—Puedes pedir por correo electrónico a tu oficina la información sobre Gloria Feit.
—Espera —gruñó él.
La senadora Leggate sonrió para sus adentros. En tiempos había visto a su marido conseguir lo que quería a base de halagos y de amenazas, y ahora era ella la que ocupaba el puesto de mando.
Johannesburgo, Sudáfrica
Thom Randklev estaba de pie ante el ventanal de su despacho, con las manos unidas a la espalda en postura cómoda, contemplando las rocas y los estratos del Witwatersrand, que en afrikáans significa «el risco del agua blanca». Al desplazarse las nubes, dejando paso al sol, relucían depósitos de cuarzo que atraían su mirada. Tuvo por un instante una viva sensación de orgullo.
Del Witwatersrand había salido el cuarenta por ciento de todo el oro que se había extraído en el planeta en toda su historia, y había sido el origen de la primera pequeña fortuna de su familia. Después, el perezoso de su padre lo había perdido todo, entre el alcohol, los divorcios y el tren de vida descontrolado. Pero Thom ya lo había recuperado con creces, y tenía casas en Saint Moritz, París y Nueva York. En esta última ciudad era donde había conocido a la senadora Leggate y donde había empezado a cultivar su trato. Tal como había asegurado Thom al director, la senadora era quien podía encargarse del primer paso para resolver el problema de por qué la CIA quería exhumar a
Charles Sherback
.
Mientras repasaba mentalmente las cosas que había conseguido, se volvió para mirar los libros que cubrían dos largas paredes de su despacho. La información que le había comunicado el director lo había inquietado; pero, al mismo tiempo, tenía confianza absoluta en que la situación, fuera cual fuese, se podría resolver.
Lo que importaba era que la Biblioteca de Oro se había mantenido en secreto a lo largo de los siglos gracias a la atención cuidadosa a los detalles, y aquel secreto era el sello de los que habían heredado la biblioteca. En el mundo de hoy, las mayores guerras se libraban a puerta cerrada, en salas de juntas, y el club de bibliófilos conocía exactamente el modo de preparar, luchar y ganar todas las escaramuzas. Y aquello no era otra cosa que una mera escaramuza. Mientras daba vueltas a aquello, recordó lo que había escrito Platón: «El pensamiento es la conversación del alma consigo misma». «Muy cierto», pensó mientras se servía una copa.
Cuando sonó el teléfono, lo cogió de un tirón.
Como esperaba, era Donna Leggate.
—Gloria Feit es jefa de personal de Catherine Doyle —le dijo la senadora—. Doyle tiene una misión especial, pero no hay registro de qué se trata. Como entiendo un poco de estas cosas, creo que Doyle tiene un equipo, y que trabaja en lo más negro. Y eso significa que quizá no exista ningún registro oficial de sus empleados ni de sus misiones. Ed no me quiso decir más. La verdad es que dudo que sepa más, porque esto está por encima de su nivel de seguridad. Parece que Catherine Doyle es una OEE.
Los oficiales encubiertos extraoficiales, los OEE, eran aquellos oficiales, llenos de talento y de valor, que operaban sin la cobertura oficial de su identificación como agentes de la CIA. Si los detenían en un país extranjero, podían ser juzgados como espías y condenados a muerte.
—Gracias, Donna. Te lo agradezco. Voy a poner a mi gente a filtrarte el dinero para tu campaña de reelección. Queremos que los buenos amigos como tú sigan en el cargo.
En cuanto se la hubo quitado de encima, llamó por teléfono al director y le transmitió la información.
Estocolmo, Suecia
Era mediodía en Estocolmo, y Carl Lindström estaba sentado en la butaca reclinable de cuero de su despacho, leyendo informes financieros, cuando le llamó el director. En cuanto Carl se hizo cargo de lo que quería, fue a su escritorio, comprobó su correo electrónico y encontró la nota que le habían reenviado, con la información que había obtenido el experto en escuchas de Washington de los correos electrónicos de seguridad de Ed Casey a Langley.
Ahora, ya no solo conocía la ruta que había seguido el mensaje, el texto mismo de este y la dirección a la que se enviaba, sino también los códigos clandestinos empleados.
Provisto de estos datos, llamó por teléfono a su jefa de seguridad informática, Jan Mardis. Jan, que también había sido
hacker
maliciosa en otros tiempos, se encargaba de descubrir y detener los ataques contra su red informática mundial. También mantenía al día al personal a base de simulaciones de ataques contra sus sistemas; diseñaba herramientas para el
hacking
, y formulaba tácticas para la infiltración en las redes.
A veces les hacía trabajos especiales. El director de la Biblioteca de Oro había recurrido a ella varias veces durante los últimos meses, por medio de Carl.
—Tengo que proponerte un desafío, Jan —le dijo Lindström—. Y, cuando lo consigas, puedes contar con una gratificación generosa. Necesito que entres en el sistema informático de la CIA. Quiero que localices a un equipo determinado. Lo dirige Catherine Doyle. Uno de sus empleados de la oficina es Gloria Feit. Se trata probablemente de una unidad negra, lo que significa que van a aparecer como no registrados; pero tú y yo sabemos que en alguna parte debe de haber un registro. Te he enviado un correo electrónico con la información que necesitarás.
—Interesante.
Jan Mardis solía hablar con voz de aburrimiento, pero no en esta ocasión.
—De acuerdo, he leído su correo electrónico —añadió—. Salvo complicaciones, esto será divertido, como darse un baño en el lago Mälaren un día caluroso de verano, por así decirlo. Enrutaré mis señales por varios países; entre ellos China y Rusia, desde luego. Con esto, los polis digitales se quedarán bloqueados. Volveré a llamarle.
Carl Lindström se puso de pie y se desperezó. La delincuencia informática era la actividad criminal que aumentaba a mayor ritmo en el siglo XXI, y su empresa de
software
, Estrategias Lindström, era una de las que crecían más deprisa en todo el mundo. Había sufrido diversos ataques, pero nadie había sido capaz de violar los cortafuegos, gracias a Jan Mardis. Tenía confianza absoluta en ella, no solo por su habilidad, sino por factores humanos. La había salvado de ir a la cárcel a base de tirar de hilos en el sistema judicial, comprometiéndose, entre otras cosas, a darle trabajo. Las tareas adicionales que le encomendaba en secreto de cuando en cuando permitían a Jan satisfacer su afición a medirse con algunas de las organizaciones más seguras del planeta. Y le pagaba espléndidamente. Como escribió Maquiavelo, para tener éxito era fundamental entender las motivaciones de las personas… y aprovecharlas.
Mientras esperaba volver a tener noticias de ella, se acercó a su estantería, llena de volúmenes con encuadernaciones en piel repujadas. Sacó una antología de August Strindberg, que era uno de sus autores modernos preferidos. Abrió el libro, y puso los ojos en un pasaje: «El escritor no es más que un reportero de lo que ha vivido».
Pensó en ello y se lo aplicó a sí mismo. La labor de toda su vida, en la que había salido de los barrios bajos de Estocolmo para crear y dirigir Estrategias Lindström, era un reflejo de lo que había aprendido acerca de la necesidad de hacer todo lo que haga falta para protegerse de las humillaciones de la pobreza. Llegó con orgullo a la conclusión de que su empresa era su libro, era el libro que había escrito él.
Una hora más tarde, cuando se encontraba de nuevo leyendo informes financieros en su butaca reclinable, sonó el teléfono. Lo cogió.
—Soy yo, jefe —dijo Jan Mardis—. Tengo una perlita para usted. Tengo acceso al ordenador de la oficina de Catherine Doyle. ¿Quiere que busque algo en concreto?
Carl se incorporó en su asiento, y la emoción le aceleró el pulso.
—Envíame copia de todos los correos electrónicos de Doyle de las últimas veinticuatro horas. Después, sal de allí a escape.
En vuelo sobre Europa
El turbojet Gulfstream V se remontaba por el cielo nocturno. Sus potentes motores Rolls-Royce zumbaban suavemente. Sobre el aparato se extendía una bóveda infinita de estrellas rutilantes, y muy por debajo de él, nubes grises de tormenta salpicadas de relámpagos zigzagueantes. Judd Ryder observaba desde su ventanilla el paisaje celeste, con un sentimiento de estar suspendido entre dos mundos que le producía incertidumbre y una cierta sensación de peligro. Se preguntó en qué habría estado metido su padre, y en qué medida había salido a él.
Se quitó de encima sus emociones, se reclinó en su asiento y se concentró. El reactor Gulfstream los había esperado en un hangar privado del aeropuerto de Gatwick; era uno de los aviones que solía alquilar Langley para transportar a empleados federales y a los presos muy valiosos. Eva y él eran los únicos pasajeros, e iban sentados juntos cerca del centro de la cabina. El reposabrazos de cada asiento tenía incorporado un ordenador portátil y conectores para aparatos electrónicos. En sus mesillas había tazas humeantes de café recién hecho en la cocina de a bordo. El rico aroma perfumaba el ambiente.
Miró con atención la cara cansada de Eva, su barbilla redondeada, su leve bronceado californiano. La cabellera pelirroja le formaba una guirnalda de largos rizos alrededor de la cabeza, que tenía apoyada en el asiento. Los párpados de sus ojos azules estaban a medio cerrar. En aquel momento no manifestaba nada del fuego ni de la combatividad que tanto lo habían exasperado a él; por el contrario, parecía blanda y vulnerable. Todavía no tenía claro el concepto que tenía de ella. En cualquier caso, aquello era irrelevante. Lo importante era que la necesitaba para la operación. Esperaba poder enviarla de vuelta a California dentro de poco tiempo.
Eva abrió los ojos.
—Debería intentar ponerme en contacto con Peggy —dijo.
—No puedes encender el móvil mientras estamos en vuelo, pero puedes usar el mío.
Ryder conectó el cable de su móvil en el reposabrazos, accediendo al sistema de comunicaciones inalámbrico del avión. Explicó a Eva cómo funcionaba el modo seguro del teléfono y le enseñó a hacer lo que a los demás les parecería una llamada normal.
Eva marcó el número del móvil de Peggy. Cuando oyó la voz que le contestó al otro lado, miró a Ryder frunciendo el ceño.
—¿Puedo hablar con Peggy, por favor?
Hubo una pausa.
—No le voy a decir quién soy mientras no me diga quién es usted.
Otra pausa. Eva cortó la conversación bruscamente.
—¿Qué ha pasado? —preguntó él al momento.
—Ha respondido un hombre. Me hacía preguntas.
Mientras volvía a marcar, le dijo:
—Llamo a información para pedir el número del hotel Chelsea Arms.
Cuando lo tuvo, volvió a llamar.
—Con la habitación de Peggy Doty, por favor.
Escuchó.
—Sé que tiene una habitación allí. Íbamos a compartirla… ¿Cómo? ¿Que ella qué?
Miró fijamente a Ryder con cara de susto.
—Peggy ha muerto. El recepcionista dice que la Policía cree que se ha suicidado de un tiro; pero es imposible que se haya quitado la vida. Tiene que haberla matado alguien.
Impresionada, sacudió la cabeza.
—Me parece increíble que esté muerta —dijo. Le rodaban las lágrimas por las mejillas.
Él, al verla, volvió a sentir la pérdida terrible de su padre, el conflicto de emociones. Fue a la cocina; volvió con una caja de servilletas de papel y se la dio. Mientras Eva se secaba los ojos y se sonaba la nariz, él le dijo:
—Lo que supongo es que Charles dijo a Preston que Peggy era amiga tuya, y Preston fue a verla esperando encontrarte allí. La ha matado él. Lo siento, Eva. Esto es terrible para ti.
Vio de pronto la imagen de su padre, cuando este tenía aproximadamente la edad actual de él, mirándolo desde su altura mientras él montaba en el tiovivo del parque Glen Echo. La buena cabellera rubia, la nariz y la barbilla bien marcadas, la expresión de felicidad en el rostro mientras la música llenaba el aire y él estaba de pie junto a su hijo en actitud protectora. Judd tenía unos cinco años y había montado en un caballito de color palomino, con crin plateada ondulada al viento. Al subir y bajar el caballito mientras daba vueltas el tiovivo, sintió que se escurría. Su madre lo saludaba con la mano con el rostro radiante de orgullo. Cuando él levantó una mano para devolverle el saludo, se cayó; tenía las piernas demasiado cortas como para recobrar el equilibrio apoyándose en el suelo. Quedó suspendido con medio cuerpo fuera del caballo.
—Sujétate fuerte y tira para volver a subir —le dijo su padre con calma—. Tú puedes.
Él se asió con fuerza del poste y fue recuperando la posición poco a poco, tirando tanto que le dolían los brazos.
—Puedes hacer cualquier cosa, Judd. Cualquier cosa. Algún día, ya no te hará falta que yo esté a tu lado.
Advirtió de pronto que Eva estaba hablando.
—Esas personas tienen una maldad indescriptible —le decía, mirándolo con expresión fría—. Qué canallas. Tenemos que encontrarlos.
—Los encontraremos —dijo él.
Tomó su chaquetón del asiento del otro lado del pasillo.
—¿Estás preparada para trabajar un poco?
—Desde luego que sí.
Ryder sacó los artículos que había tomado del marido de Eva: teléfono móvil desechable, cuadernito forrado en piel, cartera y navaja suiza. Dejó en el bolsillo la pistola Glock y echó el chaquetón al asiento contiguo. Después, se quitó la chaqueta de pana y la echó encima. Se acomodó de nuevo en el asiento y se ajustó la sobaquera de la pistola.
Ella tenía en la mano el cuaderno e iba pasando las páginas. Él, después de pensárselo, optó por dejar que empezara ella con el cuaderno.
Él revisó el móvil de Sherback, buscando números de teléfono.
—Tiene la lista de contactos protegida por clave. ¿Qué clave usaría?
—Probablemente será algo clásico. Un nombre griego o romano. Prueba con Séneca, Sófocles, Pitágoras, Cicerón, Augusto, Arquímedes.
—Vale, ya te he entendido —dijo él. Se puso a marcar un nombre tras otro.
—Esto es interesante —dijo ella por fin—. He mirado todas las páginas, pero no hay ninguna lista de nombres, con números de teléfonos y direcciones o sin ellos. Parece que solo aparecen sus pensamientos y diversas citas. Cada anotación lleva su fecha, y las más antiguas son de hace seis años. Esto significa que ya lo tenía cuando vivíamos juntos, pero yo no se lo había visto nunca.