»Y, tras tomar de la bandeja uno en cada una de sus manos, les arrojó los tibios corazones, que estallaron, blandos y sangrientos, sobre sus desnudos pechos.
»Cannat enrojeció de la ira. Se lanzó sobre él y, cogiéndole por la cabeza, se limpió el pecho con su cabello. Pero Cyr no emitió un solo sonido. Después le levantó y le sentó sobre el ara.
»—¡Y ahora escúchame bien, niño! —comenzó a decirle.
»Pero, viendo que Cyr le sonreía, se quedó callado, y se dio cuenta de que, con el cuchillo de obsidiana en las manos, cruzadas por detrás de su cuello, Cyr le acababa de cortar un mechón de cabello y se lo estaba mostrando.
»—Oro del dios —dijo, mostrando los dientes y la lengua, enrojecidos por la sangre del corazón humano—. Un relicario. Lo venderé uno a uno y me haré un humano rico.
»Cannat le miró, con mayor estupefacción que intención agresiva, y, dejándole sobre la mesa, se dirigió a Shallem, diciéndole:
»—Todo esto te está bien empleado. Querías una familia mortal y aquí la tienes: una mujer incapaz y un niño loco.
»Luego le miró fijamente, con expresión incitante, hablando con él sin mover los labios. Y Shallem frunció el ceño, como asustado de una propuesta diabólica y gritó:
»—¡No!
»Cyr continuaba sentado sobre el ara, balanceando los colgantes pies, mirándoles, desafiante, por encima de una intensa constricción en el rostro que delataba su profundo sufrimiento.
»—¿No, por qué? —gritó, al tiempo que saltaba del ara y se dirigía hacia ellos—. ¡Sé lo que te ha propuesto! ¡Devuélvelos a Florencia, te ha dicho! ¡Deshazte de ellos! ¿Y por qué no lo haces? ¿Hasta cuándo piensas seguir soportando al hijo que te odia?
»Shallem lo miraba con la boca, literalmente, abierta. Cannat con la expresión desencajada, esforzándose por contenerse.
»Fui yo quien, desplazándose velozmente a su lado, le cogió del brazo y plasmó una blanda bofetada en su rostro.
»Él se quedó completamente desconcertado. Nadie le había puesto la mano encima jamás. Me miró profundamente asombrado, como si no pudiese creer lo que acababa de hacerle.
»—Y ahora pedirás perdón a tu padre —le ordené con la voz endemoniada.
»Pero él no hacía sino mirarme espeluznado.
»—¡Haz lo que te digo! —aullé.
»—¡Basta! —gritó Cannat a mi espalda. Y, viniendo hacia nosotros, me golpeó violentamente, de forma que me soltara del niño, y lo cogió en sus brazos—. ¡Oh! —gruñó, mirándome enfurecidamente—. ¡Especie maldita capaz de dañar a sus propios hijos!
»Y, dicho esto, desapareció con el niño.
»Cuando nos quedamos solos, volví mi vista hacia Shallem y vi que también él me miraba como si no pudiera reconocerme en el cuerpo que acababa de abofetear a su hijo.
»Me sentí terriblemente avergonzada.
»—No le he hecho daño —murmuré—. Sólo… sólo quería…
»Y, sin hacerme el menor caso, echó a andar y le seguí apresuradamente.
»Cannat regresó a casa por la tarde. Solo, sin el niño. Se había quedado fuera jugando, dijo.
»Yo llevaba todo el día tratando, vanamente, de consolar a Shallem. Al entrar, Cannat me miró inquisitivamente. Con un gesto le indiqué lo mal que se encontraba. Se había pasado toda la mañana lánguidamente postrado en la cama.
»Cannat se acercó a él.
»—Todo es culpa mía, Shallem —le dijo—. Sé que es culpa mía. Lo siento mucho.
»Shallem no se volvió para mirarle. Su mirada parecía perdida.
»—Tú no tienes culpa de nada —susurró—. Él tiene toda la razón. Absolutamente toda. Sólo en una cosa se equívoca: yo siempre le he querido. Siempre, Cannat. Nunca quise hacerle daño.
»—Ya lo sé, Shallem. Lo sé. Y él te quiere también. Habla con él, dile lo mucho que le quieres, que fui yo quien lo arrebataba constantemente de tu lado, que tú le hubieras hecho invulnerable si yo no me hubiera adelantado.
»—¿Todo eso es verdad? —musitó Shallem—. Es tan tranquilizante pensar que lo es…
»—Estás conmocionado y no piensas con claridad. Te sientes injustamente culpable. Porque nosotros no somos humanos, Shallem. No puedes fingir en todo momento que lo eres, comportarte siempre como ellos lo hacen. El amor humano no es más que exigente y egoísta necesidad, y él es sólo un niño mortal. Explícale vuestras diferencias, demuéstrale tu amor y todo se arreglará. Yo voy a marcharme, así podréis estar solos.
»—No sabré que decirle, Cannat. Tú eres tan hábil con los humanos… Los entiendes sin siquiera proponértelo. Pero yo… no consigo… Si siquiera me hubiese preocupado de mirarle a los ojos, habría sabido cuál era su estado. Tengo ese poder y no me he molestado en usarlo con mi propio hijo. No creí que…
»Shallem se detuvo en seco. Cyr acababa de entrar en la habitación. Sonriente. Desafiante. En cada mano llevaba un agutí muerto, aún chorreantes de sangre, y los exhibía de la misma manera que el pescador orgulloso las grandes piezas recién cobradas.
»Con paso decidido, llegó hasta el pie de la cama y, regodeándose en el horror y sufrimiento que la faz de Shallem expresaba, arrojó los dos animales sobre ella.
»—¿Ves? —inquirió, con un malévolo rictus en los labios—. ¡Qué razón tenían al huir de mí!
»Shallem estaba descompuesto. No sabía cómo enfrentarse a su problema. Es más, exageraba desquiciadamente la situación, inventándose aspectos inverosímiles.
»—Es un castigo, Cannat —le dijo—. Una señal. Mi hijo se ha rebelado contra mí como yo me rebelé contra Él. De idéntica manera. Piensa que no le quiero, que le he abandonado. Es una réplica de mí. Un castigo.
»—¡Por favor, Shallem, no seas absurdo! —le replicó Cannat fuera de sí—. Tienes un simple problema doméstico humano, eso es todo. Escucha, puedo llevarlo a Florencia, con Leonardo. Con él estaría bien. Si sucediera algo él me avisaría y yo estaría allí en el mismo instante. Le visitaríamos a menudo.
»—¿Me estás diciendo que le eche de mi lado porque se rebela contra mis propios errores, que lo aparte a un sitio donde no moleste, que lo abandone a él, como nosotros fuimos abandonados? —le respondió Shallem como una acusación.
»—Estás sacando las cosas de su justo lugar. Padeces una obsesión enfermiza. Me iré durante unos días. Pero estaos muy atentos. Este mes cumple siete años, la edad a la que mataste a Chretien. No creo que Eonar pueda soportar que viva más que su propio hijo. Ese condenado vengativo… Han estado muy tranquilos últimamente, y tengo un presentimiento. Avísame a la menor señal.
»De modo que Cannat se fue y nos dejó solos para que tratásemos de restaurar nuestra frágil tranquilidad doméstica.
»En cuanto él partió, Shallem fue en busca de Cyr. Volvió solo y descorazonado. Nuestro hijo no sólo se había negado a perdonarle, encima le había echado la culpa de que Cannat le hubiera dejado. Cuando yo fui a buscarle, ni siquiera le encontré. En aquella espesura infinita era como buscar una aguja en un pajar. Esperábamos que volviese al oscurecer, pero ¿por qué iba a hacerlo?, no había nada a lo que Cyr temiera. Al ver que no venía, Shallem salió de nuevo a por él. Lo trajo por la fuerza.
»Shallem empleó con él todo su celestial encanto. Pero esto no valía con Cyr. Mientras que a mí me cegaban sus ojos de ángel, él ni siquiera los advertía. No veía ningún ángel delante de él, sino sólo a su padre. Un ser que para él era tan normal y corriente como para usted pueda serlo el suyo. Y qué duro es descubrir los defectos de nuestros padres…
»Shallem se había inventado un discurso de débiles argumentos que le repetía una y otra vez sin cambiar una sola coma, y que había construido, básicamente, con las ideas que Cannat le había dado.
»Cyr le escuchaba, en silencio, y con las lágrimas rodando por sus mejillas. Después se levantaba y se alejaba de él sin siquiera una mirada, y Shallem se volvía a mí, con una conmovedora expresión de tormento.
»—Tú, en su lugar, acabarías cediendo, ¿no es verdad? —le decía yo.
»Él asentía y, acercándose al niño, volvía a expresarle lo mucho que le amaba.
»Cyr era duro y tozudo, pero, aunque parecía hacer oídos sordos a las súplicas de su padre, no era sino porque necesitaba saber si su amor sería lo suficientemente constante y verdadero como para resistir sus continuos desaires sin desfallecer en el intento de recuperar su cariño, por imposible que pareciese. Y la constancia e insistencia de Shallem resultaron satisfactoriamente insuperables. Le perseguía por cada rincón de la casa o de la selva repitiendo, una y otra vez, lo mucho que le quería y cuánto necesitaba su perdón. Si Cyr se subía a la copa de un árbol, él iba detrás. Si, imitando a los monos, descendía al suelo resbalando por una liana, con el fin de dejarle groseramente plantado, Shallem tomaba la misma liana y descendía también. Le despertaba por las noches y, sin la menor contemplación ante su sueño o amedrentamiento ante su hosquedad, iniciaba sus explicaciones hasta que advertía que el niño se había vuelto a dormir. El recuperar el amor de Cyr para él era un pensamiento obsesivo, constante, inacallable. Pero hubieron de pasar muchos días antes de que Cyr considerase que su padre había pagado lo suficiente.
»Pero, finalmente, lo consiguió, pues, como yo sabía, mi hijo estaba deseando sucumbir al amor de Shallem, sólo era cuestión de tiempo. Y a partir de entonces todo volvió a ser maravilloso.
»La vida en la selva era, de nuevo, la vida en el paraíso. Y no con un mísero Adán, sino con un verdadero y celestial Hijo de Dios.
»Ahora que Cannat no estaba, nos pasábamos el día los tres juntos. Shallem nos descubría los tesoros de la jungla tan orgulloso como si los hubiese creado él mismo. Estaba feliz, muy feliz. Aunque a veces le descubría mirando a su hijo con una expresión profunda e indescifrablemente pensativa.
»Una noche, dos semanas después de que Cyr se rindiera al cariño de su padre, me desperté inexplicablemente sobresaltada. Estaba amaneciendo, y de inmediato me di cuenta de que Cyr no dormía en la cama contigua. Miré por la habitación y allí no había nadie, salvo Shallem, que reposaba a mi lado. Le sacudí, presa de histeria, y le hice notar que el niño había desaparecido.
»—Tranquilízate —me pidió—. Todo está en calma.
»—Pero, Shallem, ¿y si ha sido lo bastante loco como para ir a la ciudad? Sé que va a ocurrir algo. Sé que Cannat tenía razón. ¡Lo sé! —afirmé nerviosamente.
»—Está bien. Vayamos a buscarle —concedió él.
»Aparecimos en una cualquiera de las calles, preguntándonos, con creciente inquietud, dónde podría estar. Anduvimos, llamándole a gritos, sin preocuparnos, en absoluto, de los vecinos, que, fascinados por nuestra inusitada presencia en sus calles, se asomaban incrédulos a las ventanas.
»—¡Las islas de flores! —exclamó Shallem súbitamente—. ¡Está allí! ¡Dios mío! ¡No puede ser! ¡Vamos!
»Me arrastró de la mano y atravesamos las calles a la carrera mientras yo no paraba de preguntarle, frenéticamente, qué era lo que sucedía.
»Pero no estábamos muy lejos de la Avenida de los Muertos, donde se encontraban las islas de flores flotantes, y, en seguida, divisé el horror con mis propios ojos.
»Al principio no quería creerlo. Pero, conforme la distancia se acortaba la evidencia de la realidad se cernía sobre mí como un gas deletéreo.
»Ambos estaban sentados sobre el contorno de piedra que rodeaba el estanque, con las manos llenas de flores acuáticas. Parecían entretenidos, jugando con ellas como dos viejos amigos. El niño, mi niño, tomaba una flor de las manos del joven de cabellos resplandecientes, de radiantes iris de tono indescriptible: de las manos de Eonar.
»Habían levantado la vista y nos estaban observando mientras nos aproximábamos. Dejamos de correr y anduvimos los últimos pasos tratando de dominar nuestros corazones. Nos detuvimos frente a ellos, en aparente silencio absoluto. Pero Shallem y Eonar hablaban alto y claro.
»—Cyr, ven conmigo —le dije yo.
»Y Eonar, mirándome, le pasó un brazo por encima del hombro para impedir que se moviera. Y, por primera vez en mi vida, escuché su voz.
»—No me esperabais, ¿verdad? —dijo simplemente.
»Para qué tratar de describirle lo indescriptible del timbre de su voz. Una voz viva, vibrante, armónica. Sólo su extrañísima entonación le delataba. Hablaba en francés, como todos nosotros, pero era como si él no lo hubiera escuchado o pronunciado antes jamás, y se estuviera limitando a recitar una frase aprendida mediante pronunciación figurada.
»Cyr quiso soltarse, pero Eonar se lo impidió suavemente.
»—¿Y dónde está tu siamés, que aún no ha venido? —le preguntó a Shallem.
»Y, en ese momento, Cannat, apareciendo sobre el agua del estanque por detrás de ellos, tomó vertiginosamente al niño en sus brazos y se separó unos metros de Eonar, corriendo con los pies falsamente apoyados en las flores flotantes.
»Eonar, sobresaltado, se levantó para volverse a averiguar lo sucedido.
»—Cannat —dijo, sin denotar sorpresa.
»Cannat salió del agua y yo me apresuré a recoger al niño.
»—Has tenido que venir tú mismo a cobrarte venganza —le espetó Cannat—. Claro…, todos tenemos hijos…, menos tú. Ninguno de los otros ha querido asesinar cobardemente al hijo de Shallem. Todos le quieren, pese a lo que, de algún modo, tú conseguiste que le hicieran. ¿Me contarás que arterías maquinaste para convencerles?
»—Hasta ahora sólo hay un hijo muerto —replicó Eonar—. Y es el mío.
»—Shallem tuvo un buen motivo para matarle. ¿Cuál tienes tú? El odio, únicamente, la venganza. Primero te la arrebató a ella, y luego le quitó la vida a ese digno hijo tuyo. Eso basta para ti, desde luego. ¿Fuiste tú quien le dictó su código a Hammurabi?
»La noticia de la llegada de los dioses se había divulgado entre los vecinos y un ruidoso y creciente corro de gente se estaba formando a prudente distancia.
»Cuando los dioses se quedaron en silencio y Eonar dirigió su mirada hacia los mortales, alguno de éstos debió pensar que resultaba oportuno aclamar a Kueb y a Oman, y, en cuanto empezó a hacerlo, fue rápidamente secundado por la muchedumbre.
»Eonar no se movió. La ilegible expresión de su semblante no se inmutó. Ni un ligero movimiento de una mano, ni un pequeño incremento en el ritmo de su respiración. Nada, excepto un simple, fugaz e indiferente vistazo, y las quinientas o mil inocentes personas que se habían congregado en torno a sus dioses estallaron en llamas.
»La escena fue peor que apocalíptica. La pobre gente gritaba y corría enloquecida. Se quitaban las ropas, se revolcaban por el suelo. Unos a otros trataban de apagarse desesperada e inútilmente. Era como si las llamas surgiesen de su interior. Los que corrían en nuestra dirección, con la intención de lanzarse al estanque, eran instantáneamente repelidos, salían volando, sus cráneos explotaban…