»Etiénne de Cloyes no había llegado todavía. Pero sí había muchos jóvenes que, al igual que nosotros, habían acudido a esperarle directamente a Marsella. Se les veía tan agotados como a nosotros, tumbados en cualquier rincón de la calle dormitando, a veces en grupos numerosos. Geniez no tardó en acercarse a uno de ellos, formado por cinco o seis muchachos, muy jóvenes y desastrados, que charlaban animadamente sentados en el muelle. Era muy sociable. Yo no, en absoluto, y no tenía ninguna gana de entablar conversación con ninguna de aquellas pandillas de locos. No tenía nada que decirles.
»Me quedé a prudente distancia, simulando interesarme por las baratijas de un puesto callejero, para evitar que me importunasen.
»La brisa marina resultaba un alivio delicioso. Paseé por el puerto, sin rumbo fijo, observando la azul inmensidad que se rompía en blancas espumas al chocar suavemente contra el malecón. Varios puestecillos vendían chucherías adecuadas para los niños, y también algunas baratijas y alimentos sencillos. Me moría de hambre. No comía nada desde el día anterior, pero no tenía una sola moneda. Pasé por delante de los puestos con la mirada vidriosa y anhelante y las piernas temblorosas.
»El puerto estaba lleno de gente. Una multitud de curiosos de todas las edades en espera del gran acontecimiento. Su llegada se esperaba para el día siguiente, oí decir a uno. Todo acabaría al día siguiente, pensé yo. Desde lejos escuché la voz de Geniez que me llamaba a gritos. No hice el menor caso y seguí caminando, absorta y mareada, sintiendo cómo mi cuerpo se abría paso entre la muchedumbre que avanzaba en sentido contrario, golpeándome en su brusca marcha, como si tuviera la urgencia de llegar a alguna parte. Pero, al propio tiempo, sentía como si ellos mismos me empujaran a algún lugar opuesto a su destino. Sólo tenía que dejarme llevar para no seguir su camino. Deacon caminaba pegado a mí, atemorizado por el gentío. Me desvié hacia el menos concurrido malecón para evitar que pudieran hacerle daño. Allí me senté, embaída, a disfrutar del silencio y la soledad, a meditar.
»Desde que era una niña, siempre había tenido el doloroso conocimiento de la soledad en que mis diferencias me recluían. Siempre fui demasiado inteligente, demasiado pensativa, y, ahora, además, demasiado bella. Nada de eso me granjeaba unas amistades que, por otra parte, tampoco buscaba. La gente me parecía falsa y ruin, mediocre e ignorante, zafia y egoísta. No entendía las guerras, la incapacidad para la convivencia, la imposición de los principios, el sometimiento de los unos a los otros, la obediencia ciega, la esclavitud, la pobreza, las envidias, los odios, los crímenes… Nunca tuve un afecto excesivo por mi propia especie, excluyendo a mi más íntima familia y a los Saint–Ange. Ahora mi soledad era algo más que moral. Geniez era el único ser humano que aún me quedaba, y necesitaba aferrarme a él para soportar la existencia.
»El vacío de mi estómago me provocaba unas sensaciones internas que nunca antes había experimentado: ruidos, ardores, malestar, flojera… Estaba mareada, casi ida, como víctima de una embriaguez que me hubiese privado de las emociones. Nada tenía importancia; ni el hoy, ni el mañana. Ni siquiera el hambre que padecía me urgía a actuar o a pensar. El malecón me pareció un bonito lugar para sepultarse y morir. Pero morir no es tan fácil, por más pura y constante que sea el ansia. Y yo no iba a morir. Lo sabía, y esa certidumbre me llenaba de angustia.
»Súbitamente, reparé en que Deacon no estaba a mi lado, que hacía bastante rato, de hecho, que no le veía. En mí estado de nervios me sentí aterrada. Me levanté precipitadamente y miré por todas partes llamándole a voces. Enseguida vi que corría hacia mí agitando su largo rabo. Suspiré aliviada y sentí las lágrimas nublando mi vista. Cuando llegó a mi lado me abracé a él. Parecía muy feliz. Entonces, levanté la vista hacia el extremo del malecón, el lugar del que Deacon venía.
»Fue entonces cuando le vi por primera vez.
»Me quedé paralizada, muda de asombro y fascinación. Su imagen invadió mi mente expulsando todo otro pensamiento. El mundo entero había desaparecido. No había miserias, orfandad, dolor. No estaba sola. Ya no.
»Tenía su mirada fija en mí. Desde la lejanía, vi sus hermosos cabellos oscuros, largos hasta un poco por debajo del hombro, agitándose levemente movidos por la suave y húmeda brisa; sus facciones, masculinas y delicadas. Era alto, muy alto en comparación con los hombres de la época, y vestía ropas de caballero, pero sencillas: una camisa blanca de tela fina, cubierta por un amplio y largo fustán que caía por encima de los calzones con perfiladuras de seda verde que cubrían sus rodillas y de las mallas de hilo gris que se ajustaban a sus perfectas pantorrillas. Pero no fue su apostura la que instantáneamente me cautivó tras el súbito impacto de su visión. Fue algo diferente. Algo profundo, abstracto, metafísico. Una lectura espiritual que, de alguna forma, comprendí de inmediato.
»Ambos permanecíamos inmóviles, uno frente al otro. Podía ver claramente su extraña expresión. Adusta, circunspecta, pero, a la vez, hondamente dolorida. Como si sufriera un continuo enfado consigo mismo del que no pudiera escapar. Sentí una profunda tristeza. Ansié acercarme a él, decirle que le conocía, que le amaba, que le necesitaba. Pero aquellos fueron mis últimos pensamientos antes de, rendida de hambre y agotamiento, caer desmayada bajo el sol ardiente del Mediterráneo.
»Cuando desperté, no estaba en el puerto, sino en una cama cálida y confortable como no disfrutara en muchos días. La imagen de la criatura maravillosa volvió a mi cerebro no bien recuperé la consciencia, incluso antes de abrir los ojos. ¿Dónde estaría? ¿Me habría llevado él a aquel lugar?, me preguntaba, con el corazón palpitante de emoción. Oí el sonido de una silla que se movía junto a mí, arrastrándose pesadamente por el suelo de madera. Aún me encontraba mareada y exhausta; la cabeza se me iba al tratar de moverla, incluso muy ligeramente. De pronto, sentí un paño húmedo y frío sobre mi frente y abrí los ojos inmediatamente. Unos cabellos morenos habían resbalado sobre mi cara impidiéndome la visión. Me defendí de ellos nerviosamente, y, su propietaria, que colocaba el paño sobre mi frente, se retiró en seguida.
»Se trataba de Celine, una jovencita que formaba parte del grupo con el que Geniez había trabado amistad. Me explicó que nos encontrábamos en una posada y que mi acompañante estaba abajo, comiendo con sus hermanos.
»Inmediatamente la pregunté si había visto a mi caballero, pero ella, que se sorprendió ante mi descripción y pareció pensar que el sol me había afectado demasiado, simplemente sacudió la cabeza en señal de negación.
»Segundos después la puerta se abrió y Geniez apareció con una bandeja en la que llevaba sopa, pan y un filete de pescado para mí, acompañado por los tres jóvenes hermanos de Celine.
»Me sentí mucho mejor un par de horas después de haber comido y deseé salir en su busca. Me moría de ganas de volverlo a ver. Era como si todo hubiera cambiado de repente. Merecía la pena seguir viviendo por la esperanza de llegar a conocerle. Aunque, en mis más íntimas fantasías, no me limitaba a tan poco.
»Dejé a Geniez repasando, entusiasmado, los hechos, protagonistas y lugares de cada cruzada con Celine y sus hermanos, y me aventuré por las calles de Marsella.
»Escruté el puerto de punta a punta, penetré en tiendas y tabernas, pero, cuando la noche cayó, tuve que regresar a la posada, apagada y decepcionada, sin haber encontrado rastro de él. Quizá había tomado alguno de los barcos que yo había visto zarpar aquella tarde. Posiblemente era un rico comerciante veneciano, o un príncipe, tal vez…
»Aquella noche dormí con Celine. Me enteré de que ella y sus hermanos procedían de noble cuna y habían partido a la cruzada con el pleno consentimiento de sus padres. Creían a pies juntillas que Étienne era el nuevo Moisés y que les guiaría en una memorable e histórica aventura a través de las tierras secas del Mediterráneo.
»Al mediodía siguiente, Etiénne de Cloyes penetró en Marsella a la cabeza de unos quince o veinte mil seguidores infantiles, casi todos ellos con un penosísimo aspecto. El resto hasta los treinta mil que se habían llegado a reunir en Vendóme, no había resistido el largo camino bajo los rigores de aquel tórrido verano. El hambre, la sed, el agotamiento, habían hecho que muchos de ellos desistieran a mitad de camino y regresaran. Qué inteligentes y afortunados.
»Marsella recibió alborozada a los jovencísimos cruzados que habían conseguido llegar hasta ella. Eran una masa heterogénea con un único punto en común: la edad. Muchos no sobrepasaban los diez años, dieciocho los mayores, aunque el número de estos no era muy alto. Unos eran de noble cuna, otros hijos de comerciantes, abogados o médicos, otros, simplemente campesinos. Muchos de ellos contaban con la bendición de sus familias para acometer tan alta empresa, pero los que no habían tenido la fortuna de conseguirla tan fácilmente, habían optado por escaparse sin más. Los mayores esperaban la gloria; los más pequeños, la aventura. Los hijos de los nobles iban a la cabeza de la marcha a lomos de sus caballos, portadores de la insignia de la cruzada: la oriflama. Joviales, orgullosos y ataviados para la ocasión, flanqueaban el indignantemente suntuoso carruaje desde el que Etiénne saludaba a los eufóricos marselleses como un experto caudillo de doce años de edad. Su gravedad, la exagerada majestad de que se había imbuido, como un Cesar regresando victorioso tras la campaña, despertaban no pocas risas y comentarios.
»Mientras apreciaba el espectáculo en toda su histórica valía, asomada al balcón de nuestra habitación de la posada, no cesaba de otear entre las cabezas en busca de aquella que, ni por un segundo, dejaba de ocupar el centro de mis pensamientos. Alcanzaba a ver casi todo el puerto desde tan arriba. Si él estuviera allí habría de verle, sin duda, con su apostura destacando por encima del populacho. Pero mi búsqueda parecía infructuosa.
»No dejé que la desazón me invadiera y seguí curioseando entre los niños y niñas que invadían alegremente el puerto, a pesar del evidente agotamiento que sufrían. La actividad había parado en la ciudad. Comerciantes, visitantes, gentes piadosas o meros curiosos, venidos, expresamente, a presenciar el gran acontecimiento desde pueblos de los alrededores o desde ciudades lejanas, multitud de sacerdotes y enviados de Roma, muchachos escapados de sus casas en el último instante y llegados de cualquier punto de Francia, se congregaban en el puerto animando y vitoreando a los cruzados. Les obsequiaban con pan, queso, cecina, mojama y agua, que eran rápidamente repartidos y consumidos.
»Etiénne de Cloyes poseía la oratoria de un Cicerón. No era extraño que hubiese logrado encandilar a tantos niños, y adultos, en sus arengas a través del país. Cuando el carruaje se detuvo, aproximadamente en la parte central del puerto, tuve ocasión de comprobarlo. Se puso de pie, sin apearse de él, y, con la tranquila seguridad de un general veterano, agradeció, con toda la potencia de su ya poderosa y profunda voz, la cálida acogida dispensada y la fe puesta en él, que, prometió, pronto se vería recompensada. Los aplausos y ovaciones ahogaban sus palabras. Entonces, él callaba, hasta que un nuevo y respetuoso silencio se imponía. Ignoro si estaba loco, si había sido engañado por un astuto burlador sin escrúpulos, o si el Cielo se olvidó de su promesa o simplemente, quiso reírse de él y de todos nosotros. Pero Etiénne creía firmemente. No había un atisbo de duda en su mirada ni falta de convicción en su persuasivo discurso. El milagro estaba a punto de suceder, decía, que todos se preparasen para el largo camino. La palabra de Dios sería su arma y su escudo. ¿Los alimentos? Tranquilos, Dios proveerá a lo largo del camino.
»Cuando Etiénne descendió del carruaje, el silencio y la expectación se hicieron impresionantes.
»Etiénne debía haber pensado que un cayado seria un elemento vital en una escena tan bíblica como la que habría de interpretar, pues se había hecho con uno, de un tamaño casi superior al suyo, que apoyaba violentamente en el suelo con cada paso, como si le fuese de alguna necesidad. Anduvo, firme, veloz y seguro, a lo largo del muelle, en dirección a un dique en el que penetró hasta convertirse en una lejana cabecita rubia, seguida, a algunos metros de distancia, por la avanzadilla de los nobles, siempre a caballo. Y, tras ellos, aquellos a quienes entonces denominábamos como
popolo minuto,
los pobres, en definitiva.
»Era imposible no dejarse llevar por la pasión del momento. Me agarraba tan fuertemente a la barandilla que, de pronto, me di cuenta de que las manos me dolían y estaban casi amoratadas, y tuve que aflojar la presión. Estaba boquiabierta. ¿Y si de verdad ocurría?, me planteé por primera, vez, arrastrada por la excitación popular. Entonces la vida tendría sentido, tal vez. Tanta gente allí reunida, tan fervorosa… Si Dios existía debía hacerlo, para no decepcionarles. Incluso aunque Etiénne no fuese más que un chiflado.
»¡Y qué chiflado era! Había llegado al extremo del dique y ahora tenía el rostro y los brazos, báculo pastoral incluido, alzados hacia el cielo. El silencio y la quietud eran absolutos. Sólo el mar osaba mantener su eterno balanceo, irrespetuoso e indiferente a las órdenes divinas que nunca llegarían.
»Una plegaria popular estalló, rompiendo la quietud. Miles y miles de personas unidas en un suave y armónico rezo en la seguridad de haber sido elegidos para participar en la visión del milagro. Pero los minutos pasaban y la naturaleza no hacía un solo movimiento innatural. El volumen de la oración se hizo más potente, como si los fieles, extrañados por la falta de respuesta, tratasen así de llamar la atención de un Dios demasiado lejano u ocupado para escucharles. Es imposible saber cuánto tiempo se mantuvo aquella situación, pero sí, al menos, más de una hora. Muchos Ave Marías, muchos Padre Nuestros. Los más impacientes abandonaban la plegaria colectiva y se esforzaban por levantar la vista por encima de las cabezas de la multitud, con el fin de observar los movimientos, mejor dicho, la inmovilidad de Etiénne, y algún cambio en las aguas que sugiriese que estaban prestas a abrirse.
»El sol caía de lleno sobre todos ellos, convirtiendo la espera en un infierno y reflejándose sobre el hiriente azul del impasible mar. Empezaron a escucharse comentarios de impaciencia y recelo por encima de la desoída invocación, que acabó convertida en un murmullo disonante abandonado por la mayoría. Algún tiempo después, hasta los más persistentes y fieles creyentes habían acallado sus preces en favor de un silencio doloroso y oscuro. Luego estallaron las voces airadas, esparcidas aquí y allá a lo largo del puerto. Farsante, llamaban a Etiénne, embustero, infiel, hereje y otros insultos peores. Él estaba ahora arrodillado en el mismo lugar, con la cabeza gacha y las manos entrelazadas, como si continuara rezando. Recuerdo que, al cabo de unos minutos de soportar los insultos, súbitamente, se levantó, se dio la vuelta, y empezó a gritar con el semblante descompuesto. Parecía acometer verbalmente contra los sublevados, pero se había levantado tal griterío enfebrecido que dudo que él mismo pudiera escuchar sus propias palabras. Los nobles que habían cabalgado a su lado eran los únicos que permanecían, simplemente, callados, con los rostros transfigurados por la decepción, pero como si aún no admitiesen el fracaso o no lo diesen todo por perdido.