»—Es que… —dubité—. Estoy desnuda.
»Mi pudor era en parte fingido, porque estaba orgullosa de mi belleza y deseando que él la apreciara. Además, tiempo había tenido de contemplarme mientras dormía.
»Me tendió la mano, de la misma forma en que lo había hecho tiempo antes en el puerto de Marsella, y el recuerdo de aquella mano que no pude alcanzar me hizo salir en su busca sin un segundo de duda. Caminé deprisa hacia él y tomé su mano entre las mías arrebatada por un éxtasis místico. Parecíamos Adán y Eva descubriéndose por primera vez en aquel diminuto paraíso en el centro de un universo estéril.
»—Salvaste mi vida —dije yo, rompiendo el perturbador silencio.
»—¿Tú crees? —me contestó, y su pregunta no me dejó más perpleja que el tono de su voz y el fugaz e irónico gesto que trazó en su semblante.
»—Desde luego —afirmé sin vacilar—. Me seguiste desde Marsella, ¿no es cierto? No podías estar en el mercado por casualidad.
»El sol incidía en sus pupilas que lo reflejaban convertido en fúlgidas estrellas azules. Las gotitas de agua resbalaban desde los húmedos cabellos a través de sus delicadas facciones. Parpadeó al sentirlas penetrar en sus ojos y dirigió estos luego a las aguas que, instantáneamente, reflejaron en ellos su triste tono verdusco. Después, levantó su mano libre y se secó con ella la frente y las húmedas cejas.
»—Es cierto —me susurró, como trastornado ante la confesión de un secreto inadmisible—. Vine a por ti.
»Hubiera debido alegrarme al escuchar aquella frase que tanto ansiaba oír, pero su actitud me tenía desconcertada. Aunque me permitía estrechar su mano entre las mías, no mostraba calidez alguna. Más bien parecía molesto, disgustado por mi presencia.
»—¿Dónde estamos? —le pregunté—. ¿Qué lugar es éste? —y señalé al edificio en el que había despertado.
»—Eso es un antiguo templo —me dijo—, y éste un islote cualquiera en el Nilo; lejos, muy lejos de Alejandría. Estás totalmente a salvo de los hombres.
»—Lo sé —le respondí de inmediato, sin darme cuenta exacta del alcance de sus palabras.
»Hizo un suave pero seguro movimiento que me obligó a liberar su mano.
»—¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? —le pregunté.
»Me miró como si le hubiese formulado una pregunta inesperada.
»—Shallem —contestó tras unos instantes—. Me llamo Shallem.
»—¡Qué precioso! —exclamé, pues cualquier nombre aplicado a él me hubiera parecido el más hermoso.
»No se inmutó. Sentí que los rayos de sol escocían mi piel y que el sudor resbalaba por todo mi cuerpo. Quería oír mil respuestas de sus labios, pero ya era plenamente consciente de que él no estaba dispuesto a darlas.
»—Quisiera bañarme —afirmé, ansiando acabar con la incomodidad que su actitud y nuestra desnudez me provocaban—. Borrar las huellas de sus dedos sobre mi piel, eliminar el rastro del perfume.
»—Hazlo —me respondió.
»Me metí en el agua con cuidado y me restregué el cuerpo con las manos. Luego, ya sumergida hasta la cabeza, me volví hacia él y le mire.
»—Tú eres un sueño, ¿verdad? Tú no eres real, como tampoco lo es este lugar —le dije—. Nada de lo que haces es normal, tu actitud no es normal. Este lugar es imposible y tú eres un desvarío de mi mente, una fantasía perfecta. Porque tú no eres humano, eso lo sé desde el día en que te vi por primera vez. ¿Qué ha pasado? ¿No he resistido más y me he muerto sin darme cuenta? Entonces, tú eres mi ángel, mi ángel guardián. Ven conmigo al agua, mi ángel, antes de que despierte de mi ensueño.
»No sé por qué dije aquellas cosas. Supongo que la presión había sido tan grande que estaba a punto de perder la razón. Porque, realmente, me hallaba inmersa en una extraña borrachera, como si de veras hubiese bebido y ningún mecanismo inhibidor quedase despierto para reprimirme de decir cuanto pasaba por mi mente. Nunca tuve un sentido muy estable de la realidad. Cualquier imprevisto era capaz de descentrarme, de aturdirme.
»—No estás muerta, Juliette, ni estás soñando —me respondió—. Sal del agua.
»Le obedecí automáticamente.
»—No te he dicho mi nombre —le dije, nuevamente perpleja—. Deseaba que tú me lo preguntaras. ¿Cómo lo sabes?
»Bajó su mirada hacia mi pecho de forma ausente, pensativa. Me pareció que mi cabeza comenzaba a temblar y que algo espantoso me oprimía en la base de la nuca.
»—Tú te has dado la respuesta —me contestó.
»—Yo aún no estoy loca —le dije—. Tú eres real —miré hacia abajo, hacia su evidente y masculino sexo, intentando tranquilizarme—. Los ángeles no tienen sexo, sino alas.
»—Vamos dentro —me pidió—. He de enseñarte algo.
»Echó a andar deprisa hacia el interior del templo y yo corrí tras él y le cogí de la mano para sentir de nuevo su contacto electrizante, lo que no trató de impedir.
»—Túmbate —me pidió cuando llegamos a la nave.
»Le miré asombrada, suponiendo que deseaba hacerme el amor en aquel suelo inmundo y polvoriento. Me sentí desolada, no porque no desease la intimidad con él, sino por el modo frío y traumático en que todo estaba sucediendo.
»Le obedecí, entre deseosa y resignada. Me tumbé y esperé sentir su cálida piel rozando la mía, estremeciéndola. Pero él no se echó sobre mí como yo esperaba, sino que se hizo a un lado y se arrodilló junto a mi cabeza.
»—Ahora —me dijo quedamente—, voy a llevarte a un lugar. Sólo tienes que cerrar los ojos. Hazlo, cierra tus ojos.
»Hice lo que me pedía. Noté que algo en mi cerebro se adormecía rápidamente, que mi conciencia se perdía. Entonces sentí una sensación indescriptible, maravillosa; un vértigo fugaz a través del universo que me trasladó a otro mundo en menos de una centésima de segundo. No hubo túneles, ni luces a su final. Sólo estuve allí. Súbitamente.
»Me di la vuelta, aterrada por mí hazaña, y vi que Shallem estaba a mi lado. Me sentí aliviada. No me importaba estar en el infierno si estaba con él. Pero ¿adónde habíamos ido? Parecía un hermoso lugar de la Tierra, en realidad. Un espacio cerrado por la exuberante vegetación. Una pequeña cascada dejaba caer sus aguas eternas sobre un riachuelo cristalino que corría sobre su lecho pedregoso iluminado por una luz radiante.
»Con una comprensión metafísica supe que había abandonado mi cuerpo y que éste yacía en indefensa soledad en un templo perdido en algún punto del Nilo. Pero no me importó demasiado. No. No me importó en absoluto. Fue sólo un pensamiento fugaz. Un conocimiento de los muchos que aprehendí con sobrenatural clarividencia tan pronto me encontré libre de ataduras carnales. Yo era yo, pero no era carne, sino algo así como una réplica inmaterial de mi cuerpo. Quizá no mi más pura esencia, mí espíritu, sino algo de lo que éste formaba parte. Como el Ka en que los antiguos egipcios creían. Ellos pensaban que el ser humano se compone de cuatro elementos: el cuerpo; el ka, un doble intangible del cuerpo; el ba, comparable al alma; y el khu, la chispa de la llama divina.
»Sin embargo, Shallem no era intangible. Me había abrazado a él sin ninguna dificultad y podía sentir los enérgicos latidos de su corazón bajo mi oído. Noté cómo intentaba separarme de sí, cómo sus manos me cogían por los hombros y me hacían girar hacia una visión maravillosa, para luego alejarse de mí sin que ya apenas me diera cuenta de ello.
»Entonces fui testigo del mayor prodigio que yo hubiera presenciado hasta aquel día: un ángel inenarrablemente hermoso apareció ante mí, levitando a unos centímetros del suelo, rodeado de un halo de oro resplandeciente.
»Supe con certeza, en aquel mismo instante, que él era uno de ellos, pues su aspecto era idéntico al de los ángeles que yo había visto en las iglesias y en las pinturas de los libros, con su media melena dorada y sus níveas alas emplumadas, y, sin embargo, sin que nada pareciese justificarlo, me sentí invadida por el terror.
»Se posó en el suelo, junto a mí, agitando levemente las exquisitas alas con la sola intención de fascinarme. Y, luego, lentamente, el aura que lo iluminaba comenzó a desvanecerse toda ella.
»Yo lo contemplaba como en un trance, absorta e hipnotizada. Todos sus gestos eran suaves y delicados, sus ademanes gráciles y elegantes. Despacio, plegó las alas sobre su espalda y la etérea esencia que las conformaba se desvaneció. Quedó así desnudo de adornos divinos, con sus indescriptibles ojos clavados en los míos, mientras levantaba su diestra sobre mí, tal como un dios dispuesto a bendecirme.
»Quise huir, espantada por su presencia, pero era incapaz de ejecutar el menor movimiento. Él me miraba con intriga y curiosidad, como si pudiese profundizar en mi interior a través de mis ojos.
»Luego, viendo que aproximaba su rostro al mío, incrementé mi esfuerzo por escapar, pero él me rodeó con sus brazos, sujetándome con firmeza. Percibí entonces su calor y su fragancia mientras me estrechaba contra sí y sus labios se acercaban a los míos. Grité:
»—Shallem.
»Traté, angustiada, de huir de él, pero, con estupor, me di cuenta de que no había materia que pudiese ser rechazada. Sus intangibles manos evitaban mi caída sosteniéndome por la cintura. Podía verlas, podía sentirlas, pero no podía tocarlas.
»La sangre se agolpó en mi cerebro y, aterrada, volví a llamar:
»—¡Shallem!
»Enloquecidamente, intenté palpar aquellos brazos que me circundaban, que me sostenían, pero no estaban constituidos de materia más sólida que la luz que lo había iluminado. Era incorpóreo, inaprehensible, etéreo.
»Estaba completamente horrorizada; mi cerebro bullendo atiborrado de preguntas que no podía responder.
»Extendí mi mano hacia atrás, demandando, inequívocamente, el socorro de Shallem, llamándole a gritos incapaz de volver la cabeza, de apartar mi mirada de aquella criatura cuyo contacto me sumergía en el más profundo terror.
»—Shallem. Shallem. —Sollocé desmayada de horror y agitando desesperadamente mi mano en busca de la suya—. ¡Suéltame, por favor, suéltame! —suplicaba.
»Pero él no parecía dispuesto a cumplir mi deseo, y todo cuanto yo podía hacer por defenderme consistía en golpear el aire con cada intento de apartarlo de mí. Vi que de nuevo acercaba sus labios a los míos y me debatí vanamente entre sus brazos sin dejar de gritar un nombre.
»—¡Shallem! ¡Shallem!
»El ángel levantó su inexpresiva mirada hacia Shallem, separándose unos centímetros de mi rostro y luego la devolvió a mí. Volví a luchar por retirarme de él, aunque sabía que nada podía hacer por mí misma.
—¡Shallem! —grité incansablemente—. ¡Shallem!
»Al fin, sentí los fuertes brazos de Shallem atrapando mi cintura y mi pecho y liberándome mediante una violenta sacudida. La criatura había quedado a unos metros de mí, y, durante un fugaz instante, vi la sorpresa reflejada en su rostro, que se transmutó, inmediatamente, en el de una muda e inexpresiva figura de cera.
»Mientras Shallem me abrazaba protectoramente contra su pecho, sentí sus miradas agresivamente clavadas la una en la otra. Puse mis manos sobre las suyas y me apreté a él cuanto pude, cerrando mis llorosos ojos llena de pavor y deseando desaparecer de allí, de aquella presencia y lugar abominables.
»Ninguno de los dos decía una sola palabra, pero yo comprendía que se hablaban de forma inexplicable.
»—Se acabó —dijo Shallem—. Para siempre.
»El ser le contempló inmutablemente y, ladeando levemente su cabeza, me miró con ojos hipnóticos al tiempo que extendía hacia mí su mano, exhortándome con arrogancia a reunirme con él. No me moví. No había embrujo capaz de alejarme de los brazos de Shallem, que me retenían ahora con más fuerza, permitiéndome sentir una deliciosa oleada de calor emanando de él que me envolvía sensual y protectoramente. Cerré los ojos y recliné mí cabeza contra su pecho. Permanecía sumida en una especie de anulamiento, sintiendo que mis fuerzas me abandonaban, y conservando tan solo el mínimo de conciencia indispensable para darme cuenta de que aún estaba viva.
»—Te quiero —murmuré aturdidamente—. Sácame de aquí, ángel mío. Llévame contigo.
»Fue un vértigo lo que sentí entonces. Una caída libre sobre un cuerpo que me atraía con más poderosa gravedad que la propia Tierra. No fue una dulce posesión la que realicé, sino un violento choque, un golpe seco y una expansión inmediata a cada una de sus células. Desperté sobrecogida, tragando aire por la boca, como si un súbito peso sobre el pecho me acabase de vaciar los pulmones.
»Estábamos de nuevo en el interior del templo. Me había incorporado y cruzaba los brazos sobre el pecho como si temiera sufrir un ataque de nervios. Mis pies estaban helados, y también mis manos, a pesar de que sentía el húmedo sudor corriendo por todo el cuerpo.
»—Tengo miedo —musité—. Tengo miedo.
»Y me encogí sobre mí misma al borde de la locura, llorando y balanceándome como si buscase recuperar el delicado equilibrio de mi cerebro.
»Notaba su mirada fija en mí, indecisa. De pronto dejé de moverme. Advertí algo extraño en mi corazón, una arritmia o algo así, que me desconcertó. Él se puso a mi lado, acuclillado, y me retiró el cabello de la cara pasándolo por detrás de la oreja. El primer gesto afectivo que me dirigía. Mi corazón saltó de alegría. Cuando volví mi mirada hacia él, apenas pude reconocerlo en los dulcísimos ojos, que, melancólicos e implorantes, sentí hundirse hasta el fondo de mi corazón. Jamás en mi vida había visto una expresión más deliciosamente tierna. Todo rastro de adusta severidad había muerto. Parecía perdido, irresoluto.
»—Explícame —le pedí jadeante—. Tienes que decírmelo. Quién eres tú, quién era él.
»—Tú sabes quiénes somos —me respondió suavemente—. Somos ángeles.
»Le miré con los ojos desorbitados mientras mi corazón palpitaba con tal potencia que apenas podía entender sus palabras.
»—Vi sus alas —musité, no para él, sino para mí misma, como si fuera un íntimo pensamiento—. Sus alas blancas y su luz inmensa, como un fuego poderoso, mucho más impresionante que en las pinturas. Tú no eres un ángel. ¿Dónde están tus alas?
»—Lo que viste no es real —me respondió con suavidad—. Él no tiene alas realmente. Tú esperabas verlas. Eran importantes para que creyeras, para fascinarte. Por eso te produjo esa ilusión. Quería dominarte, seducirte. Sus alas desaparecieron, ¿recuerdas?, y también su luz. Ésa es su auténtica imagen.
»Hizo un breve silencio para estudiar mi enloquecida, ausente, expresión.
»—Sólo los pájaros tienen alas —añadió, sonriendo débilmente.