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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (12 page)

Una llave se oyó girar en la cerradura de la puerta de seguridad, y el sacerdote y su confesada contemplaron en silencio al hombre que penetraba en la celda y depositaba sobre la mesa una bandeja con una botella de agua y dos vasos.

Tras agradecérselo, volvieron a quedarse a solas.

El sacerdote llenó por dos veces el vaso de la mujer, que bebió ávidamente, y, después, el suyo.

—El tiempo fue pasando —continuó ella tras el breve descanso—, el embarazo seguía el curso normal de cualquiera humano, y Shallem no aparecía sino en mis sueños. Cada día sufría más intensamente el tormento de su ausencia.

»Por pura desidia y cobardía, dejé que mi vientre mostrara los signos evidentes de su estado. Pero el amplio hábito me libró del escándalo hasta el séptimo mes. Cuando me preguntaron de quién era, contesté la verdad: “De un ángel”.

»Se reunieron a deliberar durante varias horas y luego me notificaron mi expulsión del convento. Tal vez no mentía, me dijeron, pero ellas dependían de las limosnas de las gentes piadosas y no podían arriesgarse a un escándalo que las dejase sin medios de subsistencia, el huerto era demasiado pequeño…

»Me echaron cuando aún no había amanecido, en plena oscuridad, para evitar ser vista saliendo del convento en mi estado. Tuvieron la deferencia de darme algún dinero. Con él podría pagar un par de noches en alguna posada. Después, mi hijo y yo, probablemente, moriríamos de inanición en cualquier esquina.

»Tomé alojamiento en el pueblo más cercano, hundida en el dolor y la incertidumbre. Lloré sobre la cama sin poder pensar en otro plan que no fuese acabar con mi vida y sus desgracias y con aquella criatura que estaba a punto de nacer, hasta que, al mediodía, sentí la debilidad producida por el hambre. Gasté mi escaso peculio en una cena decente, con buena carne roja y sangrienta, en el comedor de la posada. Y allí, mientras las lágrimas rodaban aún por mis mejillas, mezclándose en mi boca con el dulce sabor de la carne, tuve la suerte de conocer a Dolmance de Grieux.

»Mi aspecto era lamentable. Vestía la misma espantosa túnica con la que había llegado al convento, y que marcaba mi avanzado estado con toda claridad. Dolmance de Grieux adivinó rápidamente mi situación. Estaba en la mesa contigua, acompañado de otro caballero. Ambos vestían ricas telas trabajadas a la última moda. Su atildado peinado, sus modales, su aspecto general, denotaban su nobleza de cuna.

»A los veinte minutos, el caballero que le acompañaba abandonó el comedor y Dolmance se sentó a mi mesa, tras solicitar mi mudo consentimiento.

»—Disculpad mi atrevimiento —me dijo—, pero las circunstancias de la vida han hecho que dos solteros necesitados de cónyuge nos reunamos en esta mesa. —Se silenció y me miró atentamente, como si esperase que yo, ofendida, refutase de inmediato sus palabras. Pero éstas me traían sin cuidado—. ¿No me equivoco? Vos sois extremadamente joven, y, por vuestro aspecto, deduzco que la diosa fortuna no os ha favorecido últimamente. ¿Tenéis familia? ¿No? Pero sí un pequeño problema a punto de estallar, ¿no es cierto? Dejadme adivinar. Él, el padre, y disculpad mi osadía, que no es movida por la ociosa curiosidad, sino por el afán de llegar al entendimiento de vuestras circunstancias personales, y, quizá, a un acuerdo beneficioso para ambos, el padre, decía, ha perdido la vida en San Juan de Acre, dejándoos sola en tan embarazosas circunstancias.

»Me miró esperando una respuesta y yo, a quien sí comenzaba a mover la curiosidad, asentí gestualmente.

»—Bien —continuó—, creo que no es erróneo suponer que un esposo joven, apuesto, adinerado y dispuesto a compartir su ilustre apellido con vos y vuestro pequeño, no sería una solución del todo indeseable para vos. Poseo la mayor fortuna de Orleans y una enorme y hermosa casa en el campo donde vuestro hijo podría crecer saludable y felizmente, además de recibir la más exquisita educación en todos los campos conocidos. Vos poseeríais cuantas riquezas materiales puedan serles ofrecidas a una mujer, una asignación especial y absoluta autonomía en el gobierno de la casa. En cuanto a mí, mi trato no resulta violento o repugnante en ningún momento, mi conversación es amena, soy limpio en la mesa y jamás tendréis que soportarme en la cama.

»Yo le miraba con tal aire de incrédula perplejidad que se echó a reír. Su risa era suave y agradable y alegraba luminosamente sus negros ojos y su rostro moreno y bien parecido.

»—Es una burla un tanto cruel y estúpida, caballero —le increpé.

»—No es ninguna burla, Mademoiselle, creedme. Necesito una esposa y vos un marido. ¿Creéis que podréis encontrar otro mejor? No tenéis nada que perder. Por supuesto, me parecen lógicos vuestros recelos. Preguntad por mi reputación, en la posada, en el pueblo, a mis propios sirvientes… Soy conocido como hombre alegre, pacifico y de buen carácter. Mis costumbres son intachables, salvo por un pequeño detalle que os confiaré una vez halláis aceptado ser mi esposa, pero de cuya promesa os liberaré si ese pequeño detalle os resultara… digamos, intolerable.

»—¿Estáis hablando en serio? —continué dudando.

»—Absolutamente, Mademoiselle.

»—Y, si eso fuera verdad, ¿por qué escogerme a mí? Ni siquiera me conocéis.

»—Digamos que ha sido una decisión extremadamente urgente. No tengo tiempo ni ganas de recorrer el mundo buscando la esposa ideal. Además, muy posiblemente, ni siquiera llegaría a apreciar o siquiera conocer nunca sus valores, si estos fueran excesivos. No me interesan determinados detalles, ni tampoco busco el amor. Y, ahora que os he mirado a los ojos y he escuchado el delicioso timbre de vuestra voz, creo, sinceramente, que si recorriese toda Francia no encontraría una esposa que satisficiera mis superfluas necesidades mejor que vos. Sois suave en el trato, dulce, delicada y grata para mi visión. Supongo que no seréis muy cultivada, pero eso tiene solución. Y, además, pronto me daréis un hijo sin el menor esfuerzo por mi parte. No puedo pedir más. Se diría que es la providencia quien os ha traído hasta mí.

»Calló y me miró. Estaba confusa, aunque ya no dudaba de su palabra.

»—¿Qué dijisteis de la cama? —le pregunté.

»—Oh, sí. En realidad, me temo que me he delatado antes de tiempo. Se trata del pequeño detalle del que os hablaba. Tal vez sea algo enojoso para una mujer tan joven como vos. Pero yo…, nunca os ofreceré favores sexuales.

»—¿Por. . .qué razón?

»—Digamos que ya he entregado mi corazón a otra persona.

»—¿Y no podéis casaros con ella?

»—Me temo que nuestra sociedad no tiene miras tan anchas. No es de vuestro bello sexo, aunque no es menos bello que vos.

»—¡Oh! —exclamé larga pero suavemente—. Entiendo. No os atraen las mujeres.

»—Efectivamente, Mademoiselle. Me deleito infinitamente más con aquellos deliciosos placeres que ni los mismos dioses fueron capaces de rechazar. ¿Os resulta repugnante?

»—Ni mucho menos. Pero ¿estáis seguro de que, en un momento dado, no podría atraeros… mi persona?

»—Absolutamente, querida. Es un hecho consumado. Nunca os sería de utilidad en ese sentido. Aunque, naturalmente, comprendería que, con la mayor discreción, y siempre dentro de los límites de mi propiedad, satisficierais vuestras necesidades sexuales con los caballeros, discretos caballeros, repito, de vuestra elección. La misma tolerancia exigiría de vos. Tengo por costumbre organizar esporádicas… reuniones en mi casa, a las que las damas no están invitadas. ¿Comprendéis su naturaleza?

»Asentí anonadada.

»—Perfectamente —aseguré.

»Y de pronto me di cuenta de que aquello era mi salvación. Un hombre que me sacaría de la miseria hasta que Shallem apareciera, sin exigirme nada a cambio. ¿Nada?

»—Este trato, parece, efectivamente, muy ventajoso para mí —dije—, pero ¿cuál es el beneficio que os reporta a vos?

»—Mi querida amiga, en este mundo de hipocresía social en el que vivimos los amores entre Adriano y Antinoo en lugar de conmovedores y hermosos, como deberían, se encuentran sucios y despreciables. Digamos que necesito dar una imagen de mí mismo más convencional y tolerable por la sociedad. Mis negocios y mi estatus social así me lo exigen, y he llegado a una edad en la que no lo puedo demorar más. Estoy a punto de ser presentado a ciertas puritanas personas de la alta sociedad cuya amistad podría reportarme considerables beneficios. Mi matrimonio acabará con los sucios chismorreos que indudablemente han demorado su visita a mi casa. ¿Me explico?

»—Con admirable perfección. Necesitáis un adorno, una muñeca delicada y hermosa capaz de cerrar para siempre las bocas de vuestros censores; que no desee, recalco, desee jamás, vuestros favores sexuales ni, a ser posible, los de ningún otro caballero; que simule, de puertas afuera, con rostro de felicidad, vivir en continua luna de miel un matrimonio convencional; que sepa dispensar un trato encantador a vuestros invitados de la alta sociedad y que disponga de una mente abierta y tolerante, y de unos ojos que sepan cerrarse hábilmente ante el desfile de amantes, que, sin duda alguna, invadirá cotidianamente vuestro hogar. Y eso es, exactamente, lo que habéis encontrado.

»—¡Magnífico! ¿Aceptáis pues?

»—Antes he de aclarar algo.

»—¿Qué es ello?

»—Nuestro matrimonio es un pacto de negocios, como bien he dicho, de puertas afuera. No incluye, ni incluirá jamás comercio carnal alguno, ni con vos, ni con nadie que a vos se os ocurra. Si este punto se infringiese, lo cual se haría contra mi voluntad, nuestro contrato quedaría inmediatamente rescindido, y yo os abandonaría levantando el mayor escándalo posible.

»—Os aseguro, querida hermosa mía, que no tocaría vuestra suave carne ni aunque me fuera la vida en ello.

»—No quisiera que os ofendieseis, sois francamente hermoso. Pero, como os ocurre a vos, mi corazón ya ha sido robado, y aunque sangre, permanece fiel a la memoria de su captor.

»—Eso es muy bonito, pero, sois tan joven que no tardaréis en olvidarle y sustituirle en vuestro corazón. Por tanto, y en previsión de las circunstancias futuras que, sin duda, tendrán lugar aunque ahora lo neguéis, he de rogaros que, llegado el momento, me mantengáis informado de quienes hayan de ser vuestros amantes, a fin de planear una estrategia conjunta que impida que ambos nos convirtamos en la comidilla del país.

»—Os lo prometo, si así os quedáis más tranquilo. Pero, cuando se ha catado el néctar de ambrosía, no sabéis cuan agrio resulta el gusto de la miel.

»Se rió abiertamente.

»—Sin duda hoy es mi día de suerte —dijo.

VI

»Nos casamos siete días después. El tiempo justo para hacer los arreglos oportunos y enviar las invitaciones a sus más íntimos amigos y parientes. Mis recelos y naturales temores habían desaparecido a los dos días de aquel primer encuentro. Para entonces me había procurado informes suyos de todos los habitantes de la zona, y, como él había afirmado, tenía fama de hombre bondadoso, apacible, jovial y encantador, aunque eran bien conocidas sus costumbres disolutas. Para el día de la boda le conocía bastante bien. No era una persona reservada, aunque sí algo tímida, lo que producía un contraste encantador. Era sensible y elegante, y, sobre todo, se hallaba dotado de una inteligencia extraordinaria y una admirable cultura. Poseía lo que en la época podía considerarse una vastísima biblioteca, que suponía un auténtico orgullo para él y un extremo placer para mí. Y todo cuanto tenía me lo mostraba, no fatuo y arrogante, sino con natural sencillez y deseoso de compartirlo conmigo.

»No tuve nada de qué arrepentirme tras los esponsales. Me trataba encantadoramente, como a una hermana. Me traía flores y otros obsequios, y se preocupaba constantemente de mi estado. Parecía ilusionado conmigo. Y yo, a los pocos días no podía prescindir de él. Tanto es así que me molestaba encontrarle junto a su amante o a cualquier otra persona, pues eso me privaba del placer de su compañía, y sin ella me sentía sola y la pena se apoderaba de mí.

»Nueve meses habían pasado sin tener noticias de Shallem. Me preguntaba cómo había conseguido resistirlos y cuánto tiempo más habría de esperar todavía. Constantemente me sorprendía a mí misma consultándole mis decisiones e imaginando las respuestas que él me daría, tal como si salieran de su propia boca. En algún momento me sentía temerosa de que él no comprendiese la naturaleza del acuerdo entre Dolmance y yo, y casi me arrepentía de un matrimonio que, por lo demás, era perfecto para mí.

»Yo estaba aterrada cuando llegó el momento de que mi hijo naciera. El embarazo había transcurrido espléndidamente, teniendo en cuenta las circunstancias. Pero eso no había impedido mis constantes temores. ¿Qué saldría de allí? ¿Sería humano, más o menos?

»Dolmance me había traído un buen médico de la ciudad y dos comadronas. Cuando las contracciones llegaron, no sólo no sentí dolor, sino, más bien, lo contrario. La criatura estuvo fuera sin que apenas me diera cuenta.

»Escruté, temerosa, la expresión del médico cuando la tuvo en sus brazos.

»—¡Dios santo! —exclamó—. ¡Monsieur Des Grieux! ¡Fíjese en sus ojos! ¡Es el bebé más hermoso que he visto jamás!

»Dolmance y las comadronas se deshicieron en alabanzas antes de entregarme al niño. Nunca hubiera esperado algo así. Era, efectivamente, la criatura más hermosa jamás concebida. ¡Cuánto, Dios mío, cuánto se parecía a su padre! ¡Pero era tan expresivo, tan dulce y alegre! Tenía la piel sonrosada y el cabello rubio. Y aquellos ojos… Apretó su manita en torno a mi dedo sin dejar de sonreír y emitir graciosos y dulces sonidos. ¡Y yo que le había odiado todo ese tiempo!

»—¡Juliette! —me susurró Dolmance sentándose en la cama, a mi lado, y con expresión anonadada—. ¡Ahora entiendo lo del néctar de ambrosía!

»Pasó el tiempo. Chretien, éste es el nombre con el que bauticé a mi hijo, por cierto, sin el menor problema pese a mis miedos al respecto, Chretien sabía hablar con prodigiosa perfección a la edad de un año, pero no sólo en francés, sino también en inglés, ya que ambos idiomas resultaban de uso corriente entre la aristocracia y la alta burguesía.

»Un día, aún no había cumplido año y medio, Dolmance, que solía leer con el niño en sus brazos, descubrió que había aprendido a leer sin enseñanza alguna. En cuanto se dio cuenta de su increíble inteligencia contrató para él profesores de todas las materias, cuyos conocimientos había absorbido en su totalidad a la edad de cuatro años.

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