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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

La biblioteca de oro (9 page)

BOOK: La biblioteca de oro
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Una chispa de compasión se asomó a la cara hirsuta del inspector. La miró fijamente, con aire de estar considerando lo que debía hacer.

Sentía tensión en todo el cuerpo. Se volvió hacia él, rozándole un hombro con el suyo.

—Lamento de verdad haber causado tantos problemas.

—Puede que usted quiera que esté vivo para no tener que cargar con la culpa de lo que hizo —dijo él.

Ella le dio la respuesta que él quería oír.

—Sí.

En los ojos cansados del inspector se leía la lástima. Encogiéndose de hombros, se puso de pie. Sacó el pasaporte de Eva del interior de su chaqueta de
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y se lo entregó.

—Coja un avión mañana y vuélvase a su casa. Pida cita a un psicoterapeuta.

Eva recogió sus cosas y siguió al inspector Collins por el pasillo de la comisaría. Mientras oía el rumor del sistema de ventilación, volvía mentalmente al hombre del museo, al hombre que ella estaba segura de que era Charles, a pesar de lo que había contado al inspector.

A cada paso que daba, reconstruía su perfil, su estatura y su edad, la expresión de sorpresa y de reconocimiento que había visto en sus ojos. Mientras bajaban en el ascensor, reproducía mentalmente las palabras que había dicho él a los guardias del museo, oyendo la entonación familiar de su voz.

El inspector la dejó, y ella salió al exterior y se detuvo. Refugiada bajo el pórtico de entrada de la comisaría, visualizó a Charles huyendo en la noche de tormenta. Vio cómo agitaba los brazos a los costados. Ahí había algo. Algo relacionado con sus manos.

Entonces, lo recordó. Sacó su teléfono móvil. Volvió a reproducir el breve vídeo y lo observó con atención. Detuvo la imagen y la amplió. Charles había sufrido una herida grave en la mano izquierda en un accidente, en unas excavaciones en Turquía. Si aquel hombre era Charles, debería tener una cicatriz larga en la mano.

Casi esperó ver una piel lisa. Pero quedó sin aliento al detectar la cicatriz blanca azulada que serpenteaba desde la punta del pulgar, pasando por la mano, hasta perderse bajo la manga de la gabardina. Charles.

Se volvió bruscamente con intención de entrar de nuevo en la comisaría… pero se detuvo. La Policía no la ayudaría de ninguna manera. Pensó en Tucker Andersen. Pero este ya debía de saber que ella se había hecho la ilusión de ver a Charles en otras ocasiones. Tampoco él la creería.

Pero tenía que darle su informe. Marcó su número.

No hubo ningún preámbulo.

—¿De qué se ha enterado? —le preguntó él al instante.

—No he podido encontrar a nadie que supiera nada nuevo de la Biblioteca de Oro —le dijo sin mentir—. Todos tienen sus teorías habituales.

—Lástima. Vuelva al museo mañana. Pásese el día entero.

—Claro.

Había ganado algo de tiempo.

Abrió el paraguas y caminó a la luz de las farolas, intentando ordenar sus ideas. Su matrimonio con Charles no había sido perfecto, pero ¿acaso existía una relación de pareja perfecta? A la muerte de él, los problemas de su relación se le habían borrado a ella de la mente. Lo había querido mucho, y creía que él la quería a ella. Tenía catorce años más que ella, y ya era célebre en su carrera profesional cuando se conocieron. Recordó aquella primera vez que lo había visto, entrando en el aula con pasos largos y seguros. Aquella cara apuesta que irradiaba inteligencia y curiosidad. Era conferenciante invitado en un curso universitario de segundo ciclo en el que ella ejercía de asistente mientras preparaba su doctorado. Citaba a Homero y a Platón, y había encantado e impresionado a todos.

—Gratias tibi ago, doctor Sherback, benigne ades
—le había dicho ella. «Gracias, doctor Sherback, por haber tenido la bondad de venir».

La multitud de admiradores se había ido disipando hasta que solo quedaban él y ella.

Él la había mirado fijamente desde su altura, evaluándola. Después, le había contestado también en latín.

—Me recuerdas a Diana, la diosa de la caza y de la luna y protectora de la juventud inocente. Dime, ¿tienes por aquí cerca un bosque de robles y un ciervo?

Ella se rio.

—Y mi arco y mis flechas.

—Ah, sí; pero entonces no eres solo una cazadora, sino un símbolo de castidad. No es de extrañar que necesites tus armas. Espero que no me conviertas en ciervo, como hiciste con Acteón.

Cuando Acteón vio a la diosa bañándose desnuda en un arroyo, esta lo convirtió en ciervo y le echó encima a sus perros de caza.

—Está completamente a salvo —le aseguró ella—. No tengo perros; ni siquiera un caniche miniatura.

Él se echó a reír; el buen humor le hacía fruncir los ojos.

—Me gusta una mujer que sabe hablar latín y que conoce a los dioses y diosas antiguos. ¿Nos tomamos un café?

Sus colegas, los críticos y los aficionados al arte lo admiraban, y las mujeres se le echaban encima. Pero había sido ella la que lo había cazado. No sospechó nunca que se estaba casando con un hombre capaz de hacerse pasar por muerto y de enviarla a la cárcel. Pero también es verdad que ella, como tantos otros, había quedado deslumbrada por él, por el estilo de vida de ambos y por sus propios sueños y ambiciones.

Mientras caminaba por la calle, la lluvia tamborileaba constantemente sobre su paraguas. Tenía que encontrar a Charles. Lo único que tenía era el breve vídeo. El inspector tenía razón: no iba a bastar. Sacó el teléfono móvil y llamó a Peggy Doty. Peggy había recuperado su antiguo trabajo en la Biblioteca Británica para estar cerca de su novio, Zack Turner, y Eva se alojaba con ellos durante su estancia en Londres.

Cuando Peggy se puso al teléfono con voz somnolienta, Eva, después de disculparse, le dijo:

—¿Te acuerdas de aquella vez que te cubrí en el Getty cuando te fuiste a París para pasar unos días con Zack? ¿Y cuando te enseñé el pegamento secreto que es invisible y no falla nunca? Y aquella vez que bloqueé a ese turista obseso sexual que te acosaba…

Se oyó una risita.

—Debes de estar desesperada. ¿Qué quieres?

—Es un gran favor, y no te lo pediría si no fuera vital. Necesito copias de los vídeos de seguridad de la inauguración de esta noche en el museo. Sobre todo, de aquellos en los que se vea a la gente próxima al
Libro de los Espías
.

—¿Qué?

—Y las necesito ya. Ahora mismo. Estoy andando hacia el museo. No te las pediría si no las necesitara de verdad.

Con suerte, en los vídeos se vería a Charles charlando con alguien a quien conociera ella. Puede que esa persona hubiera descubierto algo útil.

Hubo un largo silencio. Por fin, Peggy dijo:

—Lo que quieres es que se lo pida a Zack.

Zack era jefe de seguridad del museo.

—Hará cualquier cosa por ti. Haz el favor de llamarle por teléfono.

Se oyó un fuerte suspiro al otro lado de la línea.

—Te llamaré.

Eva le dio las gracias y siguió caminando por Theobalds Road, sujetando con fuerza contra su costado el bolso que llevaba colgado al hombro. Pero mientras andaba tuvo una sensación extraña. Miró hacia atrás. Caminaba tras ella, a unos diez metros de distancia, un hombre con un chaquetón azul. El rostro le quedaba oculto en las sombras. El hombre que había salvado al guardia del museo de caerse de las escaleras también llevaba un chaquetón azul. Volvió a mirar, pero el hombre ya no estaba.

Se dirigió al norte por Southampton Street y después siguió hacia el oeste por Great Russell Street, donde, involuntariamente, se puso a mirar a los coches que pasaban. Un Citroën de color bronce redujo la velocidad y la siguió durante unos momentos; después, aceleró. Ella advirtió con desazón que ya se había fijado antes en aquel coche. En el asiento del pasajero no había nadie, y no había podido ver al conductor.

Ya tenía por fin el museo a la vista. Dobló por Montague Street, que transcurría a lo largo de la fachada oriental del inmenso edificio y llegaba hasta Montague Place. La calle solo tenía una manzana de largo, era una de las muchas vías estrechas y tortuosas del barrio de Bloomsbury. No había tráfico, aunque había coches aparcados a lo largo de la acera. Miró hacia atrás y le pareció ver movimiento entre la oscuridad, bajo un árbol alto.

Sonó su móvil. Era Peggy.

—¿Tienes buenas noticias? —se apresuró a preguntarle.

—Cielo, Zack dice que no puede hacerte copias. Va en contra del reglamento. Lo siento mucho. Vuélvete a casa. Es muy tarde ya.

Eva cerró los ojos, desilusionada.

—Gracias por haberlo intentado. Lamento haberte molestado. Espero que puedas volver a dormirte pronto.

Pulsó el botón de apagado.

Mientras intentaba decidir qué haría a continuación, había empezado a cruzar la calle cuando oyó un motor de coche y sintió vibrar la calzada bajo sus pies. Miró a su izquierda. El vehículo se abalanzaba hacia ella con los faros apagados. La invadió el terror. Apretó el paso, pero el coche se desvió hacia ella.

Tenía ante sí la alta verja de hierro que rodeaba el museo. Dejó caer el paraguas, se echó en bandolera el bolso y echó a correr. Pronunciando una oración silenciosa, se elevó dando un fuerte salto
tobi-geri
. Asió con las manos dos barrotes húmedos, y encontró otros dos para apoyar precariamente los pies.

Volvió a mirar. El coche era un Citroën de color bronce como el que la había seguido en la Great Russell Street. Pero, ¿quién…? Clavó la vista en el parabrisas. ¿Charles? Ay, Dios santo, ¡era Charles! Sus rasgos enérgicos parecían congelados; la mirada, ausente; pero se apreciaba emoción en sus manos. Las tenía aferradas con fuerza al volante, como si este fuera una soga.

Con un movimiento brusco, el Citroën saltó a la acera y golpeó con fuerza la cerca. Saltaban chispas. A Eva le parecía que el ruido del coche a toda velocidad, del metal contra el metal, le explotaba dentro de la cabeza. Trepó más alto. Los barrotes de hierro basto le temblaban en las manos. Mientras se esforzaba por sujetarse, el Citroën pasó rápidamente por debajo de ella, envolviéndola en una nube maloliente de gases de escape.

Mientras el auto derrapaba sobre la calle resbaladiza por la lluvia, Eva se soltó de la cerca y se dejó caer al suelo, intentando asimilar el hecho de que Charles acababa de intentar matarla. Horrorizada, echó a correr. Aceleró cada vez más; los músculos le palpitaban y el rostro frío de Charles le quemaba en la mente.

CAPÍTULO
10

A las once de la noche, el Museo Británico era una fortaleza oscura, maciza y aparentemente impenetrable. Estaba rodeado de una gran verja de hierro y ocupaba una manzana entera, dominando las calles estrechas y pintorescas del barrio londinense de Bloomsbury. Llovía levemente. El tráfico casi había cesado, salvo en Great Russell Street, donde resonaría durante toda la noche. No se veían peatones.

Cuatro hombres corrían en fila india a lo largo del museo, en Montague Place. Llevaban antifaces de nailon negro y monos negros, con grandes mochilas negras impermeables bien ceñidas a los hombros. Cuando se acercaron al portón de hierro, Doug Preston pulsó el comunicador electrónico que llevaba al cinto. Se oyó el clic de la cerradura del portón. Se deslizó ágilmente al interior, seguido de los demás.

El equipo pasó rápidamente ante los rectángulos de césped y los espacios abiertos hasta que llegaron a una puerta lateral del ala norte. La puerta se abrió, empujada por un hombre vestido con el uniforme azul oscuro de los guardias del museo. Pasaron al interior; la puerta se cerró con un ruido metálico, y los cuatro extrajeron coordinadamente sendas toallas de las mochilas de sus compañeros.

—Date prisa, Preston —dijo el guardia, Mark Allen Robert, mientras se secaban—. Tengo que volver, maldita sea.

—¿Está todo arreglado? —le preguntó Preston.

Robert miró nerviosamente su reloj.

—Las rondas empezarán de nuevo por esta ala dentro de unos veinticinco minutos. Pasarán una hora revisando las plantas y las galerías. Para ir sobre seguro, debéis estar de vuelta aquí dentro de veinte minutos. Nada más. Yo controlaré el aparato de seguridad desde abajo.

Se marchó aprisa, precedido del haz de luz de su linterna, entre las sombras macabras que producían las lámparas tenues de color ámbar que estaban montadas en lo alto de las paredes.

Los hombres, en silencio, se pusieron zapatos de suela de goma blanda. Secaron los charcos de agua de lluvia del suelo.

—Tenemos diecisiete minutos —les dijo Preston en voz baja.

Se adentraron corriendo entre las tinieblas, sin emplear linternas. Las lámparas de seguridad del museo bastaban, y todos ellos se habían aprendido la ruta de memoria.

Pero al llegar a la parte superior de la escalera norte, Preston percibió el olor acre del humo de un cigarrillo. Hizo bruscamente una señal con la mano que indicaba a sus hombres que retrocedieran. Además de jefe de seguridad de la Biblioteca de Oro, era un experto reconocido tanto en robos como en eliminaciones, y aquello podía constituir una interrupción de poca importancia. Deseaba ardientemente que fuera de poca importancia. Sus instrucciones eran entrar, coger y salir, sin dejar ninguna indicación de que hubieran accedido intrusos a la fortaleza del museo.

Agachado, buscó su aparato de visión nocturna, le dobló el visor y lo asomó por la esquina hasta que pudo ver. Venía caminando despacio por el pasillo, hacia ellos, un guardia que fumaba perezosamente. En el museo estaba prohibido fumar, por lo que Preston pensó que el hombre debía de haber subido allí para refugiarse de la lluvia, esperando que nadie se fijara en él.

Preston frunció el ceño y apoyó el peso en los talones, observando con recelo al guardia, que se aproximaba a la escalera. Cuando ya se disponía a ordenar con una señal a sus hombres que retrocedieran al piso siguiente, el guardia apagó el cigarrillo, encendió otro y trazó con paso tranquilo un semicírculo para desandar lo andado.

Preston sacudió los hombros para aliviarse de la tensión. Bajo su antifaz, el sudor le engrasaba la cara. Le fastidiaba no poder abatir al guardia.

Transcurrieron otros cinco minutos mientras el hombre se paseaba por el pasillo. Por fin, terminó el segundo cigarrillo, pulsó el botón para llamar al ascensor, lo tomó, y desapareció.

—Quedan diez minutos —dijo Preston, viendo que sus hombres se ponían tensos—. Podemos hacerlo.

Hizo una señal, agitando la muñeca, y corrieron al salón de exposiciones donde se exhibía la colección Rosenwald. Tal como esperaba, el portón de seguridad estaba bajado; pero la luz de la cerradura electrónica estaba en verde, lo que indicaba que estaba desactivada. Aquello agradó a Preston: aumentaba las probabilidades de que se hubieran desconectado también los sensores de movimiento dentro de la galería.

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