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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

La biblioteca de oro (12 page)

BOOK: La biblioteca de oro
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Un instante de felicidad lo invadió.

—Estoy bien.

Se despojó de la gabardina mojada.

—¿Está muerta?

El rostro de Robin estaba orlado de una espesa caballera rubia ceniza, con un tupido flequillo que le llegaba hasta los ojos verdes. Tenía la boca redonda y sensual, y su piel lucía un bronceado rojizo. Tenía treinta y cinco años. Por orden del director, todos los miembros del equipo tenían que someterse a cirugía plástica antes de poder trabajar en la biblioteca. Él había visto fotos de Robin de aquella época, y ahora era más hermosa todavía.

—Ha habido complicaciones —dijo, sacudiendo la cabeza con desagrado—. Eva se ha escapado.

Ella lo miró fijamente con preocupación.

—¿Vas a contar al director que te reconoció?

Él se dejó caer en una butaca y se sirvió una taza de café humeante.

—Será más seguro para mí que me ocupe del problema en persona —dijo.

Añadió azúcar, y después crema hasta que adquirió color de café con leche. Le habría gustado tener a mano un buen
whiskey
irlandés para añadirlo también.

—Pero ¿qué vas a hacer?

—Tengo que matarla —dijo él, oyendo la determinación en su propia voz. Ya había llegado tan lejos que no le quedaba otra opción. Desde el momento en que había aceptado el puesto de bibliotecario jefe de la Biblioteca de Oro, su suerte había quedado echada. Recordó aquella sensación de haber cumplido su destino. Había plantado cara a la realidad, se había quitado de encima todo remordimiento y se había arrojado a su vida nueva y emocionante.

—Quizá debieras pedir ayuda a Preston.

Charles negó bruscamente con la cabeza.

—Se lo diría al director.

Quedaron callados, reconociendo la amenaza que significaba aquello. Él vio que ella se aferraba con tal fuerza al borde de la cama que le palidecían las manos. Se acercó a ella y la atrajo hacia sí. Ella le apoyó la cabeza en el hombro. Él absorbió su calor.

—Tengo miedo —susurró Robin.

Era una mujer fuerte. Hasta entonces no había reconocido que tenía miedo. Ella podía estar en una situación tan apurada como la de él, porque tampoco se lo había contado al director inmediatamente.

—Todo esto es por culpa de Eva —dijo él para tranquilizarla—. Si no me hubiera reconocido, no estaríamos metidos en este lío. Te quiero. Recuérdalo. Te quiero.

—Yo también te quiero, cariño —dijo ella, rodeándolo con sus brazos—. Pero tú no eres un matador. No sabes hacer esas cosas. Mientras Eva siga viva, será peligrosa para la biblioteca… y para nosotros. Debes decírselo a Preston, para que él se pueda encargar de ella. Si no quieres decírselo tú, se lo diré yo.

Alguien dio cuatro golpecitos a la puerta.

—Ya ha llegado Preston —dijo ella, apartándose de él—. Déjame un momento.

—Date prisa.

Ella asintió con la cabeza y se puso de pie, alisándose el pelo y estirándose el suéter blanco de cachemira y los pantalones marrones.

Él se dirigió a la puerta, y llegó hasta ella cuando empezaba a sonar otra serie de cuatro golpecitos. Miró por la mirilla. La imagen distorsionada de Doug Preston se recortaba en el pasillo, con una mochila bien llena en la mano izquierda. Tenía la mano derecha oculta en el interior de su cazadora de cuero negro, donde llevaba la funda de su pistola. Todo su aspecto, desde las rodillas levemente flexionadas hasta la atención penetrante con que vigilaba el pasillo, emitía una impresión amenazadora.

Charles inspiró hondo y abrió la puerta, y Preston entró en la habitación. Charles lo observó con inquietud mientras él inspeccionaba con la vista el interior. Cuando se detuvo a mirar a Robin, ella le hizo un gesto de saludo con la cabeza, con ojos de desconfianza. Charles se centró en la mochila. Podía aplazar la decisión de contar o no a Preston lo de Eva, porque el contenido de la mochila era una cuestión más urgente.

—¿Tienes el
Libro de los Espías
? —le preguntó.

—Lo tengo.

Preston dejó la mochila en una silla y empezó a abrir la cremallera.

—Desde ahora, me hago cargo yo de él —dijo Charles.

Preston se apartó.

Mientras Robin se unía a ellos, Charles extrajo el bulto de plástico de burbujas.

—Aparta el café, Robin. Deja las servilletas.

Ella tomó la bandeja y se la llevó. Aunque la mesa parecía limpia, Charles la frotó con las servilletas de lino. Después, dejó en la mesa el bulto y empezó a quitarle capas de plástico de burbujas y de polietileno transparente. Por último, solo quedó película de poliéster para archivos.

Hizo una pausa, sintiendo una reacción visceral. Miró con un nudo en la garganta el manuscrito iluminado que se traslucía a través del envoltorio protector transparente.

—¿Preparado?

Se instaló en la butaca y levantó la vista. Preston asintió con la cabeza.

—Date prisa —dijo Robin.

Soltó el poliéster y lo dejó caer a los lados.

—Ay, Dios mío —susurró Robin.

—Sí que es una belleza —asintió Preston.

Charles miraba y absorbía el espectáculo del célebre
Libro de los Espías
, recopilado por orden de Iván el Terrible, a quien fascinaba la cuestión de los espías y de los asesinos a sueldo. El volumen, recubierto de oro, era grande; debía de medir unos veinticuatro por treinta centímetros, con diez centímetros de grosor, y estaba decorado con voluminosas esmeraldas, grandes rubíes y perlas lustrosas, una fortuna en piedras preciosas. Las esmeraldas, dispuestas a lo largo de los bordes de la cubierta, formaban un marco rectangular de color verde brillante. Las perlas estaban reunidas en los dos tercios superiores, formando la figura de un puñal reluciente, y los rubíes rojos estaban bajo la punta del puñal, en forma de una gran gota de sangre. Las joyas rutilaban como llamas a la luz de la lámpara.

En la habitación reinó un silencio de admiración. Robin dio a Charles unos guantes limpios de algodón blanco. Charles se los puso, abrió el libro y fue pasando despacio las páginas, saboreando el estilo, los colores, la tinta, el tacto del pergamino fino entre sus dedos cuidadosos. Cada página era un alarde de ricas imágenes, de letras cirílicas austeras y de orlas intrincadas, ardientes de color. Se emocionaba al considerar no solo el esfuerzo de recopilar aquellos conocimientos, sino el de crear aquella obra de arte.

—Esta obra maestra costó seis años de arduo trabajo —les dijo Charles—. Doce meses al año, siete días por semana, de doce a catorce horas de trabajo cada día. Con pinceles y pinturas muy rudimentarios. Solo se podía trabajar a la luz del sol y a la de las lámparas de aceite. Sin buena calefacción durante los terribles inviernos de Moscú. Con la molestia constante de los mosquitos durante el verano. Imaginaos la dificultad, la dedicación.

Robin se sentó en el suelo y apoyó un codo en la mesa para estar más cerca. Preston acercó una silla y se sentó, contemplando las páginas que iban pasando. Las imágenes representaban a espías discretos, diplomáticos orondos, monarcas vestidos con pieles, soldados con uniformes pintorescos, malvados con cara de astutos. Era una rica recopilación de relatos sobre espías y asesinos a sueldo verdaderos y míticos y sus misiones, que se remontaban hasta épocas anteriores a la Biblia.

—¿Estás seguro de que es auténtico? —preguntó Robin en voz baja y emocionada.

—El estilo es el correcto; tiende al naturalismo —le dijo Charles—. Los últimos toques no están ejecutados con pan de oro, sino con oro líquido.

El naturalismo y el oro líquido solo aparecieron hacia el final de la Edad Media, lo que concordaba con el año en que se terminó de elaborar el manuscrito en Moscú, 1580.

—Lo que resuelve definitivamente su autenticidad son las letras minúsculas que se aprecian bajo algunos colores. ¿Lo ves? Son casi invisibles. Hasta los mejores falsificadores pasan por alto este detalle revelador.

Señaló la página sin tocarla. Las letras representaban las iniciales del nombre latino de los colores que se había indicado al antiguo iluminador que colorearía los dibujos que había preparado previamente otro artista. La R era
ruber
, rojo; la V,
viridis
, verde, y la A,
azure
, azul.

—Lo pintó un italiano que trabajaba en la corte de Iván —explicó Charles.

—Recuerdo bien el libro —dijo Preston—. Los relatos de espías son interesantes. Los verdaderos héroes son los que encuentran los secretos y se los llevan a la tumba. A eso fue a lo que nos comprometimos cuando entramos a trabajar para la Biblioteca de Oro. A una lealtad total.

Mientras Preston hablaba, Robin miraba fijamente a Charles. Tenía las cejas fruncidas con determinación, y estrechaba los labios. Su mensaje estaba claro: si Charles no se lo decía a Preston, se lo diría ella.

—Tenemos un problema —dijo Charles, armándose de valor, mientras Preston volvía la vista hacia él.

—No es preciso que el director se entere, Preston —apuntó Robin—. Es una cosa de la que te puedes ocupar tú mismo.

Preston no la miró.

—¿Qué ha pasado, Charles?

Charles soltó un suspiro hondo.

—La cosa empezó en el museo. Yo había terminado de fotografiar el
Libro de los Espías
, y ya me marchaba, cuando vi a Eva. Mi mujer. Dios sabe cómo ha salido de la cárcel; pero el caso es que estaba allí, y me reconoció.

Siguió contando apresuradamente la persecución por el museo y la detención de Eva.

—Alquilé un coche. Cuando la Policía la soltó, la seguí, hasta llegar a una calle tranquila. Allí, estuve a punto de conseguir atropellarla. Pero se escapó. Di vueltas con el coche por todas partes, buscándola de nuevo.

—¿Sabe algo de la Biblioteca de Oro? —le preguntó Preston al instante.

—Por supuesto que no. Nunca le dije nada.

—¿Qué más?

—Me grabó con su teléfono móvil —reconoció Charles—. No sé si me hizo fotos o un vídeo.

—Por favor, Preston, no se lo digas al director —le suplicó Robin.

Preston guardó silencio. La habitación se llenó de tensión.

Charles se frotó los ojos y volvió a hundirse en su butaca. Cuando levantó de nuevo la vista, Preston no se había movido y su mirada era inescrutable.

—¿Dónde se alojaría en Londres? —le preguntó Preston.

—Teníamos dos hoteles preferidos, el Connaught y el Mayflower. Cuando venía ella sola, iba a casa de una amiga suya, Peggy Doty. En el museo oí comentar de pasada que Peggy se había vuelto a trasladar a Londres. No tengo su dirección, pero yo supongo que Eva se aloja en casa de Peggy. Eran amigas íntimas.

Preston marcó un número en su móvil.

—Eva Blake se puede alojar en uno de estos hoteles —dijo, retransmitiendo la información—. Te enviaré su foto por correo electrónico. Acaba con ella. Tiene un teléfono móvil. Es imprescindible que lo recuperes.

Puso fin a la conexión, y dijo a Charles:

—Yo mismo me encargaré de Peggy Doty.

Mientras Preston se dirigía hacia la puerta, Charles se puso de pie. Sudaba.

—¿Vas a decírselo al director?

Preston no dijo nada. La puerta se cerró.

CAPÍTULO
14

Mientras conducía el coche hacia el apartamento de Peggy Doty, Preston se complacía en su éxito en la complicada misión de recuperar el
Libro de los Espías
. Había sido como en los viejos tiempos, cuando era oficial de la CIA y trabajaba encubierto en puntos calientes de Europa y de la antigua Unión Soviética. Pero cuando terminó la guerra fría, en Langley habían perdido el apoyo del Congreso, de la Casa Blanca y del pueblo americano, que les había permitido vigilar el mundo como es debido. Asqueado y descorazonado, había presentado su dimisión. Cuando llegaron los ataques del 11 de septiembre y todo el mundo se dio cuenta de la importancia fundamental de los servicios de inteligencia para la seguridad de los Estados Unidos, él ya se había comprometido con algo más grande, con algo más perdurable. Con algo mucho más relevante, casi eterno: con la Biblioteca de Oro.

Lo invadió una oleada de furia. Charles era engreído, y el engreimiento siempre era una carga. Había puesto en peligro la biblioteca.

Preston pulsó el botón donde estaba memorizado el número del director.

—¿Has conseguido el
Libro de los Espías
?

Martin Chapman hablaba con voz enérgica, centrando la atención al instante, a pesar de que en Dubái era algo más tarde de las cuatro de la madrugada. Esta reacción de hombre incansable era típica suya, y era uno de los motivos por los que Preston lo admiraba.

—El libro está a buen recaudo. Pronto estará en el avión. Y Charles ha verificado que es auténtico.

El director le respondió con voz de agrado, tal como Preston había esperado.

—Felicidades. Buen trabajo. Sabía que podía contar contigo. Como escribió Séneca, «No importa cuántos libros tenga uno, sino lo buenos que sean». Estoy impaciente por volver a verlo. ¿Ha ido todo sin incidentes?

—Un pequeño problema, pero es manejable. La esposa de Charles ha salido de la cárcel y estaba en la inauguración, en el museo. Lo reconoció, armó un escándalo y la detuvieron. Charles intentó atropellarla. Falló, claro está. Ahora voy en coche al apartamento donde él cree que se aloja ella. Acabo de enterarme de todo esto.

—El muy desgraciado debería haber dado aviso inmediatamente. ¿Robin lo sabía?

—Sí.

Las reglas de la biblioteca eran inviolables. Todos lo sabían. Era una de las razones fundamentales por las que la biblioteca se había mantenido invencible (e invisible) a lo largo de los siglos.

—Mata a Eva Blake —dijo el director con frialdad, implacable—. Ya decidiré más tarde lo que hay que hacer con Charles y Robin.

Preston aparcó cerca de la Sant John Street, en el barrio de moda de Clerkenwell, después de haber pasado ante el portal del edificio de apartamentos donde vivía Peggy Doty y de haber dado media vuelta a la manzana. Cuando bajó del Renault, se caló la visera de su gorra del Manchester United. Le llegó desde una cafetería iluminada el rico aroma del café vietnamita, que impregnaba la noche. En aquel barrio histórico se movía una multitud de jóvenes elegantes, dedicados a sí mismos y a pasarlo bien aquella noche.

Preston, después de haber comprobado que estaba limpio, desanduvo el camino hasta el edificio de Peggy Doty y probó la puerta del portal. Estaba cerrada. Por fin, salió una mujer. Preston atrapó la puerta antes de que llegara a cerrarse, se metió dentro y subió por las escaleras.

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