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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

La biblioteca de oro (15 page)

BOOK: La biblioteca de oro
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A Ryder le apareció en la mano su pistola.

—Venga el arma, Sherback —dijo. Arrancó a Charles los auriculares de la cabeza.

Charles había recobrado el equilibrio y apretaba con rabia la fuerte mandíbula.

—Vamos —dijo Ryder en tono cortante—. No te lo volveré a pedir con educación.

En los ojos de Charles se leía el miedo. Le pasó en silencio la pistola.

Eva respiró hondo.

—¿Cómo nos ha encontrado?

Ryder sonrió levemente.

—La tobillera que le dio Tucker.

Obligó a Charles a bajar por la acera silenciosa, y Eva pasó al otro lado de Ryder, lejos de Charles. Ryder, apuntándolo con las dos pistolas, le hizo doblar la esquina para pasar a una de las calles silenciosas de solo una manzana que hay en esa parte de Londres. La calle, de edificios altos, era tan estrecha que no había acera ni sitio donde aparcar. No pasaban coches.

—¿Dónde vamos? —preguntó Charles.

—Allí dentro.

Ryder lo dirigió hasta un callejón sin salida en cuyos lados había cubos de basura y cajas de cartón. Estaba desierto. Las pocas puertas que había estaban cerradas. Allí apestaba a ajo y a comida rancia. Los edificios que los rodeaban eran altos monolitos verticales que solo dejaban a la vista una franja del cielo nocturno.

—Vamos a llamar a la Policía —dijo Eva—. Quiero que detengan a Charles para recuperar mi buen nombre. Quiero que me devuelvan mi vida.

Ryder negó con la cabeza.

—Antes, debemos descubrir más cosas acerca de la Biblioteca de Oro.

Charles siguió caminando sin decir nada, tieso como una vara. Ryder seguía entre Charles y Eva, empuñando su pistola y la de Charles.

—Charles es el jefe de la Biblioteca de Oro —dijo ella para sondearlo—. Según lo que me ha contado, ha estado en manos privadas desde poco antes del final de la vida de Iván el Terrible.

—Pero ¿dónde está? ¿Quién la controla?

—No ha querido decírmelo. La Policía lo interrogará. Es su trabajo. Después, podemos pasar toda la información a Tucker.

Ryder negó firmemente con la cabeza.

—Este es un asunto de la CIA.

—Voy a llamar a los
bobbies
—dijo ella.

Se asomó por delante de Ryder.

—Dame mi teléfono móvil, Charles.

Charles sonrió de manera extraña y deslizó una mano hacia el bolsillo donde se lo había guardado.

—Quieto —le ordenó Ryder.

—Prefiero a la Policía que a ti —dijo Charles; pero sus palabras y su gesto eran una maniobra de distracción. Cambió bruscamente de postura y, veloz como un rayo, se arrojó sobre Ryder, extendiendo la mano para recuperar su pistola.

En el momento en que Charles cerraba la mano sobre el cañón del arma, Ryder le clavó un puño en la zona del diafragma. Mientras Charles tiraba de la pistola, su impulso hizo caer de espaldas a los dos. Ambos extendieron los codos y giraron el pecho. Cuando Eva no había tenido todavía tiempo de moverse, sonó una fuerte detonación y el olor a pólvora empezó a invadir el aire oscuro del callejón.

Charles cayó de rodillas.

—Ay, Dios mío.

Eva se cubrió la boca con las manos. La garganta se le llenó de bilis.

A Charles, inmóvil y arrodillado en el suelo del callejón, le salía sangre a borbotones por los labios. En su gabardina negra se formaba una mancha que hacía brillar el tejido.

Charles levantó la mirada hacia ella.

—Heródoto y Aristágoras —dijo. Después, cayó hacia delante, dio violentamente contra el suelo y quedó tendido con los brazos extendidos a lo largo de los costados y una mejilla contra la calzada.

CAPÍTULO
19

Ryder se puso en cuclillas junto al hombre abatido y le palpó la arteria carótida. No tenía pulso. Profirió una maldición. Acababa de perder su mejor oportunidad de encontrar la biblioteca, así como de descubrir quién estaba tras la muerte de su padre.

—Lo siento, Ryder —dijo Eva—. ¿Está muerto?

Ryder asintió con la cabeza. Se puso de pie, echó una mirada a las puertas que daban al estrecho callejón, y después miró hacia la entrada de este, por donde se accedía a la calle. No había indicios de que los tiros hubieran llamado la atención. Asió a Sherback por las axilas y lo arrastró hasta dejarlo tras una hilera de cubos de basura; allí quedarían ocultos a la vista, y la débil luz bastaría para lo que tenía que hacer.

Se agachó junto al cuerpo desmadejado y registró los bolsillos de la gabardina.

Eva se puso a su lado en cuclillas.

—¿Qué hace?

—Interrogarlo.

Tomó el teléfono de Sherback.

—Es un móvil desechable —dijo.

Encontró después el móvil de Eva. Ella se apoderó de él.

Él la miró fijamente.

—Adelante, llame a los polis —le dijo—. Si lo que quiere es acabar detenida como cómplice del asesinato de su marido.

Eva se puso rígida. Hundió los hombros. Apagó el móvil y se lo echó al bolsillo.

Ryder revisó la chaqueta de Sherback y encontró en ella una cartera y un cuadernito pequeño forrado en piel. Siguió buscando.

Eva abrió la cartera y se puso de pie para tener más luz.

—Tiene un carné de conducir británico con su foto. Está a nombre de Christopher Heath; pero eso no debería tener importancia. Todavía podrán identificar su cuerpo por el ADN.

—Puede que no lo hagan inmediatamente, sobre todo si el ADN del cadáver del accidente de coche se identificó con el supuesto ADN de su marido. Los polis tardarán mucho tiempo en aclararlo, suponiendo que se molesten siquiera en comprobar una cosa tan improbable. ¿Hay algo más allí? ¿Alguna anotación suya?

Eva volvió a agacharse.

—Nada. Ni tarjetas de crédito, ni nada. Solo dinero en metálico.

Lo último que encontró Ryder estaba en el bolsillo de los pantalones de Sherback; era una navaja de bolsillo del Ejército suizo, modelo Champion Plus, bien provista de herramientas en miniatura. Se puso de pie, se quitó la gabardina gris vieja que llevaba puesta y la echó a una papelera. Después, se lo guardó todo en los bolsillos del chaquetón, incluida la Glock de Sherback. Ya repasaría el cuaderno de Sherback cuando tuviera tiempo.

—Tengo que marcharme de aquí —dijo a Eva—. ¿Viene?

Vio el juego de las emociones en el rostro de ella. Tenía tensa la piel y magullados los ojos. Santo cielo, trabajar con una aficionada era duro; pero la necesitaba. Era el último vínculo vivo que le quedaba con Sherback y con la biblioteca.

—Sí.

Mientras caminaban aprisa por el callejón, Ryder dijo a Eva:

—Anoche robaron el
Libro de los Espías
en el Museo Británico. Yo me figuro que su marido estaba en Londres para participar en la operación. Los suyos han debido de dejar en el museo una reproducción del libro. Con la reproducción se explicaría por qué estuvo haciendo fotografías del original; les serviría para ganar tiempo. El libro verdadero ha estado en el hotel Le Méridien en algún momento.

—Debe de estar metido en ello un tal Preston. Debía reunirse con Charles y conmigo, para matarme.

—Estupendo. ¿Se le ocurre alguien más que quiera librarse de usted?

—Mi popularidad no pasa de aquí.

Mientras caminaban aprisa, parecía como si el callejón les devolviera el eco de sus pasos.

—¿Qué ha querido decir Charles con lo de «Heródoto y Aristágoras»? —preguntó él.

—Me dijo que existía la posibilidad de que alguien averiguara dónde está la biblioteca. Pensando en ello, supongo que dejó una o varias pistas sobre su paradero. De modo que Heródoto y Aristágoras pueden ser la pista. Pero no recuerdo que el uno tuviera nada que ver con el otro.

Él sintió que se le avivaba el interés.

—Vamos a ver qué puede significar desde otro punto de vista. ¿Quiénes fueron Heródoto y Aristágoras, cada uno por su lado?

—Heródoto fue un griego, investigador y narrador, del siglo V antes de Cristo. Se le considera el primer historiador.

—De modo que pudo escribir acerca de Aristágoras.

Ella hizo una pausa.

—Tiene razón. Así fue. Esta historia sucedió hace dos mil quinientos años, cuando Darío el Grande estaba conquistando la mayor parte del mundo antiguo. Cuando Darío capturó Mileto, una ciudad jónica importante, puso al mando de ella a un griego llamado Histieo. Pero, andando el tiempo, Darío se inquietó porque Histieo empezaba a tener demasiado poder. De manera que
invitó
a Histieo a que fuera a Persia a vivir a su lado y volvió a ceder el mando de Mileto, esta vez a Aristágoras, que era yerno de Histieo. Histieo se enfureció. Quería recuperar su ciudad, y optó por provocar una guerra con la esperanza de que Darío la sofocaría y volvería a ponerlo al mando a él. Hizo que afeitaran la cabeza a su esclavo más fiel, e hizo tatuar un mensaje secreto en el cuero cabelludo del hombre. En cuanto hubo vuelto a crecerle el pelo, envió al esclavo a Aristágoras; este le hizo afeitar la cabeza de nuevo y leyó la orden de rebelarse. Así comenzó la Guerra Jónica, que Heródoto relató por extenso.

—Dijo usted que Charles tenía antes el pelo castaño claro. Que se lo había teñido de negro.

Ella lo miró fijamente.

Dieron media vuelta y corrieron de nuevo hacia el fondo del callejón. Se agacharon junto al cadáver.

Él le dio su pequeña linterna.

—Apúntele a la cabeza.

Ella así lo hizo, y él sacó la navaja de bolsillo de Charles, abrió una hoja larga, asió un puñado de pelo y empezó a cortar con movimientos de sierra.

Casi en aquel mismo momento sonó a lo lejos la sirena de un coche de Policía.

—Creo que vienen hacia aquí —dijo ella.

Él asintió con la cabeza.

—Alguien ha debido de avisarlos por el disparo.

A su lado, sobre el suelo de hormigón grasiento, había un montoncito de pelo negro. Sacó las tijeritas de la navaja suiza y recortó rápidamente el pelo cerca del cuero cabelludo de Charles.

Ella se acercó.

—Veo algo —dijo.

A la luz dura de la linterna se apreciaban letras de color añil sobre el fondo blanco de la piel pálida.

—«LAW» —leyó ella. Todo en mayúsculas. Y hay también unos números.

Él siguió cortando más deprisa.

—«031308» —dijo Eva.

—¿Qué significa
LAW 031308
? —preguntó él.

—LAW
indica que puede tratarse de un código de una biblioteca jurídica
[6]
. Algunos códigos son universales y otros no. Este no lo reconozco. Podría ser propio de una biblioteca determinada…, de la Biblioteca de Oro, por ejemplo. Pero no veo cómo podría conducirnos hasta ella.

La sirena aullaba en la calle, aproximándose al callejón.

Él se incorporó de un salto.

—Pruebe las puertas de este lado. Yo probaré las del otro.

Corrieron, tirando sucesivamente de los picaportes. Todas las puertas estaban cerradas con llave. Estaban atrapados en un callejón sin salida, con un cadáver. Si salían corriendo a la calle, los policías los verían. En la entrada del callejón aparecieron haces giratorios de luz roja que saltaban entre la oscuridad y se reflejaban en las paredes.

—Hay una escalera —dijo él, señalándola con un gesto de la cabeza.

Corrieron a toda velocidad. Las luces de los coches patrulla habían iluminado una escalera de incendios tipo escalerilla de mano que descendía por el costado de un edificio y casi no se veía, porque era de hierro negro que se confundía con el granito negro de la pared. Estaba a sus buenos tres metros por encima de ellos. Él saltó. Se aferró con ambas manos al travesaño inferior, se izó e inspeccionó rápidamente la escalera. No había manera de bajarla.

Asiéndose de la barra lateral, se inclinó hacia abajo y extendió la mano.

—Salte.

Cuando ya se veía el morro del coche patrulla, Eva retrocedió tres metros para tomar carrerilla, corrió hacia él y se impulsó hacia arriba. Él la asió de la mano. Haciendo un esfuerzo, siguió aferrado a la barra mientras tiraba de ella. Cuando consiguió izarla hasta el primer travesaño, tenía gotas de sudor en la frente.

Escalaron rápidamente. Cuando entró en el callejón el coche de Policía, ellos ya estaban muy arriba, con Ryder en cabeza. Al llegar a la parte superior, salvó un pretil bajo. La noria gigantesca London Eye era una rueda de luz plateada en el horizonte. Ryder inspeccionó rápidamente la azotea: cajas de contadores y fusibles, respiraderos de conductos de ventilación, y una caseta por la que se debía de acceder a una escalera interior del edificio.

Eva asomó la cabeza sobre el borde de la azotea, con expresión sombría. Subió el pretil, se volvió, cayó de rodillas y se asomó para mirar abajo. Él acudió a su lado. El coche de Policía se había detenido en el callejón, a unos doce metros de la entrada del mismo, casi debajo de ellos. Dos
bobbies
hacían un registro, linternas en mano, dando patadas a las cajas de cartón, examinando los cubos de basura.

—Encontrarán a Charles —dijo ella en voz baja—. ¿Qué harán cuando vean lo que tiene escrito en la cabeza?

—Solo Dios lo sabe. Pero no lleva ninguna identificación, de manera que no se van a aburrir cuando intenten descifrarlo.

Hizo una pausa.

—Tengo que hacerle una propuesta. Es probable que el
Libro de los Espías
se dirija de nuevo a la Biblioteca de Oro. Usted sabe muchísimo más que nosotros acerca de la biblioteca y de Charles, el bibliotecario jefe. Quisiera dejarla en algún sitio seguro de Londres, y llamarle por teléfono o escribirle por correo electrónico cuando tenga que hacerle alguna consulta.

Ella tenía una expresión acerada en el rostro.

—Yo no soy una mujer a la que se deja en algún sitio. Voy con usted.

—De ninguna manera. Es demasiado peligroso.

En aquel momento sonó abajo un grito.

Se asomaron por el lado del edificio, hacia su derecha. Uno de los
bobbies
estaba mirando al suelo, detrás de los cubos de basura donde habían dejado el cuerpo de Charles. Movía despacio la linterna, lo que indicaba que estaba iluminando el cadáver en toda su extensión. El segundo Policía corrió a reunirse con él, apoyando la mano libre en los accesorios que llevaba en el cinturón para que no se agitaran.

Mientras los
bobbies
se agachaban, Ryder señaló con un gesto de la cabeza la entrada del callejón.

—Tenemos otra visita.

En la calle se había detenido un coche que bloqueaba la entrada del callejón. Era un Renault. El conductor bajó del coche. Llevaba pantalones vaqueros y una cazadora de cuero negro abierta. Era alto, y caminó hacia los policías con movimientos gráciles.

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