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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

La biblioteca de oro (41 page)

BOOK: La biblioteca de oro
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—La base del secreto es la contención —dijo Reinhardt Gruen, tamborileando con los dedos sobre la mesa—. Esto llega mucho más lejos de lo que yo había creído.

—Nos has puesto en riesgo de ser descubiertos —dijo Carl Lindström en tono acusador.

—Si se investiga el Grupo Parsifal, pueden llegar hasta nosotros —dijo Thom Randklev con ojos de furia.

Parecía que la sala vibraba de tensión.

Chapman miró los rostros fríos, uno tras otro. Volvió a maldecir en su fuero interno a Jonathan Ryder por haber desencadenado los desastres que, como fichas de dominó, lo habían llevado hasta aquel precipicio.

Se aclaró la voz.

—El Grupo Parsifal está a salvo, porque ha ganado demasiado dinero para demasiada gente importante como para que estos consientan que se sepa nada de él. Para cambiar este equilibrio, tendrían que darse unos descubrimientos de nivel catastrófico, y no se ha producido ninguna catástrofe.

Los primeros fondos de apoyo para la Biblioteca de Oro habían sido reducidos pero adecuados, y se habían ido transmitiendo a lo largo de los siglos para garantizar la custodia y la seguridad de la biblioteca. Pero en la segunda mitad del siglo XX, con el auge del comercio internacional, y cuando el grupo selecto de protectores de la biblioteca adoptó su estructura formal del club de bibliófilos, se impuso el sentido común. Se creó un proceso de selección de miembros. Los éxitos de los miembros abrían oportunidades, y se realizaban inversiones que en caso necesario se apoyaban
persuadiendo
a los miembros de Parsifal a que prestaran su colaboración.

En la actualidad, los fondos del grupo, de unos seis billones de dólares, estaban registrados, regulados y controlados por diversos frentes. Tenían mucho de lo que estar orgullosos. La Biblioteca de Oro tenía una sede permanente, se conservaba en las mejores condiciones, y no se vería amenazada nunca mientras siguiera bajo su control. Se ocupaban de ello y obtenían su recompensa.

—Eso es lo de menos, maldita sea —dijo Holmes—. Los peligros nunca se deben tomar a la ligera. Has jugado con cosas serias que nos pueden afectar a todos. Queremos saber por qué, y dónde quieres llegar con ello.

Chapman no respondió. En vez de ello, abrió la caja de madera y extrajo un pequeño manuscrito iluminado, de unos veinte por quince centímetros, y lo dispuso en vertical para que lo vieran los miembros del club de bibliófilos. Se oyeron suspiros contenidos. La portada estaba revestida de un despliegue deslumbrante de diamantes, que formaban círculos, triángulos y rectángulos que se cortaban entre sí, todos ellos rellenados por completo de más diamantes. Eran de la máxima calidad y refulgían como el fuego.

—Conozco el libro —dijo Randklev, el zar de la minería. Citó la traducción de su título:
—Gemas y minerales del mundo
. Escrito a finales del siglo XIV. Es de la Biblioteca de Oro.

—Estás en lo cierto —le dijo Chapman. Después, se dirigió a todo el grupo—: Los diamantes de la cubierta me despertaron la curiosidad, de modo que pedí a un traductor que revisara el libro, y él encontró la historia de esos diamantes. Quizá recordéis que el persa Mahmud invadió Afganistán a finales del siglo X. Estableció su capital en Gazni y llevó el país a la cúspide de su poder, como centro de un imperio que llegaba a los actuales Irán, Pakistán y la India. Una de las fuentes de su riqueza eran los diamantes —añadió, señalando con la cabeza el rico libro—. Diamantes que se extraían de una mina enorme, en la actual provincia de Jost, próxima a Gazni. Después, unos doscientos años más tarde, Gengis Kan arrasó Afganistán, pasando a sus habitantes a cuchillo. Redujo a escombros a Gazni y otras poblaciones. La devastación fue tan absoluta que no se llegaron a reparar ni siquiera los canales de riego. Cuando Tamerlán invadió a su vez el país a principios de la década de 1380, destruyó lo que quedaba. La mina se olvidó. En la práctica, se perdió.

—La provincia de Jost es un lugar peligroso para los negocios, Marty —advirtió Reinhardt Gruen, el magnate de los medios de comunicación. Miró a unos y otros y se explicó—. El Gobierno afgano se ha hecho cargo de la seguridad del país; pero no cuentan con un ejército lo bastante numeroso, y las fuerzas de Policía locales están desbordadas, y en muchos casos son corruptas. Por ello, se supone que se encargan de la tarea los gobernadores de las provincias, lo cual es cosa de risa. En Jost, que yo recuerde, el territorio se lo han repartido entre varios señores de la guerra locales. Estos señores de la guerra pueden estar conchabados con los talibanes y con Al Qaeda.

—Mierda, Marty —exclamó Grandon Holmes, el rey de las telecomunicaciones, atravesándolo con la mirada—. En ese ambiente no puede funcionar ninguna mina. Y, lo que es todavía peor, estarías ayudando a los yihadistas.

—La realidad es precisamente lo contrario —les dijo Chapman con tranquilidad. Aquella era la conclusión a la que había llegado Jonathan Ryder—. El señor de la guerra que manda en la zona donde está la mina se llama Syed Ullah, que odia a los talibanes y, por ende, a Al Qaeda. Cuando mandaban los talibanes, en la década de los noventa, aplastaron el negocio de la droga. La heroína y el opio eran la mayor fuente de ingresos de Ullah, y lo siguen siendo hoy. Así que, como veis, los talibanes y los de Al Qaeda son sus enemigos. Tiene un ejército de más de cinco mil hombres. Jamás consentiría que los yihadistas se infiltraran en su territorio ni que se apoderaran de él.

Algunos de los que estaban sentados a la mesa asintieron poco a poco con la cabeza.

A Thom Randklev le brillaron los ojos.

—¿Sabes dónde está exactamente la mina?

—Lo sé. Iba a compartirlo con todos vosotros —mintió Chapman—. Solo que habéis hecho que os lo cuente antes de lo que esperaba. Y, claro está, tú tendrás la contrata de la explotación minera, además de tu parte, Thom.

Randklev se frotó las manos.

—¿Cuándo empiezo?

—Ese es el problema —les dijo Chapman—. El trato no está preparado para la firma.

Les relató, con tono tranquilo y presentándolo todo de la manera más positiva posible, los hechos de las últimas semanas, desde que Jonathan Ryder había descubierto la cuenta bloqueada de Syed Ullah en el banco internacional que había adquirido Chapman, hasta la fuga de Robin Miller del Learjet, en Atenas. Después, explicó lo que faltaba por hacer en Jost, y que Judd Ryder, Eva Blake y Robin Miller seguían huidos, pero que no tardarían en encontrarlos.

Cuando hubo terminado, se produjo un largo silencio.

—Jesús, Marty —dijo uno.

—Esto es un lío de mil demonios —dijo otro.

—No es un lío tan grande —dijo Chapman—; y pensad en la fortuna que se puede ganar.

—Si la mina es tan grande como dices, seríamos unos imbéciles si dejásemos el negocio —opinó Holmes.

—¿Cuánto crees que vale? —preguntó Klok.

—Según lo que he leído, la gente de Mahmud apenas llegó a raspar la superficie —dijo Chapman—. Y, claro está, tenían la desventaja de trabajar con herramientas primitivas. Yo diría que producirá al menos cien billones. A lo largo de varias décadas, claro está.

Hubo sonrisas alrededor de la mesa. Después, risas. El futuro era bueno.

Dresser cerró el debate.

—Yo diría que cuentas con toda nuestra colaboración, Marty. Pero asegúrate muy bien de controlar la situación —añadió, con una mirada severa—. Haz lo que tengas que hacer. No la jodas. Si la jodes, habrá consecuencias.

Recorrió con la vista las expresiones pétreas de los demás. Los hombres asintieron con la cabeza.

—Y no te gustarán.

CAPÍTULO
51

En algún lugar de la costa del Mediterráneo

Por encima del mar color turquesa, subiendo por un largo valle verde, como a las tres cuartas partes del camino hasta lo alto, se alzaba una pequeña villa de piedra. Tenía casi cuatrocientos años de antigüedad. A su alrededor había cuatro casitas de piedra, dos a cada lado, construidas hacía más de un siglo para acomodar a la gran familia de un señor. Por las antiguas paredes blancas de los edificios trepaba la hiedra verde, y en las ventanas había jardineras donde florecían los geranios rojos.

Hacía una tarde hermosa; el aire llevaba el perfume de la madreselva en flor. Don Alessandro Firenze estaba sentado al aire libre, bajo su denso emparrado, a un lado de la villa. Allí estaba la larga mesa de madera y las sillas de alto respaldo donde se reunía con sus compadres para beber vino y contarse historias de los viejos tiempos. El señor, hombre sesentón, estaba sentado en su silla habitual, a la cabecera de la mesa, con un sombrero de paja echado para atrás. Estaba solo, sin más compañía que su libro y su Walther de nueve milímetros, que estaba en la mesa junto a un vaso largo de té helado.

Levantó los ojos de la
República
de Platón. Una de las ventajas de estar semirretirado era que podía darse aquellos caprichos. Cuando era joven y alocado, había descuidado su educación. Durante la última docena de años, había dedicado una gran parte de su tiempo libre a leer, y el resto a cuidar de su huerto, de sus vides y de sus abejas. Y, naturalmente, de vez en cuando le salía un trabajo fuera.

Miró a su alrededor, gozando de aquel pedacito de paraíso terrenal que tanto significaba para él. Advirtió la salud vibrante de los arbustos y de las plantas de flor que crecían alrededor del césped de la parte delantera. Su extenso huerto se veía detrás de la casa, rodeado de una cerca de estacas blancas de poca altura, y junto al huerto había una enorme antena parabólica y un generador eléctrico con revestimiento a prueba de bombas y de incendios. Mucho más lejos, había una colonia de colmenas en cajas blancas. Más abajo de las viviendas, las laderas estaban revestidas de viñas bien cuidadas y salpicadas de olivos retorcidos. La finca tenía una extensión de trece kilómetros cuadrados, de modo que no había vecinos que lo molestaran.

Vio a través de la ventana de una de las casitas a Elaine Russell en su cocina. Su marido, George, había ido al pueblo por provisiones. Junto a la casita de estos había otra, ante la cual Randi y Doug Kennedy echaban la siesta al aire libre, en hamacas. Al otro lado de la villa, Jack O’Keefe (conocido en tiempos como Jack O’Keefe
el Rojo
) trabajaba en su ordenador, y se le veía por la ventana de su cuarto de estar. En la otra casita residían otros compadres suyos, dos hermanos. Para todos ellos, el trabajo de inteligencia era una parte tan integral de su ser como sus venas y sus tendones; por eso también ellos estaban solo semirretirados. Disfrutaban de los trabajos del señor, y le servían de vara de medida moral siempre que él necesitaba un debate.

Cuando se disponía a volver a su libro, vino hacia él desde la puerta de su casa Jack, a un trote corto. El señor observó su paso suelto, recordando los tiempos en que aquel hombre, mayor que él, era capaz de correr los ochocientos metros más deprisa que la mayoría de los habitantes del planeta. Jack, que venía a medir un metro setenta y cinco, seguía teniendo una elegancia felina. Pero parecía preocupado, y tenía tensión en el rostro arrugado.

El señor no dijo nada.

—Tenemos un problema, maldita sea —dijo Jack, dejándose caer en la silla contigua a la suya—. Alguien ha estado intentando localizar el origen de los correos electrónicos que crucé con Martin Chapman. El canalla no lo ha conseguido, pero se ha acercado mucho. He codificado los dos servidores de internet que creé en Somalia y en las Antillas y los he cerrado. Ahora no podrá encontrarnos de ninguna manera.

El señor sintió una explosión de furia ardiente dentro de su cabeza. No dijo nada, esperando a que amainara la tormenta. Su mal humor ya le había provocado demasiado dolor, a sí mismo y a sus seres queridos.

—Explicaste a Chapman las reglas —dijo el señor—. Yo se las dije. Él accedió. Ya las ha quebrantado dos veces.

—Lo he investigado un poco, a él y a Douglas Preston. Preston ha sido de la CIA, el muy canalla. Ya podría haberse encontrado una manera mejor de ganarse la vida a estas alturas. En todo caso, según la empresa de inversiones de Chapman, este está ahora en Atenas. Yo deduzco que Preston está con él, buscando a Eva Blake y a Judd Ryder. Como me dijiste que este asunto estaba relacionado con la Biblioteca de Oro, pasé aviso a nuestros contactos, y tengo algunos resultados interesantes.

A mucha gente que quería investigar a los ricos y a los poderosos no se le ocurría nunca dirigirse a las fuentes menos evidentes: los servicios de protección, los guardaespaldas independientes, mercenarios privados, organizadores de festejos, cocineros, servicios de empleadas domésticas y niñeras, tripulaciones de barcos, pilotos…, todos los que estaban al servicio de los opulentos.

—¿Tienes una pista? —preguntó el señor.

—No lo dudes. No se me habría ocurrido venir a hablar contigo sin tenerla. El problema es que es arriesgada.

Mientras Jack le explicaba las posibilidades, el señor se quitó el sombrero y se frotó el flequillo gris con el antebrazo. Hacía años que le habían quemado las huellas dactilares; le habían alterado el rostro muchas veces con cirugía plástica. Tenía el cuerpo de un hombre de cuarenta y tantos años, aunque la piel le había envejecido; el régimen de hormonas, vitaminas y ejercicio no podía conseguirlo todo. Escuchó, asintiendo con la cabeza. Sí: aquello serviría.

—No será fácil —advirtió Jack de nuevo.

—Ahora mismo estaba leyendo a Platón.

El Carnívoro cerró el libro y lo dejó junto a su Walther. Tendió la vista sobre su finca tranquila, deseando que estuviera allí su hija. Pero a ella no le caía bien él.

—Es un libro profundo —comentó—. No estoy de acuerdo con todo lo que dice. Pero dice una cosa que parece que sí se cumple: «Solo los muertos han visto el final de la guerra».

Se puso de pie.

—Convoca a los compadres. Nos reuniremos dentro de la villa para hacer los preparativos.

CAPÍTULO
52

Atenas, Grecia

Del fondo del pasillo del hotel llegaba el sonido de un boletín de noticias griego cuando Judd dejó en el suelo, ante la puerta, la bandeja del almuerzo de los dos. Escuchando, miró a izquierda y derecha, y volvió a retirarse a la habitación. Eva parecía tensa; estaba sentada con los codos apoyados en la mesa y sujetándose la barbilla con una mano mientras releía el cuaderno de Charles. La noche anterior, Judd había creído que iba a perderla. Se alegraba de que Eva hubiera decidido aguantar, aunque ahora él se sentía todavía más responsable de ella.

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