»¿Restos de fuego, olor a chamusquina, una nube en forma de hongo elevándose en el cielo? No. Nada.
»La ciudad estaba en absoluto silencio. Me di la vuelta y anduve hasta Shallem, que me esperaba al otro extremo de la callejuela.
»Sus pupilas se habían convertido en brasas incandescentes resplandeciendo en su semblante, dolorido, pero satisfecho.
»Me tendió de nuevo la mano y, esta vez, la acepté.
—Pero ¿no tenía miedo de él, del monstruo que era, de lo que acababa de hacer? —inquirió, espantado, el confesor.
—Puede que fuera un monstruo el que había matado a esos niños, pero era mi amante quien me tendía la mano. Es así de sencillo.
»Quizá yo fuese tan diabólica como Shallem. Es bastante probable que yo misma hubiese intentado matarles de no haberlo hecho él. Tal vez lo que sentía hacia él en aquellos instantes fuese gratitud por haber visto cumplido mi inexpresado deseo de venganza; amor, por haber compartido sus mismas emociones; admiración, por aquel nuevo prodigio que me había permitido conocer.
—No puedo creerlo —dijo el sacerdote sacudiendo la cabeza.
—¿No? Quizá el tiempo haya difuminado mis recuerdos. Es posible que, en el fondo, estuviera tan absolutamente espantada que no pudiese reaccionar sino dejándome conducir como un pelele hasta nuestra casa. ¿Es mejor así? ¿Le satisface más esta reacción?
El padre DiCaprio movió la cabeza, desconcertado, y no dijo nada.
—Me condena, ¿verdad? Por haber seguido a su lado tras presenciar los asesinatos. Pues más me condenará cuando sepa que no me importó en absoluto; que disfruté ante la imagen de aquellos hórridos fósiles; que les di de patadas insultándoles llena de rabia, tratando, vanamente, de fraccionarlos en mil pedazos como a una enorme figura de porcelana, hasta que Shallem me confesó la verdad: que nunca se romperían, que sus almas habían quedado atrapadas dentro de aquellas envolturas invulnerables, gimiendo y suplicando por toda la eternidad. Entonces mi venganza quedó satisfecha. El saberlos prisioneros en aquella cárcel eviterna fue mi único consuelo por la pérdida de Jean.
»Le parezco un ser detestable. ¿No es cierto?
—El deseo de venganza es un sentimiento humano —musitó el sacerdote, con la mirada vagamente fija en sus manos, que jugueteaban, nerviosamente, con el crucifijo.
Estaba aterrado. La idea de un ser capaz de encerrar las inmortales almas en las prisiones indestructibles de sus propios cuerpos era más de lo que podía soportar.
—¿También lo es el vivir amorosamente con un íncubo? Así es como lo llaman, ¿no? —La mujer aparentó esperar una respuesta que sabía no iba a llegar—. Le asusto —dijo—, ¿no es así?
—Supongo que… rebasa los límites de mí… No poseo una mente muy abierta —consiguió contestar el sacerdote.
—Jamás se me hubiera ocurrido dejarle. Le adoraba. Creía compartir con él la misma naturaleza. Era el único ser sobre la Tierra del que podía decirlo, por pretencioso que pueda resultar. Veo que no me mira con muy buenos ojos. Me encuentra soberbia, ¿verdad? Cree que miro por encima del hombro a toda la humanidad. Es posible que así sea. Más que posible. Recibí mucho daño de ella, y, de Shallem, sólo amor. ¿Por qué hubiera debido renunciar a él? ¿Me lo puede explicar?
El silencio en espera de una respuesta se hizo insoportable para el confesor. Quiso ponerle fin como fuera.
—No, no sabría —mintió. ¡Hubiera podido darle tantas respuestas! Pero se sentía completamente agobiado.
—¡Está mintiendo! —dijo ella, en voz baja pero rabiosa, al tiempo que golpeaba la mesa con su puño. Usted no entiende lo más mínimo el que haya podido convivir ni un solo día con el que usted, con su estrecha y obtusa mente, aún sigue llamando diablo. ¿Me equivoco? ¿Es que no me he explicado lo suficiente? ¿He sido demasiado sucinta?
—No, no… —intervino, tímidamente, el sacerdote.
—¡Es que no tengo tiempo para extenderme más! Debe esforzarse por comprenderme. Mi tiempo se acaba…
—Lo sé, lo sé. Y la comprendo. Créame, por favor. Tranquilícese.
La mujer recuperó la calma y su semblante de nuevo quedó pálido e indiferente.
»—Aquella noche nuestra casa parecía un velatorio —prosiguió—. La ausencia de Jean se hacía insoportable, el vacío, asfixiante. Era un tormento el pensar que jamás volvería a contemplarlos juntos jugando al ajedrez, sobre el mueblecito que Shallem había adquirido para ello; enseñándole a leer y a escribir con corrección, como un amantísimo padre; persiguiéndose por la casa como dos cachorros; que nunca más me recostaría con él sobre la cama, con su cabecita apoyada sobe mi pecho, mientras le contaba un cuento.
»Nuestra feliz existencia como padres de familia había concluido.
»Al día siguiente, un sol radiante y un cosquilleo en la nariz me despertaron. Shallem jugaba con una pluma sobre mi cara.
»Tenía en la mirada ese brillante color verdeazulado de los días dichosos. Apartó la pluma y me besó con celestial ternura.
»—Buon Giorno —musitó sonriendo.
»Al principio no comprendí. Su rostro me impedía ver el lugar donde nos encontrábamos, pero, cuando se apartó de mi campo de visión pude contemplar el desconocido baldaquino que cubría la cama, las extrañas telas que tapizaban las paredes, los refinados muebles que jamás había visto.
»—¿Dónde estamos? —le pregunté.
»—¿Dónde crees? —me devolvió la pregunta, descansando su cabeza sobre mi pecho.
»—¿Es que no estamos en París? —inquirí, ante la extraña decoración circundante.
»—¡París! ¡Nombre abominable! —exclamó—. Olvida París. Olvida todo lo que allí ocurrió. Ahora empieza una nueva vida, una nueva era. ¡Estamos en Florencia, amada mía!
»Nuevamente hube de contemplar con ojos de recién nacida el mundo que me rodeaba.
»Nunca había estado en Florencia, pero intuía, desde luego, que todo en ella debía ser diferente. Había leído las obras de Dante, Bocaccio y Petrarca y escuchado algunas noticias de boca de los nobles parisinos. Eso era todo. Pero, cuando salí a la calle, me di cuenta de que las diferencias no eran meramente debidas a un cambio de lugar.
»Allí había maravillas inimaginables de las que nunca había oído hablar. Las calles eran limpias, los edificios suntuosos, los mendigos escasos…
»Los caballeros caminaban erguidos envueltos en lujosos terciopelos multicolores, con sus graciosos gorritos emplumados y las espadas colgando del cinto como un adorno más. Sortijas en los dedos, el cabello y la barba repeinados; síntomas de elegancia. Aunque la moda no había cambiado excesivamente, el gallardo porte de los florentinos parecía más a propósito para lucir el exquisito refinamiento de su época. ¡Los italianos son tan hermosos!
La mujer quedó en silencio unos instantes mirando al confesor, y, al recordar su apellido, le preguntó:
—¿De dónde es usted, padre? ¿Dónde nació?
—En Springfield, Missouri —contestó él.
—De ascendencia italiana, sin duda. ¿Sus padres?
—Sí, ambos. Romanos.
—Maravilloso. ¿Y qué nombre de pila le pusieron?
—Christian.
—¡Christian! —exclamó. Y luego preguntó—: ¿Conoce Roma?
—No. Nunca he estado en Italia.
—Eso debería considerarse un pecado. Y, lo de hacerse sacerdote… No fue su primera vocación, ¿verdad?
—No —el confesor se azoró durante unos instantes y luego rió tímidamente—. Quería ser actor. Pero cuando se nace en Missouri no hay muchas oportunidades para ello.
—Quizá debió buscarlas con mayor énfasis, abrirse camino a través de las dificultades. Dicen que el éxito aguarda a quien cree en sí mismo. ¿Lo hacía usted? ¿Creía en sí mismo?
—Yo sí. Pero dudaba de que llegasen a creer los demás.
—Entonces no creía lo suficiente.
—No importa. Pronto fui llamado por Dios.
—¿Le llamó cuando aún pretendía ser actor o cuando ya había cejado en el intento?
—¿Qué importa eso?
—Lo define todo. Contésteme, por favor.
—Esta conversación no viene al caso.
—Ya había cejado. Debió intentarlo con mayor ahínco, ser más perseverante. Es muy guapo. Apuesto a que la mitad de Springfield era una colección de corazones rotos por su culpa. Pero su familia no disponía de dinero para enviarle al lugar adecuado con las suficientes comodidades y usted no estaba dispuesto a llegar a Los Ángeles con doscientos dólares en el bolsillo, a vender hamburguesas y a hacer todo tipo de trabajos desagradables para, por las noches, compartir el dormitorio con seis colegas en su misma situación. Y ahora se arrepiente.
—Es usted quien debe arrepentirse, ¿recuerda?
—No se irrite, padre. Sólo quería comprobar que estoy hablando con un ser humano y no con un muñeco de cartón–piedra.
La mujer se quedó mirándole fijamente con su enigmática sonrisa hasta que él desvió la vista, avergonzado.
—Como le iba diciendo —continuó ella—, todo en nuestro rededor me resultaba tan absolutamente desconocido que enseguida me di cuenta de que no únicamente habíamos cubierto una distancia en el espacio, sino también en el tiempo.
»Con mucha prudencia y apuro conseguí enterarme de la fecha exacta: 1520.
—¡1520! —exclamó el confesor—. Habían transcurrido… ¿Setenta y nueve años más?
—Exacto. Setenta y nueve años desde la muerte de Jean. Trescientos veintitrés años desde el día de mi nacimiento.
»Pero yo, por supuesto, estaba en el apogeo de mi juventud. ¿Cuántos años tendría? Déjeme pensar… La verdad es que ya entonces había perdido la cuenta exacta de mi edad, pero debían ser unos… veinticuatro años. ¡Y qué hermosos lucían en mí, ataviada con los ricos ropajes florentinos, con la cascada de mi cabello rubio, que siempre me resistí a sujetar en complicados moños, cubierto por una redecilla adornada con perlas, desparramándose sobre el terciopelo negro de mi bernia, y enmarcando mis facciones de porcelana, mientras mis ojos resplandecían ante la contemplación de tanta belleza!
»¡Qué pareja hacíamos! ¡Cómo se volvía la gente, hombres y mujeres, para admirar a aquellos jóvenes, vivientes cánones de belleza clásica! Apolo y Dafne. Eso éramos.
—¡Caramba! No es usted muy modesta —comentó el sacerdote.
La mujer sonrió.
—A veces la modestia y la mentira van hermanadas. Y yo no quiero mentir…
»Shallem tenía razón. Era una nueva vida la que, una vez más, comenzaba para nosotros. Y el escenario, infinitamente más agradable que cualquiera de los anteriores.
»Nos hospedamos en una casa alquilada entre el Duomo y el Arno. Como antes el Sena, el Arno conoció nuestras interminables y elocuentes miradas, nuestros besos de amantes lujuriosos navegando bajo los hermosos arcos de sus puentes.
»A veces, cuando, esforzadamente, separábamos nuestros labios para respirar y abríamos los ojos, nos encontrábamos flotando a la deriva lejos del perímetro amurallado de la ciudad, en pleno campo ya. Pero la soledad y la magnificencia de la negra bóveda celeste salpicada de brillantes lentejuelas plateadas no hacían sino incrementar nuestra pasión.
»El Arno resultó ser un río aún más romántico que el Sena, y sus aguas, mucho más cálidas, bañaron nuestros cuerpos, desnudos a la luz de la Luna, en innumerables ocasiones.
»Pese a que mi felicidad era completa y que, a mi parecer, los intentos redentorios de Shallem habían concluido, se empecinó en visitar, unas veces de día, otras de noche, todas las iglesias de la ciudad. ¡Y había tantas que uno podía pasar el día entero sin hacer otra cosa que entrar y salir de ellas!
»—¿Cómo pude ser tan estúpido? —me susurraba su cálida voz, con la tenues llamitas del Duomo escintilando en sus húmedas pupilas—. Todo eso acabó —insistía una y otra vez—. ¡Forjar tan locas esperanzas! ¡Alentar semejante ilusión tras miles de años suplicando en vano! ¿Por qué iba Él siquiera a dirigir su mirada hacia nosotros, después de lo que hicimos?
»Y cuanto más intenso y falsamente convincente se tornaba su discurso, más evidente se me hacía que cuanto decían sus labios, trémulos e irritados, era inmediata y ardorosamente refutado por su alma, y que no era sino una constante porfía la que mantenía consigo mismo, una perpetua disputa entre su insatisfecho deseo de Dios y el aparente odio al que el dolor provocado por Su desdén le abocaba irremediablemente.
»Y mil veces insistí con mi infatigable pregunta:
»—¿Pero qué pudiste hacer tú, Shallem, ángel mío, que Nuestro Padre Misericordioso no pueda perdonarte?
»Y él retiraba su mirada, alarmado, como si temiera que el horrible recuerdo de sus actos pasados se reflejara en sus ojos.
»—Cosas horribles —se limitaba a decirme, cuando contestaba algo—. ¿No te basta con lo que viste en París?
»Y entonces, para distraer mi atención de aquel comprometido tema, me hablaba, sucintamente, de las extrañas relaciones que mantenían él y su hermano Cannat, a quien parecía adorar, con el resto de los ángeles caídos, a quienes él se refería con eufemismos delicadamente atenuantes como: “el resto de los ángeles que estamos en la Tierra”, “los proscritos”, o “a quienes nos exilió”, “repudió”, o, incluso, “abandonó”.
»Bien es cierto que daba gusto cobijarse entre los gruesos muros de la catedral cuando el calor apretaba; admirar la belleza de sus mármoles y frescos, la perfección de sus esculturas, la riqueza de su decoración. Pero las largas esperas a que Shallem me sometía mientras se ausentaba del mundo terrenal, acababan por producirme bostezos incontrolados y una exasperada e indisimulada irritación.
»Pero Shallem se disculpaba a su regreso explicándome que aquel era un buen observatorio para explorar nuestro entorno, que resultaba imprescindible que controlase los movimientos de aquellos espíritus a quienes Eonar había enviado a atacarnos en Egipto y que aguardaban calladamente una nueva oportunidad, y que debíamos cercioramos de que no estábamos amenazados.
»Shallem reconocía los espacios fuera de nuestro espacio, allá donde el tiempo no existe porque no hay movimiento, decadencia ni muerte, sino sólo la vida sobrenatural de los ángeles inmutables y eternos.
—¿Y qué sabe de esos espíritus dañinos? —preguntó el sacerdote—. ¿No la explicó algo acerca de ellos?
—Sí —afirmó la mujer, ayudándose con un resuelto movimiento—. Pero no sé si…
—¡Oh, por favor! ¡Se lo ruego! —suplicó encarecidamente el padre DiCaprio.
—Está bien. Mi relato no quedaría comprensible sin ello. Esos prosélitos de Eonar no eran más que espíritus humanos como el suyo y el mío. No necesaria o particularmente perversos en vida mortal. Espíritus que, tras la muerte de su carne y no habiendo alcanzado la Gloria de Dios, no tenían otra opción que la de regresar a la Tierra en un nuevo cuerpo. Pero el terror que a muchos de ellos les causaba esta idea les impulsaba a negarse a hacerlo. En este caso, son los ángeles del Cielo los que intervienen, los que tienen el poder de forzar a los espíritus humanos a tomar un nuevo cuerpo. Y, en algunas ocasiones, es aquí cuando Eonar o alguno de los otros entra en escena, protegiendo, maliciosamente, a esos espíritus del poder de sus hermanos del Cielo, impidiéndoles que cumplan su misión. Estos ángeles rebeldes rara vez exigen algo al espíritu a cambio de este favor. El placer de sustraerlo al poder de sus traidores hermanos, la reafirmación de su rebeldía, el saber que lo entregan al horror del eterno extravío en un estado innatural y agónico, es suficiente para ellos. Pero muchos de estos espíritus, perdidos en la infinita soledad del perpetuo vacío, buscan la compañía de estos ángeles que no atienden sino a sus propios fines; desean su tutela, su guía, no importa a dónde les dirijan. Si piensa un poco, verá que no es necesario estar muerto para seguir este comportamiento.