de ser una niña ignorante y que si, como él afirmaba, ahora estábamos más cerca el uno del otro, debía intentar descender de su posición de altura para llegar hasta mí y compartir su mundo conmigo. Y conseguí, hasta cierto punto, que dejara de verme como una tierna amapola presta a marchitarse en el momento de ser arrancada de sus raíces. Porque yo, definitivamente, había sido arrancada de mis raíces terrenales, pero había arraigado nuevamente entre ellos. Ellos, que ahora, claramente, sin miedos, trances, ni visiones espectrales, constituían mi familia.
»Creo que el nacimiento de Cyr fue el que consiguió que, al fin, me encontrara conmigo misma. El ver a mi hijo mecido por los brazos del ángel, a mi hijo, que con tres años pronunciaba extrañas sentencias sobre seres que yo no podía ver, y que era capaz de desprenderse de su cuerpo con su mera voluntad, por extraño que parezca fue el choque definitivo que me incrustó en la realidad, y que me hizo afincarme en el suelo de tal forma que el ciclón que un día habría de llegar, no conseguiría arrancarme de él.
»Le pedí a Shallem que me mostrara cuanto había prometido, es decir, las maravillas del mundo. Y, poco a poco, lo fui consiguiendo. Quise saber exactamente cuáles eran sus poderes, los que le diferenciaban de Cannat y de todos los demás. Y, de cuando en cuando, reticentemente, me mostraba alguno de ellos.
»A veces, cuando Cannat regresaba de sus viajes, con los ojos encandilados por la felicidad del reencuentro con los suyos, entre los cuales parecía incluirme a su pesar, me quedaba absorta contemplando la maravilla de su ser, y rememoraba, entre las oscuras brumas del recuerdo, que miles de almas, muchas de ellas no muy lejos de Florencia, yacían eternamente encadenadas a sus restos humanos porque a aquella poderosa y resplandeciente criatura así se le antojaba.
»Y me acordaba también de los horrores a que me había sometido, las revelaciones con que me había iluminado, los forzados cuidados que me había dispensado con tanta antipatía. Y, pese a todo, algo debía agradecerle a Cannat, algo que Shallem nunca había sabido hacer: descender a mi nivel para auparme hasta el suyo.
»Pero nada de esto llegó de repente, de forma inesperada, sino que fue fruto del tiempo y de la convivencia.
»La tranquilidad llenaba nuestro hogar. Cannat se transformaba, durante el tiempo que pasaba con nosotros, en un perfecto y casi aburrido caballero. Sólo sus aventuras galantes lo sacaban de la rutina. No mataba, a no ser que tuviera lo que él considerase un buen motivo para ello.
»En cuanto a Shallem, continuaba su búsqueda. Tras periodos de absoluta normalidad, atravesaba otros en los que se pasaba el día callado, grave, meditabundo. A veces permanecía inmóvil, en absoluto silencio y sumido en sus impenetrables pensamientos, durante horas. Cannat le contemplaba absorto, evidenciando en su rostro el inextricable misterio que constituía para él. Luego volvía a mí la vista y me miraba sin perder aquella expresión, como si yo fuese una innegable prolongación del enigma de Shallem.
»—Haz uso de lo que te ha dado —me exhortaba—. Penetra en él. Dime qué le pasa.
»Pero yo, por más tiempo y esfuerzos que empleaba en intentarlo, no encontraba la manera de hacerlo. Era como si aquello del espíritu de Shallem vivo dentro de mí no fuese más que una broma que ellos se hubieran inventado. No tenía ninguna clase de poder.
»Mi única habilidad era la humana facultad de pensar y elucubrar. Y gracias a ella recordaba y enlazaba las otras circunstancias y lugares en que le había visto en tal actitud, con aquella conmovedora y melancólica expresión en su semblante, que ahora se había vuelto secreta y huidiza, como una vergüenza que temiera compartir. En Notre–Dame, junto al Sena, en el Sacre–Coeur… y así conjeturé que Shallem seguía soñando con Dios, que la obsesión no le había abandonado ni aun después de todos los horrores cometidos que le alejaban todavía más de Él: el odio que se había avivado en él la noche de la muerte de Jean, los jóvenes inocentes que había sacrificado a Eonar… ¿Y pensaba que Dios haría ojos ciegos a todo eso? ¿Realmente cabía esa posibilidad? Quién lo sabía.
»Y Cannat trataba a toda costa, vana, pero obstinadamente, de penetrar en sus pensamientos, resistiéndose a ser un mero observador impotente a su sufrimiento. Le preguntaba sobre ello con toda la infinita seductora persuasión de que era capaz. Le espiaba, le perseguía. Trataba de entretenerle buscándole todo tipo de diversiones, como un humano haría con un pariente deprimido. Y aunque Shallem no confesaba, aunque permanecía inescrutable y aislado, como una bella estatua de mármol, expresiva, pero silenciosa y hermética, Cannat, mediante la ayuda de Leonardo, llegó al conocimiento.
»—¡Otra vez esa estúpida pasión! —me decía a solas—. ¿Por qué no puede ser feliz? ¿Por qué no puede olvidar? ¿No se da cuenta de que nada de lo que fue nuestro existe ya, de que ni siquiera Dios existe? ¿Por qué no vuelve la cabeza y descubre lo que tiene ante sus ojos, en lugar de andar siempre con la añorante mirada perdida en un pasado irrecuperable? El mundo es suyo, la humanidad es suya, y allá donde él no llegue, yo se lo alcanzaré. ¿Por qué ha de estar siempre errabundo y melancólico? ¿Qué espera de Dios? ¿La remisión? ¿Está loco? ¿Está ciego?
»Y no dejaba de mirarme enloquecido mientras se hacía estas preguntas, como si considerase que yo, que formaba parte de Shallem, debía tener todas las respuestas.
»Y yo, en aquel momento de dulce intimidad, con los ojos inundados por las lágrimas, acariciaba suavemente su mejilla y le susurraba:
»—Si pudiese adaptarse dúctilmente a su destino, si, sumisamente, se conformase con buscar la felicidad en él sin oponerse a su suerte, si no fuera indómito y desafiante a toda ley y a toda autoridad, el marginado entre los marginados, el rebelde entre los rebeldes, el inquieto, el insatisfecho, el apasionado, ¿le amarías tú?, ¿le amaría yo?
»—Sólo quiero que sea feliz —me replicó—. Y no me importa lo que haya de hacer para conseguirlo.
»Su voz era triste y cansada, sus ojos se posaban, huidizos, sobre sus propias manos, sobre las vivas y crepitantes llamas, rojizas y anaranjadas, que él mismo había encendido, no tanto por respeto a un frío que no podía sufrir, como para embellecer la habitación con los íntimos juegos de luces que resplandecían por toda ella y con el luctuoso chisporroteo azulado que tan a menudo se producía.
»—Yo no soy el diablo —continuó, en un tono de voz tan bajo que no estaba segura de haberle entendido—. Nunca lo he sido. El diablo no existe, como no existe el infierno fuera del lugar en que la humanidad crece. El infierno es un estado. El estado a que ellos se abocan. Nada de eso que te contaban de pequeña es verdad. No hay mayor malignidad que la del propio hombre. Sólo él es capaz de tramar semejantes castigos infernales tras la muerte para quienes, en vida, no se atienen a sus reglas innaturales, y ellos mismos, erigiéndose en dioses, designan satisfechos a quienes deben padecerlos.
»Sumido en sus pensamientos se masajeó la frente como si los ojos le dolieran o estuviera tremendamente cansado.
»—No hay diablo —insistió quedamente—. No hay infierno. No hay ángeles caídos. Sólo hay ángeles. Ángeles en el exilio.
»Yo le miraba anonadada, no sólo porque nunca le había visto en un estado semejante, sino también porque jamás hubiera creído que pudiese caer en él.
»—No soy malvado —continuó, con la lánguida mirada perdida, como si tratase de reafirmar esa idea ante sí mismo.
»—Lo sé, Cannat —le aseguré, presa de un compasivo sentimiento amoroso—. Lo sé.
»Según decía esto me acordé de aquellos a quienes había asesinado con espantosa crueldad y sin el menor motivo, pero la necesidad de consolarlo me estaba empujando hacia él, y su mano, grande, blanca, poderosa y surcada de preciosas venitas azules, descansaba entre las mías.
»—Aquello no cambió nada —murmuró en un trance—. El día en que ocurrió… Si hubieras visto el rostro de Shallem; su inocente expresión de absoluta incomprensión, lo mismo que la mía…, su confusión… “¿Por qué?”, me preguntaba una y otra vez, “¿Por qué hemos de irnos, Cannat?”, como si yo fuese el dios que lo había dictaminado. “¿Por qué esta injusticia proviene de Él?” Me miraba a los ojos con la dulce e ingenua expresión que entonces tenía, los suyos animados por brillantes chispas de perplejidad. Y entonces supe que nunca abandonaríamos la Tierra.
»"Ni él, ni yo, ni ninguno de los otros sabíamos lo que habría de ocurrir. Confiábamos en Él, en que Su Amor por nosotros acabaría obligándole a salvarnos… Nunca sospechamos… Pero, aun así, nada cambió. Somos los mismos. Sus ángeles. Otros conceptos sólo existen en la mente del hombre: lo único diabólico sobre la Tierra.
»Luego me miró. La expresión confundida, los ojos hambrientos de cariño.
»—Pero Shallem aún sigue creyendo… —susurró—. Perdido…
»Enlacé mi brazo entre el suyo y apoyé mi cabeza sobre su hombro.
»—Cada vez le sucede más a menudo —continuó quedamente—. Se retrae en sí mismo, se oculta por más tiempo en sus ilusos sueños, en esa melancolía indescifrable. ¡Ojalá pudiese leer en su alma como él lee en la mía!
»Hasta entonces nunca había visto una mayor expresión de tristeza y angustia en los ojos de Cannat. Aquello me tenía hechizada. Sus desvelos por Shallem, los sufrimientos que padecía por él y sólo por él, la forma en que buscaba protegerle de todo mal, su amor, tan poderoso como posesivo, sus denodados esfuerzos por comprender los laberínticos pensamientos del complicado y conflictivo espíritu de su hermano. Le amaba con pasión, con reverencia, como a un dios, igual que yo lo hacía. Y nosotros, Cannat y yo, nos igualábamos en aquel desbordante amor como pobres esclavos devotos implorando, insatisfechos, los favores de un dios lejano e indolente.
»Cannat acercó sus labios a mí y me besó dulcemente en la sien. Los sentí apretados largo tiempo contra mi vena palpitante. Me besaban el corazón, el alma.
»—Vuestro amor es eterno —me oí susurrar embriagada—. Es el único amor eterno. Dime que siempre estarás con él. Dime que siempre lo cuidarás…
»Había cerrado los ojos, arrebatada por el éxtasis, y mi cuerpo no existía: nunca había existido. Toqué las llamas y las llamas no quemaban. Y las llamas no alumbraban. La luz era blanca, muy blanca, y no hubiera sido factible descomponerla en un espectro de colores. Todo estaba, pero nada era lo mismo. Cannat sostenía aún mi frente, pero su beso había concluido y su mirada embelesada se dirigía al frente, a la chimenea, a mí. Le miré como si no comprendiera lo que hacía allí dentro, dentro de su propio cuerpo. Y entonces vi que, súbitamente, nuestros cuerpos caían desmayados, como si su fuerza hubiese cesado de improviso, y que el mío yacía aplastado bajo su peso. Y no me importó nada, nada, en absoluto, el destino de aquella materia de otro mundo a la que sólo de un modo vago e impreciso reconocía como mi envoltura terrenal. Me era totalmente ajeno. Como si nunca hubiese estado dentro de él. Eso era exactamente.
»Una esquina del techo atrajo mi atención. El mejor lugar de observación para un espíritu libre. Deseé estar en él y, por mi mera volición, allí estuve. Sin volar, sin flotar. Desde allí pude contemplar, con mi auténtica visión, el espectáculo sobrenatural de aquel salón que ahora se había convertido en un extraño y mortecino lugar en el más allá. Tan desvaído, tan falto de color, tan muerto como mi laxo cuerpo tendido en el sofá, frente a la pálida y silenciosa chimenea. ¿Y qué si nunca volvía a él? ¿Debería hacerlo? ¿Realmente debería hacerlo?
»¿Y aquella criatura inverosímil ocupando el centro de la habitación, a sólo unos centímetros del techo? ¡Oh, Cannat! ¡Tú sí tienes color! ¡Tú eres el color! ¡Sublime, celestial! “Mírate”, me dice. Y lo hago, y al instante le comprendo. “Colecciono almas”, me había dicho. Y viéndome a mí misma me pregunto: “¿Y quién no lo haría, Cannat?” ¡Oh, Dios mío! ¿Pero qué soy, en realidad? ¿Qué prodigio invisible a los ojos de los mortales? Y comprendo más. Comprendo a la humanidad entera en su inacabable búsqueda de la belleza, de la perfección. Comprendo que se buscan a sí mismos, su fuente, sus orígenes, su propio ser, a través de inconscientes recuerdos de su auténtico yo.