Levantaron entre todos el portón noventa centímetros, se deslizaron por debajo y corrieron hacia el
Libro de los Espías
mientras se quitaban las mochilas. No sonó ninguna alarma.
—Nueve minutos —dijo Preston, aliviado.
La vitrina de alta seguridad tenía un marco de titanio, sin junturas en las esquinas para que fuera más hermético. La parte superior estaba compuesta de dos paneles de vidrio templado, antirreflectante, cada uno de ellos de cinco milímetros de grosor, fundidos con butiral de polivinilo, que, en caso de ruptura del vidrio, sujetaría los fragmentos, protegiendo el manuscrito. Los cierres estaban hechos de inconel, un acero al níquel, y tenían perfil en C; los brazos de cada C encajaban en ranuras para crear un cierre bien sellado. Una persona que no supiera lo que tenía que hacer podría tardar horas enteras en encontrar el modo de abrir la vitrina.
Trabajaron con movimientos lentos pero bien ensayados. Dos hombres abrieron los cierres superiores, empleando herramientas especiales, retiraron el primer panel y lo dejaron en el suelo, mientras Preston y el cuarto hombre extraían de una mochila un manuscrito iluminado falso y le quitaban la funda.
En cuanto se hubo extraído el segundo panel de vidrio, un hombre cerró cuidadosamente el
Libro de los Espías
enjoyado y lo puso a salvo en película transparente de poliéster para archivos y una funda de polietileno translúcido, y lo envolvió después en plástico de burbujas. Lo metieron en la mochila de Preston.
Sin dejar de respirar regularmente, Preston estudió el interior de la vitrina, que tenía un acabado de color negro azabache. Buscaba las pequeñas clavijas que indicaban la posición correcta. Después de constatarla, dejó el libro falso en su lugar y lo abrió por las dos únicas páginas que eran verdaderas, copiadas en color y retocadas a mano a partir de fotografías que había tomado Charles Sherback durante la inauguración de la tarde anterior. Había unas pequeñas junturas allí donde se habían pegado las páginas al libro, pero no se apreciaban a menos que se observaran muy de cerca.
Cuando levantó la vista, sus hombres ya tenían puestas las mochilas. Mientras él se echaba a la espalda la suya, los dos primeros volvieron a colocar los paneles de vidrio y echaron los cierres.
Consultó su reloj, lleno de satisfacción.
—Cuatro minutos.
Uno de los hombres rio por lo bajo; otro soltó una carcajada. Preston echó una ojeada de experto para asegurarse de que no se dejaban nada, y huyeron rápidamente.
Mientras el Citroën doblaba velozmente la esquina, Judd Ryder subía corriendo por la calle estrecha, siguiendo a Eva Blake, que, a su vez, corría adentrándose en la llovizna. Ryder, que trabajaba para Tucker Andersen, estaba en Londres para vigilar a Eva, y se había enterado ya de dos datos importantes. En primer lugar, Eva estaba muy atenta a su entorno: había mirado atrás varias veces, lo que indicaba que percibía que la seguían. Se había fijado en él claramente en una ocasión. Y, en segundo lugar, el hombre que ella creía que era su marido acababa de intentar matarla.
Sin dejar de correr, Eva arrojó algo bajo un arbusto. Ryder lo buscó y vio un brillo tenue. Recogió una alianza y una cadena de oro con un colgante; las dejó caer en el bolsillo de su chaqueta y aceleró. Pasó ante el hotel Montagu y dobló la esquina. Había algo de tráfico y algunas personas dispersas por las aceras. Percibió a Eva, que entraba corriendo en los jardines de Russell Square.
Cruzó la calle sorteando los coches y entró en el parque, un jardín bien cuidado que ocupaba toda una manzana, con prados y caminos serpenteantes bajo las amplias ramas de árboles centenarios. Aunque el mes de abril estaba resultando frío, los árboles ya habían echado hojas, con lo que quedaban franjas negras que ni siquiera las farolas ornamentadas del parque llegaban a iluminar.
No veía a Eva Blake por ninguna parte. Pero vio en el lado este del parque el Citroën entre el resto del tráfico. Daba vueltas alrededor del jardín. Sacó su móvil y marcó el número de ella.
Le respondió una voz de mujer, sin aliento.
—¿Tucker?
Él sabía que ella creía que solo Tucker tenía su número de teléfono.
—Me llamo Judd Ryder. Tucker me envió para que la ayudara. La he estado siguiendo…
Ella colgó.
Ryder soltó una maldición y corrió por un sendero, buscando entre las sombras. ¿Había visto movimiento cerca del café Garden, en el ángulo nororiental de la plaza? Se ocultó tras un árbol. Durante unos instantes, vio entrar y salir de entre las sombras oscuras del café a una figura como una aparición, con gabardina marrón clara. Era Eva Blake.
Él la siguió a su mismo ritmo mientras ella salía por el portón de hierro forjado del parque y se deslizaba tras un antiguo refugio para cocheros mientras pasaba el Citroën, que giró hacia el oeste. Cuando el coche rodeaba el parque de nuevo, ella atravesó corriendo el cruce, muy transitado, hacia el histórico hotel Russell.
También él salió del parque. Ella redujo la velocidad al dejar atrás el hotel, y entró entre la multitud próxima a la estación de metro de Russell Square.
Bajó de la acera y corrió por la orilla de la calzada. Cuando estuvo por delante de ella, se ocultó tras el puesto de periódicos del
Herald Tribune
y se quitó el gorro negro de punto. Cuando Eva Blake pasó aprisa a su lado, él la asió del brazo y aprovechó el propio impulso de ella para hacerla girar hacia él.
—Soy Judd Ryder. Acabo de llamarla…
—Suélteme.
Ella le dio un tirón tan fuerte que él estuvo a punto de soltarla.
Tenía el pelo empapado de la lluvia, pegado al cráneo, y se le había corrido el rímel, que le había formado semicírculos sucios bajo los ojos y churretes grises en las mejillas. Pero lo que le llamó la atención fueron sus ojos azul cobalto. Irradiaban miedo… y desafío.
—Tengo que sacarla de aquí —le ordenó.
Ella se apartó de él bruscamente y le arrojó con un pie una experta patada lateral
yoko keage
. Él dio un paso atrás rápidamente, y solo la parte delantera suelta de su chaquetón recibió la carga del golpe. Ella, sorprendida por no haber hecho impacto, vaciló sobre sus pies y cayó sobre el pecho de él. Él la apretó contra sí con las manos.
La hizo incorporarse de un tirón y le dio el gorro de lana.
—Póngase esto. Recójase el pelo dentro. Tenemos que cambiarle el aspecto… a menos que quiera arriesgarse a que vuelva a encontrarla su marido. Quítese la gabardina. Si hace exactamente lo que le digo, quizá sea capaz de sacarla de aquí.
Ella se quedó inmóvil, mientras pasaban alrededor de ellos los viajeros que iban a coger el metro.
—¿Es verdad que trabaja con Tucker? —le preguntó.
—Trabajo a sus órdenes. Igual que usted. Por eso tengo el número de móvil de usted.
—Eso no quiere decir nada. ¿Por qué no me ha hablado él de usted?
—Ya se lo explicaré más tarde.
Tomó el gorro de lana, se lo incrustó en la cabeza y empezó a desabotonarle la gabardina.
—Ya me la quito yo, maldita sea.
Se quitó del hombro la correa del bolso y se despojó de la gabardina.
Él atrapó ambas cosas antes de que cayeran al suelo y enrolló la gabardina de manera que solo quedaba visible el forro interior verde. Eva llevaba una chaqueta sastre negra, un suéter negro de cuello de cisne y unos vaqueros de cintura baja y ceñidos, metidos en unas botas negras altas.
—Recójase el pelo bajo el gorro.
Mientras ella lo hacía, él le devolvió el bolso.
—Cójame del brazo, como si yo le gustara.
Ella le pasó el brazo por el suyo, con desconfianza. Mientras caminaban, él le dio unas palmaditas en la mano. La tenía helada y tensa. Él tiró su gabardina a un contenedor de basuras.
Ella hizo ademán de mirar hacia atrás.
—No se vuelva —le advirtió él—. Será mejor que demos a su marido el mínimo de oportunidades de verle la cara.
Cuando siguieron adelante, el número de transeúntes se redujo, lo cual era bueno y malo a la vez. Era bueno porque podían avanzar más deprisa. Era malo, porque así resultaba más fácil identificarla a ella. Ryder sacó un espejo de bolsillo, lo sostuvo en el hueco de la mano y observó en él a los coches que se acercaban por detrás.
—No veo el Citroën —le comunicó—. Está tiritando. Abotónese la chaqueta. Buscaremos algún lugar caliente para hablar.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba? —le preguntó ella, mientras se abotonaba la chaqueta hasta el cuello.
En la voz de Eva no había confianza, pero él solo necesitaba su colaboración.
—Judd Ryder —dijo él. Metió la mano en el bolsillo interior de su chaquetón abierto, con intención de sacar la cartera. Sacó la mano vacía. Recordó al instante la patada lateral que le había tirado ella y que después había tropezado con él, apoyándole las manos en el pecho. Tucker no había mentido: era una carterista de primera.
Ella sacó la cartera de su bolso, la abrió y comprobó el permiso de conducir de Judd, del estado de Maryland, sus tarjetas de crédito y sus carnés.
—No dice
CIA
en ninguna parte —dijo, devolviéndole la cartera.
—Estoy encubierto.
—Entonces, puede que no se llame de verdad Judson Clayborn Ryder.
—Sí que me llamo así. Hijo de Jonathan y de Jeannine Ryder. Primo de muchos.
—Hay credenciales falsas.
—Las mías no lo son. Le propongo una idea interesante: pruebe a ser agradecida. Yo soy el que la está ayudando a huir de su marido.
—Si quería ayudarme de verdad, ¿por qué no intentó detener a Charles cuando quiso atropellarme? Al menos, podría haber usado la pistola para reventarle los neumáticos.
De modo que ella le había notado la Beretta.
—Eso de que los neumáticos explotan cuando les pegas un tiro es un mito.
—¿Cree que Charles volverá a intentar matarme?
—Teniendo en cuenta que estaba dando vueltas al parque, yo diría que parece que la idea le atrae.
Ella congeló su expresión y apartó la vista.
Cuando doblaron por Guilford Street, ella le preguntó:
—¿Fue usted quien salvó al guardia del museo que estuvo a punto de caerse por la barandilla?
—Necesitaba ayuda. Fue una suerte que estuviera yo allí cerca.
Ella respiró hondo.
—Me alegro de que así fuera —dijo.
Pasaron ante una hilera de locales comerciales y de oficinas de empresas, todos cerrados. En la acera, ante ellos, estaba sentado con las piernas cruzadas un vagabundo, refugiado bajo una sombrilla de playa destartalada y, delante de él, un letrero escrito a mano:
MI PERRO Y YO TENEMOS HAMBRE. UNA AYUDA, POR FAVOR.
Judd sintió de pronto que ella se ponía rígida a su lado.
—¡Charles! —susurró Eva.
Él vio de reojo que se aproximaba por detrás el Citroën.
—No tenemos tiempo de huir —le dijo en voz baja—. Míreme y sonría. ¡Míreme! No somos más que una pareja corriente que hemos salido a dar un paseo.
Le pasó un brazo por los hombros, la llevó hacia el mendigo y echó en la mano del hombre una moneda de dos libras.
—¿Dónde está su perro? —le preguntó para ganar tiempo mientras se acercaba el coche.
—¿Yo tengo perro? —dijo el hombre con voz pastosa. Apestaba a vino barato.
—Eso dice en el letrero.
Vio que el Citroën estaba casi a su altura.
—Leches. Ya me he dejado el chucho en casa. Debo de estar perdiendo la chaveta.
La moneda de dos libras desapareció en el bolsillo del hombre, y este volvió la vista al frente con gesto inexpresivo mientras el Citroën pasaba de largo sin molestarlos.
Ryder miró a Eva Blake a la cara.
—Nuestros invitados no tardarán, querida. Será mejor que vayamos hacia casa.
Ella asintió escuetamente con la cabeza, y se pusieron en camino a paso vivo.
El
pub
Lamb, en el 93 de Lamb’s Conduit Street, era una taberna clásica, a la antigua, con maderas antiguas, paredes de color marrón ahumado y una barra ornamentada, en forma de U, que todavía conservaba en su parte superior las antiguas pantallas llamadas
snob screens
, que podían desplegarse para que un cliente pudiera tener una cierta intimidad. Su ambiente oscuro estaba cargado de los aromas sabrosos de las buenas cervezas rubias y morenas.
Eva, aliviada por haber salido a salvo de la calle, se lavó la cara en el baño y se instaló en un banco corrido al fondo. Observó a Judd Ryder, con su larga figura, que, apoyado en la barra, inspeccionaba la sala mientras esperaba a que le sirvieran las bebidas. Los parroquianos se apiñaban alrededor de la barra, apoyando los zapatos en el apoyapiés del suelo. Ryder y ella solo habían llamado la atención durante un instante, y ahora no la miraba nadie, ni siquiera Ryder.
Si había aprendido algo en la cárcel era que para sobrevivir había que ser desconfiado. Ryder había dejado su chaquetón en el asiento de cuero. Ella le registró los bolsillos interiores. Había un par de rotuladores, el espejito, una barra de muesli, un fajo grueso de billetes y un horario de trenes del metro de Londres. Volvió a dejar todo en su sitio, salvo el horario de trenes, y cuando se disponía a comprobar si él había anotado algo en él, Ryder tomó de la barra la bandeja del té de ella. Ella volvió a echar al instante el horario de trenes en el bolsillo interior del chaquetón.
Él caminó hacia ella a pasos largos. Llevaba pantalones vaqueros, un polo azul oscuro y una chaqueta de pana suelta. Eva no llegaba a apreciar la sobaquera en la que llevaba la pistola. Su cara, de fuertes mandíbulas, estaba curtida y tenía una rudeza de hombre que vive al aire libre, como si se la hubiera formado más la vida que la herencia biológica. Tenía las manos grandes y hábiles, pero sus ojos grises oscuros eran inescrutables. Era atlético, y estaba claro que entendía de karate; de lo contrario, no habría sido capaz de esquivar el golpe de ella. Bien podía estar diciéndole la verdad… o no.
Disimuló su tensión y sonrió.
—Gracias. Tiene un aroma delicioso.
—Té lapsang souchong, como me pidió. Leche caliente, y una taza también caliente —dijo él, dejando la bandeja en la mesa—. Beba. Está temblando.
Cuando él volvió a la barra para recoger su cerveza negra, ella sacó de nuevo el horario de trenes y lo inspeccionó. No tenía señales ni notas. Examinó a continuación los bolsillos exteriores del chaquetón. Frunció el ceño al descubrir el lector electrónico de un dispositivo de seguimiento de algún tipo. Era un pequeño ordenador de mano con GPS, semejante a los que había montado ella en la fábrica de artículos electrónicos de la prisión. Aquellos dispositivos servían para controlar la situación de cualquier cosa, y el aparato lector indicaba la información que transmitía el chip.