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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (3 page)

»Entonces, éste, valientemente, trató de darse la vuelta para enfrentarse a él, pero la espada cayó sobre su cuello cercenándolo de inmediato. Mientras, Geniez, que había estado esperando la oportunidad de tomar uno de los pesados candelabros de plata, aprovechó la confusión para golpear con él, una y otra vez, hasta que cayó al suelo, muerto, al asesino de Monsieur de Saint–Ange.

»Entretanto, mi padre había tomado la espada del suelo y luchaba contra el jefe. Pero mi padre, aunque fuerte y valeroso, no era un espadachín. Pronto perdió su espada y vio la cruel sonrisa del enemigo mientras hacía oscilar la suya como un péndulo mortal que, alcanzándole en el cuello, segó su cabeza. Las llamas de la chimenea se avivaron y, crepitando, lanzaron diminutas chispitas azules y rojas como minúsculos fuegos de artificio, cuando cayó dentro de ella. Su cuerpo permaneció de pie, aún vivo aunque decapitado, durante algunos segundos. Sus brazos se elevaron como si, asombrados, quisieran cerciorarse de que la cabeza ya no estaba allí, mientras, sobre él, el león del escudo de los Saint–Ange, lloraba lágrimas de sangre. ¿Se encuentra usted bien, padre? —preguntó la mujer, viendo que el sacerdote se enjugaba la frente con un pañuelo.

—Sí, sí —murmuró él débilmente—. Es sólo que hace calor aquí, ¿no le parece?

—No mucho, en realidad —le contestó ella, con una tenue pero dulce sonrisa, y tomando asiento frente a él—. Pero no se preocupe. Ya queda poco. Pronto abandonaremos para siempre el castillo de Saint–Ange. Aguante sólo unos segundos más. Geniez gritaba desgarrado —siguió narrando—. No es preciso que le explique cuáles eran mis sentimientos en aquellos instantes. El pánico, la angustia, el dolor, la furia… Vi la abominable faz del hombre, sonriendo zumbona y amenazante a Geniez mientras comenzaba a perseguirle alrededor de la mesa, y a él, que, como toda defensa, esgrimía el ya sangriento candelabro.

»Por fin consiguió acorralarle en una esquina de la estancia, sosteniendo horizontalmente su espada contra el cuello de Geniez. Pero he aquí que aún quedaba una vela encendida en el candelabro y que su llama prendió en la barba roja del asesino. Sus ojos vieron el ardiente fulgor que ascendía hasta ellos, su olfato percibió el extraño efluvio de su pelo derritiéndose, y, soltando la espada, trató, enloquecidamente, de apagarlo con sus propias manos, que, abrasadas, iban y venían palmeteando sobre su barba, mientras todo él parecía poseído por una danza frenética. Mas, cuando se dio la vuelta separándose de Geniez, ciego de miedo, su vientre encontró la aguda punta de una espada sujeta por mis manos, que deslizaban su filo, firmemente, en sus entrañas.

»Cuando, en nuestra huida, me detuve un instante en el umbral para llamar a Deacon, que seguía prendido al cuello de su víctima, contemplé, mareada, el tétrico modo en que la convulsa y humeante antorcha en que se había convertido su cabeza, iluminaba los cuerpos de nuestros seres queridos. De pronto, sentí la mano de Geniez que, aferrada a mi brazo, tiraba de él obligándome a correr. Las ebrias voces de los hombres se alzaban desde la bodega. “El pasadizo”, susurré.

»Reptamos penosamente por él, a ciegas, durante más de una hora, sin descanso, siempre temerosos de que pudieran seguirnos a pesar de haber cerrado la trampilla tras nosotros.

»Cuando alcanzamos el final del túnel, bendijimos la fría claridad nocturna. Corrimos, mudos y entre lágrimas sin fin, hasta llegar a la cumbre de uno de los montes que rodeaban nuestro valle y, desde allí, miramos hacia Saint–Ange.

»Apenas había estrellas en aquella fría noche de luna llena, pero en la faz del cielo un brillo púrpura resplandecía como si el firmamento hubiese encendido un fuego, abajo, en la Tierra, para calentarse. Todo Saint–Ange ardía en llamas. La poderosa solidez del castillo, las frágiles casitas de madera, los viñedos que trepaban por las colinas, las tierras de labor… Todo. No sé si fue obra expresa de aquellos malnacidos o si, simplemente, el fuego que había comenzado en el castillo se había extendido. No lo sé.

»Caímos exhaustos, embriagados de dolor y agotamiento. Dos huérfanos angustiados observando, bajo la luna, cómo cuanto amábamos se convertía en cenizas. Recuerdo haber pensado en las penas del infierno con que el predicador nos había amenazado y que, en ningún modo, me parecían peores que las terrenas. Recuerdo los amados aromas desprendiéndose, como cualquier noche, de las jaras, retamas y tomillos, envolviéndonos con su invisible manto. Hasta que, ya incapaz de resistir más, toda consciencia me abandonó.

»La tierna caricia de Geniez sobre mi mejilla me despertó con las suaves luces del alba. Debíamos abandonar el Languedoc, me decía, llegar hasta Montpellier, donde vivían sus tíos. Yo le escuchaba vagamente, sumida todavía en un sueño que hubiera deseado eterno. Y, a pesar de todo, debía dar gracias a Dios. Gracias por no haberme dejado absolutamente sola en el mundo. Por haber conservado a Geniez y a Deacon a mi lado.

»Emprendimos el camino hacia Montpellier en silencio, cada uno inmerso en sus pensamientos. Llorando. Repasando las escenas vividas aquella noche, que cada vez pasaban por mi cerebro de forma más escueta, concentrada y fugaz, como si éste hubiera conseguido prensarlas hasta el límite, para que ocuparan el mínimo espacio, pero sin omitir ningún detalle ni una sola pizca de dolor. Pensé que nada conseguiría acabar jamás con aquella agonía.

»Tras caminar cinco o seis horas, mi cuerpo comenzó a sentir sus inextinguibles e inoportunas necesidades. Tenía hambre y sed, y estaba agotada física y anímicamente. El sol refulgía, inmutable y esplendoroso, en lo más alto del cielo, provocando un calor abrasador desconocido para nosotros. Quizá usted también conozca las delicias del benigno clima Mediterráneo. Incluso un poco adentrados en el interior, como nosotros estábamos, el verano solía ser, aunque seco, suave y apacible, sin las bruscas oscilaciones propias de París, por ejemplo. Pero aquel año el calor parecía solidificarse a nuestro alrededor. Respirábamos una pesada mezcla de fuego gaseoso y polvo del camino que incrementaba insufriblemente nuestra fatiga. Las venas se inflamaban, nuestros ojos, ya de por sí hinchados por el llanto, ardían enrojecidos incapaces de soportar la intensidad de la luz.

»Conseguimos llegar a un pequeño pueblecito llamado La Flèche cuyas gentes se apiadaron de nosotros y nos dieron alimentos y cobijo. Fueron ellos quienes nos hablaron de Etiénne de Cloyes y la cruzada infantil que había emprendido.

»Los ojos de Geniez brillaban exultantes, ansiosos de saber, mientras escuchaba la historia del nuevo Moisés, pero mi corazón aceleraba su ritmo, angustiado, lo supe después, por un presentimiento fatal.

La mujer se interrumpió mientras observaba la atenta expresión del padre DiCaprio.

—Estoy segura de que usted conoce bien los hechos de esta cruzada, padre —afirmó.

—Sí, desde luego. He leído sobre ella —contestó él.

—Entonces conocerá el final de la historia. Sabrá porque no eran infundados mis, aparentemente irracionales, temores.

—Sí, lo sé. Recuerdo lo que ocurrió. Fue… dramático, espeluznante.

—Eso es. Un drama que la historia reduce a dos líneas sin importancia en un libro de texto. No obstante, no puedo pegar un salto. Debo ir paso a paso en mi relato incluso aunque usted pueda predecir su final. De un lado, por el plácido gozo que me causa el desprenderme de mis recuerdos, el convertirlos en palabras que jamás había compartido con otro ser humano; y, de otro…, bueno, no se lo diré, o acabará por saberlo todo antes de tiempo, y entonces mi historia carecería de interés y emoción y usted dejaría de mirarme con esa expresión estupefacta con que lo ha hecho hasta ahora.

La mujer le dirigió una leve sonrisa. Sus sonrisas tenían un deje mágicamente ambiguo. Cierto velo de melancólica ironía mezclado con un halo de superioridad.

El padre DiCaprio la miró azorado y esbozando, a su vez, un amorfo conato de sonrisa.

—La vida y milagros de Etiénne de Cloyes se fue desgranando de entre los labios de los labradores —prosiguió ella, sentada relajadamente frente al sacerdote—. Había nacido en Cloyes, Orleans. Era un humilde pastor de no más de doce años. Cristo, decía, se le había aparecido en el monte mientras cuidaba de sus ovejas y le había dado sus divinas instrucciones. “Hijo mío —le habría dicho—, tú has sido elegido para la más grande empresa que hayan visto los pueblos pasados y podrán ver los venideros. Esto es lo que te ordeno: Ve a París y allí solicita audiencia con el rey Felipe Augusto, a quien entregarás la carta que he de darte. Si él no te escuchara, habrás de predicar mi palabra por cada pueblo de Francia hasta que hayas conseguido reunir un ejército de niños. Os dirigiréis luego hasta la ciudad de Marsella, sin más armas o bienes que el verbo con el que te instruyo. Y yo te digo que, al igual que las aguas del mar Rojo se abrieron para permitir el paso del pueblo elegido, así se separarán las aguas del mar Mediterráneo para permitir el vuestro; que llegaréis a Tierra Santa, donde el milagro habrá tornado a los lobos en corderos y rendirán a vuestros pies mi Santo Sepulcro. De este modo logrará la inocencia de mis bienamados niños lo que las armas de los guerreros no han conseguido”.

»Vi la envidia asomar a los ojos de Geniez al escuchar las palabras de encomio, las interminables alabanzas que los campesinos dedicaban a Etiénne de Cloyes. Cuando acabaron de hablar supe que Geniez ya no estaba allí. Que estaba en Jerusalén recuperando, enfebrecido, el Santo Sepulcro. Geniez, el héroe de las cruzadas, el émulo de su hermano Paul. No veía la hora de partir hacia Marsella.

»El iluminado había obedecido las órdenes de Cristo. Recorrió toda Francia predicando su mensaje, de tal forma que la popularidad y leyenda que rápidamente le rodearon le facilitaron una entrevista con el rey Felipe Augusto cuando llegó a la corte de París, dispuesto a entregarle la carta que le había sido encomendada. Pero, ni sus palabras ni el mensaje divino consiguieron convencer al rey. Etiénne abandonó la corte y, sin ningún desconsuelo, continuó su predicación, como Cristo le había indicado, estableciendo una cita en Vendóme para el veinticinco de Junio. Eso había sido cinco días atrás, y, según las últimas noticias, había conseguido reunir nada menos que a treinta mil niños. Desde allí se dirigirían todos juntos a Marsella, donde tendría lugar el milagro, pasando por Tours y Lyon.

»Eso, me dijo Geniez aquella noche con los ojos encendidos como por la lujuria, nos daba un margen de tiempo suficiente. Nuestra parada en La Flèche había sido providencial. ¿Es que yo no lo veía? Llegaríamos el mismo día que ellos, tal vez un poco antes, si partíamos enseguida. Me opuse con todas mis fuerzas. Que no iría jamás, que le abandonaría e ingresaría en un convento, le dije, sin la menor intención de cumplir aquella amenaza contra mi propia persona.

»—¿Qué perdemos? —insistió, inclinándose a nsioso y voraz sobre mí, de forma que me pareció tan detestable como una caricatura burlesca de sí mismo presentándole arrebatado por su loco frenesí religioso—. Si las aguas se abren será un milagro y no correremos ningún riesgo. Si no se abren daremos media vuelta hacia Montpellier y no habrá pasado nada irreparable. De cualquier forma, será bonito ver la cantidad de chicos y chicas que acudirán a Marsella. Merecerá la pena sólo por ver el ambiente, sin duda será una fiesta. ¿No lo ves? ¡Será un acontecimiento histórico!

»No es que él me convenciese a mí. Es que a mí me fue imposible convencerle a él. Tanto si las aguas se separaban como si no, me parecía abominable la idea de sumergirme entre los cuerpos histéricos de treinta mil fanáticos religiosos con quienes nada tenía en común, salvo, quizá, un inconsciente deseo de encontrar la muerte. Deseaba morir, sí. Y cuanto más tiempo transcurría, el ansia se hacía mayor, más nítida y tangible. Pensé que me había equivocado al pensar que no estaba sola: desde luego que lo estaba. Si hubiera tenido un solo familiar en el mundo, alguien a quien recurrir en busca de consuelo… ¿A qué venía esa locura de querer abandonar Francia? Al menos no estábamos en la miseria. Yo sabía que el abogado de mi padre y de Monsieur de Saint–Ange vivía en Montpellier. Habíamos perdido el castillo y mi casa, pero no las tierras. Las tierras siempre tendrían un valor, aunque las cosechas se hubiesen malogrado. Estaba segura de que, económicamente, no debería depender de nadie, no pasaría penalidades en ese aspecto. El pariente de Geniez en Montpellier, una buena persona a quien yo conocía, había sido nombrado mi tutor en caso de fallecimiento de mi familia. ¿Por qué caminar diez días más bajo aquel sol torturante? Yo no quería ir a ninguna parte. De hecho, ni siquiera a Montpellier. Sólo deseaba caer en una fosa y morir. Y, cuantos más problemas me planteaba, cuanto más tiempo transcurría y más clara se hacía mi conciencia de lo que había sucedido, más lo deseaba.

»Pero, dos días después, cogí el gran hatillo que nos habían preparado, con alimentos suficientes para al menos una semana, me abracé llorando a nuestros amables anfitriones y me despedí de ellos para siempre. Mi agonía era tal que actuaba como si no estuviese viva. Simplemente me dejaba llevar como un ser en trance, me dejaba arrastrar por Geniez.

»No podría describirle de forma completa las angustias de aquel viaje. Un verano señalado por el Cielo para la tragedia. Tal vez fuera una artimaña de Dios para disuadir a los jóvenes franceses de su loca hazaña, y así evitar su fatal destino. Nadie había conocido un calor como aquel. Sólo cuando alcanzamos la costa se hizo más soportable. O menos cruel. Dormíamos al raso, cuando ya no podíamos más y caíamos desfallecidos. Cuando teníamos más suerte y lográbamos llegar a algún pueblo o aldea, solicitábamos cobijo a cualquiera de los vecinos.

»Geniez no cesaba de perturbar mis pensamientos con sus oscuras peroratas. Le encontraba estúpido, fastidioso. Me hubiera complacido desligarme de él. Pero ¿a dónde iba a ir una joven de quince años sin una moneda en el bolsillo? No me veía mendigando yo sola hasta llegar a Montpellier. Por tanto, me limitaba a caminar a su lado, respondiendo algo de vez en cuando, sin saber siquiera de lo que hablaba.

»Caminamos tanto que al noveno día llegamos a Marsella. Habíamos recorrido más de trescientos kilómetros. Apenas me tenía en pie. Mi piel estaba abrasada, mi estómago demasiado vacío, mi cuerpo agotado, mi mente ausente.

»Pero Geniez tenía razón. Marsella era una ciudad engalanada que esperaba impaciente la llegada de los jóvenes cruzados. Me pareció una ciudad muy agradable, muy viva, y capaz de despertar mis adormecidos sentidos. Dos grandes vías la dividían en cuatro secciones surcadas por anchas calles y avenidas que se dedicaban cada una de ellas por completo a una sola rama específica del comercio. Mercaderes y artesanos se extendían a lo largo de ellas ofreciendo a voces sus mercancías. Paños, algodones recién teñidos, sedas y telas delicadas en una avenida; muebles tallados sobre maderas preciosas en otra; vinos exquisitos de cualquier parte del mundo en otra de ellas: joyas maravillosas, sal y ricas especias, perfumes elaborados con el preciado ámbar gris, objetos de adorno orientales, en las demás. Todo parecía grande y espacioso, como si estuviera pensado para recibir usualmente gran afluencia de gente. Era lógico, Marsella era un puerto de extraordinaria importancia comercial. El barullo de la gente me hizo sentir mejor, menos a solas conmigo misma.

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