—Sí me lo parece. Pero también es un
helluo librorum
. Un ratón de biblioteca, un devorador de libros.
—¿Crees que podemos confiar en él?
—No nos queda otra opción.
Se plantaron tan erguidos como tribunos romanos, buscando con atención el Renault de Preston. Sonaban bocinas. Circulaban vehículos por el bulevar. Algunas personas caminaban por la acera, agitando paraguas cerrados bajo el cielo nublado de la noche.
La acera quedó vacía unos momentos. Cuando se detuvo un taxi hacia el final de la manzana, Robin echó solo una breve ojeada a la mujer pelirroja que descendió y se inclinó hacia el conductor para pagarle.
—Merda
—exclamó Charles, poniéndose tenso, cuando la mujer se volvió hacia ellos.
—¿Qué hay? ¿Qué ha pasado?
—Esa es Eva. Ocúpate del
Libro de los Espías
.
Se descolgó la mochila y la dejó a los pies de ella. Sacó la Glock.
—¿Estás loco? Ya intentaste matarla una vez, y fallaste. Podría verte alguien la pistola.
Robin, mientras hablaba, vio que Eva miraba fijamente a Charles.
—Te está viendo.
Charles se sonrojó. Asintió con la cabeza y volvió a ocultar el arma.
—La seguiré, y llamaré a Preston —dijo—. Llama a un taxi y llévate el
Libro de los Espías
al avión.
Mientras Charles terminaba de hablar, su esposa dio media vuelta y se alejó apresuradamente, hacia la plaza de Piccadilly. Él corrió tras ella.
Mientras Charles adelantaba a otros peatones, se puso los auriculares, llamó a Preston y le contó lo de Eva.
—Estaré allí dentro de veinticinco minutos —dijo el jefe de seguridad—. ¿Cómo ha sabido ella que estábamos en el hotel?
—No tengo ni idea. A menos que… Pero no parece posible. Nuestro escáner encontró un chip de seguimiento en la cubierta del libro.
—Dios santo. ¿Qué has hecho con el chip?
—Lo tiré por el retrete. Pero no se entiende que lo haya podido poner Eva.
—No la pierdas, maldita sea. No cuelgues.
Vio que Eva se sumaba a un grupo de personas que esperaban a que se pusiera verde el semáforo en la esquina de la plaza de Piccadilly, pero antes de que hubiera podido alcanzarla, ella cruzó la calle con los demás hasta la plaza y se mezcló con la multitud que había allí.
Él intentó empinarse para ver mejor mientras corría. ¿Dónde se había metido?
A Eva le reverberaba en la cabeza el ruido y el tumulto de la plaza de Piccadilly mientras seguía adelante velozmente, con el teléfono móvil pegado al oído, hablando con Judd Ryder.
—Es Charles. Me está siguiendo. Estoy en la plaza de Piccadilly, me dirijo al Criterion. ¿Está cerca usted? Tiene una pistola.
—Ya estoy en marcha. Deje el móvil encendido.
El tráfico veloz de cinco calles desembocaba en la glorieta que rodeaba la plaza transitada. Los letreros de neón y de luces LED de colores chillones que anunciaban Coca-Cola, Sanyo y McDonald’s bañaban la plaza de luz obsesiva, roja y amarilla. Eva buscó con la vista un
bobby
. Ahora que Charles estaba cerca, a ella le hacía falta un Policía.
—Estoy pasando ante Lillywhites —informó a Ryder. Cuando Eva vio su propia cara reflejada en las vidrieras de la tienda de artículos deportivos, cuando vio la tensión que se apreciaba en ella, apartó la vista. Seis de los turistas con los que había cruzado la calle se desviaron hacia la fuente de Shaftesbury y la estatua. Ella siguió con ellos, asomándose para mirar atrás entre los hombros de los turistas.
—Charles sigue detrás de mí. Lleva un teléfono con auriculares y habla con alguien.
—Así que, ahora sabemos que tiene un amigo. ¿Hay alguien con él?
Ella lo comprobó.
—Yo no veo a nadie. Mi grupo está subiendo los escalones de la fuente, y yo voy con ellos. Pasaré al otro lado. La fuente me vendrá bien para ocultarme de él.
—Yo estoy en el paso de peatones de Piccadilly Street. ¿Puede retroceder dando un rodeo para venir a mi encuentro?
—Me vería él.
—De acuerdo. Vaya al centro Trocadero. Estaré allí.
La fuente de Shaftesbury, de bronce, tenía un brillo gris de níquel con las luces de la noche. Había personas sentadas aquí y allá en los escalones. En la parte superior, Eva se desplazó aprisa hasta el lado opuesto y observó desde lo alto la plaza, ceñida y bordeada por una verja de hierro que llegaba a la altura de la cintura, interrumpida por el paso de peatones por el que debía pasar ella. No había rastro de Charles, ni de ningún policía. Pero al otro lado del denso tráfico estaba el London Trocadero, un edificio enorme donde acudían multitudes para comer, beber, ir al teatro y jugar a videojuegos. Allí se reuniría con Ryder.
Se sumó a una pareja de jóvenes que descendían tranquilamente por los escalones, cogidos de la mano. Cuando llegaron a la base se dirigieron hacia la derecha, y ella avanzó hacia el frente.
De pronto, le oprimió el costado izquierdo una cosa dura y puntiaguda.
—Esto que notas es una pistola, Eva.
La voz de Charles.
—Te he atrapado, vieja querida. Por lógica, vendrías por aquí.
Sic eunt fata hominum
. —«Así van los destinos de los hombres».
—Charles, canalla, yo diría más bien
Sic eunt fata mulierum.
«Así van los destinos de las mujeres».
Mientras seguían caminando por la calle, ella bajó la vista y advirtió el bulto que producía en el bolsillo de la gabardina de él la mano que la apuntaba con el arma.
Oyó que Ryder le ordenaba:
—Esconda el móvil. Déjelo encendido.
Pero cuando ella deslizó el teléfono en el interior de su chaqueta, el cañón de la pistola volvió a golpearle el costado.
—No —dijo Charles en tono cortante—. Dámelo.
Ella se quedó inmóvil; después, volvió la cabeza para mirarlo; vio su expresión helada, sus ojos negros y duros. La rabia y la frustración que se habían estado acumulando dentro de ella brotaron como un torrente.
—Yo te quería. Creía que tú me querías a mí. Quiero alegrarme de que estés vivo, pero me lo estás poniendo muy difícil. ¿Qué demonios crees que estás haciendo?
—Sigue andando y baja la voz. Dame el teléfono. Ya.
Algunas personas los miraban.
—Si crees que no voy a disparar, acabarás muerta en la acera.
A ella le palpitaba con fuerza el corazón y la bañaba un sudor frío. Le entregó el teléfono móvil.
—No vuelvas a llamarme
vieja querida
. Nunca me gustó, hijo de perra.
Él apagó el teléfono de Eva y habló con tono triunfal por sus propios auriculares.
—La tengo, Preston. La retendré para que te puedas encargar de ella tú. ¿Dónde quieres recogernos?
Eva contuvo un escalofrío mientras Charles caminaba a su lado, apoyándole la pistola en el costado. Habló intentando que no le asomara a la voz el dolor ni la indignación.
—¿Por qué fingiste tu muerte y desapareciste? Yo creía que éramos felices juntos. Pero, por tu culpa, he pasado dos años en la cárcel… y ahora quieres matarme. ¿No significo nada para ti después de los años que pasamos juntos?
—Significaste mucho… en su tiempo —dijo él con impaciencia—. No lo entenderías nunca. Siempre estuviste demasiado metida en el mundo.
—Y tú no lo estabas lo suficiente. ¿Tiene esto que ver con la Biblioteca de Oro?
—Claro que tiene que ver con la biblioteca. Me ofrecieron el cargo de bibliotecario jefe —dijo con veneración—. No importa, Preston —añadió, hablando por los auriculares—. Ya no se lo va a decir a nadie.
—No te reconozco. ¿En qué te has convertido?
Él hizo un gesto de desprecio sacudiendo la mano que tenía libre.
—Hay cosas que valen cualquier precio.
—¿Es que la Biblioteca de Oro era más importante que los amigos y compañeros que dejaste llorando por ti? ¿Más importante que yo?
Sentía la nostalgia del amor perdido.
—Tienes una mente mezquina, Eva. Gracias a Dios, a lo largo de los siglos han existido unas pocas personas con mayor amplitud de miras. Estas personas mantuvieron viva la biblioteca, y no solo en el sentido físico, sino en toda la plenitud de su espíritu.
Ella guardó silencio; se esforzaba por controlar sus emociones. Tenía que enterarse de todo lo que pudiera, mientras buscaba el modo de escaparse.
—¿Dónde está la biblioteca? —le preguntó.
—No lo sé.
—Debes de estar de broma.
Él negó con la cabeza.
—No lo entenderías nunca —repitió.
A Charles le había agradado siempre el sonido de su propia voz, la brillantez de su lógica, la fuerza de su personalidad.
—¿Quién mantuvo viva la biblioteca? —le preguntó ella, con la esperanza de picarlo en su afición a impartir lecciones.
A él le asomó una sonrisa al rostro.
—Cuando Iván el Terrible perdió su última guerra contra Polonia, entregó en secreto la biblioteca al rey Esteban Báthory en concepto de indemnización de guerra. El sucesor de este se la pasó al cardenal Mazarino de Francia, que ya tenía una biblioteca famosa propia. Acabó por fin en manos del Gran Elector Federico Guillermo de Brandenburgo. También la tuvieron Pedro el Grande y el rey Jorge II de Inglaterra. Más adelante estuvo custodiada por Napoleón Bonaparte, Thomas Jefferson y Andrew Carnegie; todos ellos se entregaron generosamente a la biblioteca. Este tipo de compromiso no ha flaqueado nunca a lo largo de los años, y el secreto de la Biblioteca de Oro siempre ha sido sacrosanto.
Eva, consciente con inquietud de la presencia de la pistola de él, echó una mirada atrás con la esperanza de ver a Judd Ryder; pero este había tomado una dirección completamente distinta, hacia el Trocadero. Para colmo de males, Charles la hizo doblar entonces la esquina entrando por Haymarket Street. ¿Sería allí donde iban a reunirse con aquel tal Preston, para que este
se encargara de ella
?
Miró atrás. Seguía sin verse ningún Policía. Un hombre de gabardina gris rasgada, abotonada hasta la rodilla y con gorro negro de lana bien calado sobre la frente y las orejas caminaba cabizbajo y arrastrando los pies.
Charles la hizo doblar a la fuerza por otra calle. Ahora, a Ryder le resultaría más difícil encontrarla. Imposible, quizá.
Eva volvió a la carga.
—Así que, lo que estás diciendo es que, al final, has conseguido la mitad de tu deseo. Eres el responsable de la biblioteca; pero sigues jodido porque no tienes la otra mitad, la fama internacional por haberla descubierto. Eso era lo que anhelabas; pero no lo tendrás nunca, porque no puedes o no quieres decir a nadie dónde está la biblioteca.
Charles esbozó una sonrisa petulante. Acercó una mano a los auriculares. Después de titubear, los desconectó. Preston ya no podría oír lo que decía a Eva.
—Existe la posibilidad de que alguien descubra algún día dónde está —le dijo.
—Tú
sí que lo sabes
. ¿Por qué esperar? —dijo ella, cargando la voz de sinceridad—. Ya podrías ser famoso. Dímelo. Te ayudaré.
—Para conseguir el puesto, tuve que acceder a seguir con la biblioteca hasta la muerte. Todos estamos comprometidos de por vida.
—Querrás decir que estáis presos. Dímelo ya. Si desenmascaramos la biblioteca, quedarás libre.
—No, Eva. No es seguro. Tú no conoces a Preston. Además, no quiero dejar la biblioteca.
Cambió de tema sin apartarse de ella.
—¿Recuerdas esos juegos de tablero antiguos a los que jugábamos? Los más sencillos de todos los países se basan en tres actividades que se practican desde la antigüedad: la caza, la carrera y la batalla. Los juegos modernos equivalentes son respectivamente los gatos y el ratón, el chaquete y el ajedrez.
—Claro que los recuerdo —respondió Eva—. Los griegos y los romanos los practicaban, y los antiguos egipcios también. Los juegos más conocidos son el
scripta
y los
latrunculi
.
—Muy bien. No has olvidado todo lo que te enseñé.
—Me has enseñado muchas cosas, pero algunas de ellas no las quisiera haber aprendido, y menos de una persona querida, como son la mentira y la traición. Todavía no entiendo por qué dejaste que me metieran en la cárcel.
—Porque tú eres Diana, la cazadora incansable. Yo tenía que desaparecer por completo. Si tú hubieras creído que me había matado en un accidente de coche mientras tú dormías en casa, todavía habrías estado en nuestro mundillo. Si más tarde hubiera aparecido algún indicio sobre la biblioteca y sobre mí, tú te habrías lanzado de cabeza a investigarlo. Era una amenaza demasiado peligrosa.
—¡Me drogaste! ¡Hay otra persona en tu tumba!
Él hizo una mueca de indignación, como si la desleal hubiera sido ella.
—Me costó un trabajo infernal convencer al director para que no te dejara quemarte con el coche. Lo de mandarte a la cárcel fue idea mía. Te salvé la vida.
—¿Y crees que eso justifica lo que hiciste? Dios mío, Charles, tienes la moral de un palo.
Stat fortuna domus virtute
. «Si no hay virtud, nada puede tener verdadero éxito». Aunque seas el bibliotecario jefe, eres un fracasado.
Mientras Charles se encrespaba, apareció a su lado una mano tendida, abierta y con la palma hacia arriba.
—¿Me da unas libras, amigo?
Eva volvió la vista. Era el hombre de la gabardina rasgada y el gorro de lana. Tenía los ángulos de la boca torcidos hacia abajo en una mueca constante, e irradiaba autocompasión. Entonces, Eva captó un destello de sus ojos grises y advirtió su cara cuadrada. Aturdida, desvió la mirada. Era Judd Ryder.
—Largo de aquí, maldita sea —dijo Charles, mientras impulsaba a Eva para que siguiera adelante.
Ryder volvió al instante junto a Charles, siguiéndolos a su mismo paso.
—Venga, sé un buen tío. Una ayudita. Mira, tengo la mano vacía. Llénamela con una monedita, y me iré volando en un
saltamén
.
Ella comprendió que, entre las metáforas y la impropiedad del lenguaje, acabaría con la paciencia de Charles.
Este, furioso, se volvió hacia Ryder.
—Váyase a la mierda.
Y entonces pasó a la acción Eva. Vigilando la mano de Charles, que seguía en el bolsillo pero apuntaba hacia otro lado, retrocedió rápidamente un paso, le lanzó una patada a la parte interior de la rodilla y le asestó con el canto de la mano un golpe
shuto-uchi
. Charles soltó un quejido y se tambaleó.