Tomó el teléfono y llamó al director de la Biblioteca de Oro.
—Marty, soy Brian Collum. Ha surgido algo.
Le contó la llamada del forense.
—La orden de exhumación procede de una tal Gloria Feit, del Servicio Clandestino.
Martin Chapman estalló en un torrente de maldiciones.
—¿Cómo has dejado las cosas con el forense?
—Voy a darle los guantes del cadáver, para que haga una comparación de ADN. Con eso se resolverán las cosas. ¿Se te ocurre algún motivo por el que podrían querer comprobar de nuevo la identidad?
—Ninguno, salvo que Charles Sherback ahora está muerto de verdad.
Brian sintió un momento de conmoción.
—Es un golpe para la biblioteca. Hacía muy bien su trabajo. ¿Qué ha pasado?
Brian había empezado a cultivar el trato de Charles doce años atrás, pues admiraba sus conocimientos acerca de la Biblioteca de Oro y apreciaba su obsesión por descubrirla. Cuando necesitaron un bibliotecario jefe nuevo, él había recomendado a Charles, y el club de bibliófilos le había autorizado a ofrecerle en secreto el cargo. Ahora, el club tendría que encontrar un sustituto.
—Murió en Londres —dijo el director—. Lo mataron de un tiro.
—¿Consiguió Preston recuperar el
Libro de los Espías
?
—Sí. Va camino de casa.
—Es un alivio.
Recordó lo que había dicho Steve.
—El forense me dijo que Eva ha salido de la cárcel. ¿Tiene algo que ver ella con todo esto?
—Ella no es más que el principio del problema.
Brian, asombrado al principio, después cada vez más preocupado, escuchó la relación que le hizo Martin Chapman de cómo Eva había reconocido a Charles en el museo, de cómo este había intentado matarla, del chip que había en el
Libro de los Espías
y de cómo Preston había buscado a Eva, para acabar encontrándose con el cadáver de Charles.
—Preston cree que un hombre con preparación está ayudando a Eva —dijo el director—. Es evidente que alguien quería seguir los movimientos del
Libro de los Espías
, quizá hasta encontrar la biblioteca. Me interesaría saber quién tuvo la capacidad de poner el chip. Ahora que interviene la CIA, me pregunto si son ellos.
—Mierda.
—Además de todo esto, Charles tenía en la cabeza un tatuaje.
LAW 031308
. ¿Te dice algo a ti?
—Nada, maldita sea.
—Podría ser un mensaje —dijo el director—. Pero ¿a quién? Y, ¿por qué?
—Acuérdate del predecesor de Charles. Ninguno nos figuramos que tuviera huevos, no solo para querer marcharse, sino para sacar el
Libro de los Espías
. Uno de los motivos por los que elegimos a Charles fue que la biblioteca era lo más importante en su vida. Pero sus puntos flacos eran la ambición y la arrogancia. Dios sabe lo que querrá decir el mensaje. Sea lo que sea, podría ser peligroso para nosotros.
—Si Eva ha visto el tatuaje, y no tenemos motivos para suponer que no lo haya visto, podría entenderlo.
—Tienes razón.
—Preston tiene un medio para localizarla por su teléfono móvil. Tú, ocúpate del forense.
Hubo una pausa reflexiva. Cuando el director volvió a hablar, su voz tenía su tono habitual, vivo y directo.
—Yo tengo un medio para ocuparme de la CIA.
Washington, D. C.
El hombre aparcó su coche en una calle residencial sombría en la zona de colinas suaves y onduladas que está al norte del área central de Washington. A lo lejos, la alta cúpula del Capitolio brillaba como si fuera de marfil. Abrió la puerta del coche y salió de un salto
Frodo
, su pequeño terrier, que agitaba la cola.
Bajaron por la acera; el terrier, que formaba parte del camuflaje del hombre, iba por delante. Doblaron hacia la manzana de Casey. El hombre advirtió que venía hacia él, entre las sombras quietas, otro paseante madrugador con perro. Como solía hacer siempre, adoptó una sonrisa indulgente de propietario de perro y saludó con una inclinación de cabeza. Después, hizo bajar a
Frodo
de la acera para dejar paso libre a los otros dos.
En cuanto se hubo perdido de vista el otro paseante, el hombre se detuvo junto a un seto de arrayán cuyas ramas bajas rozaban el suelo. Deslizó la correa de
Frodo
por la parte inferior, y
Frodo
la siguió, arrastrándose hasta el interior y volviéndose después sobre sí mismo. Miraba hacia el exterior con sus ojitos negros.
—Quieto —dijo el hombre, e hizo el gesto de mando con la mano.
Frodo
retrocedió inmediatamente y se acomodó entre el follaje, invisible para cualquiera que pasara. Habían hecho aquello muchas veces.
Frodo
no se movería ni haría el menor ruido.
Después de mirar atentamente a un lado y otro, el hombre corrió a través del césped hasta la casa de Ed Casey, con fachada de tablas de madera solapadas, y examinó las puertas y las ventanas del primer piso. Todas estaban cerradas con llave, hasta las puertas cristaleras que dominaban un estanque con peces de colores que había en el jardín trasero. Volvió a las puertas cristaleras. No tenían cerrojo. Se habían instalado pestillos, pero nadie se había molestado en echarlos. Le encantaba cómo se iba descuidando la gente a medida que transcurría el tiempo sin incidentes. Su profesión dependía de ello.
Abrió con una herramienta pequeña las puertas vidrieras y pasó a un cuarto de estar sumido en sombras. Le gustaba disponer de los planos de las casas, pero en aquella ocasión no había tenido tiempo de conseguirlos. Cuando Doug Preston lo había contratado para aquel trabajo, solo había podido darle la dirección de Ed Casey.
Pisando cuidadosamente la gruesa moqueta, salió a un pasillo central. Un reloj de pared producía un tictac rítmico. No había ningún otro ruido. Escuchó desde el pie de la escalera, y asomó después la cabeza por las puertas abiertas: un salón, un comedor y una cocina. Todos desiertos. Abrió la única puerta que estaba cerrada. Bingo: un despacho.
Sin dejar de prestar oídos a los posibles movimientos en el piso superior, fue directamente al escritorio, donde había un ordenador. Se puso a trabajar, instalando minúsculos aparatos transmisores dentro del disco duro y del teclado.
Cuando hubo terminado, volvió a escuchar la casa. Silencio. Salió del despachó y alcanzó el exterior por las puertas vidrieras. El cielo de la madrugada seguía oscuro. Volvería a la noche siguiente para retirar los chips, reduciendo así la posibilidad de que alguien llegara a enterarse de su trabajo de aquella noche.
Se detuvo cerca de la calle y oteó la zona. Por fin, caminó tranquilamente hasta el arrayán e hizo un gesto.
Frodo
salió corriendo, y el hombre le dio una galleta para perros. Volvió paseando con su animal hasta el coche, silbando tranquilamente.
Johannesburgo, Sudáfrica
Eran las doce y media del mediodía en Johannesburgo cuando Thomas Randklev recibió una llamada del director de la Biblioteca de Oro. En cuanto hubo colgado, Randklev telefoneó a Donna Leggate, la senadora estadounidense con menor antigüedad en el cargo del estado de Colorado. En Washington eran solo las cinco y media de la mañana, y se notó enseguida que la senadora se acababa de despertar.
En cuanto Randklev dijo su nombre, el tono de voz de la senadora pasó de gruñón a acogedor.
—Llamas a una hora rara, Thom, pero siempre me alegro de oírte.
Él sabía que esto era mentira.
—Te lo agradezco. Quería un poco de información. Nada que sea inadecuado, por supuesto.
—¿En qué te puedo ayudar?
—Se trata de una mujer llamada Gloria Feit, que está en vuestro Servicio Clandestino. Nos gustaría saber para quién trabaja y a qué se dedica.
—¿Por qué te interesa?
—No me es posible decírtelo; solo que se trata de una persona especial, como tú, de una persona a la que nos gusta dar un buen servicio…, uno de nuestros inversores. No se trata de nada que afecte a vuestra seguridad nacional, desde luego. No son más que negocios.
Ella vaciló.
—Preferiría que no…
Él la interrumpió.
—Espero que tus acciones del Grupo Parsifal te estén haciendo sonreír.
Leggate era viuda, y había llegado al Senado como sucesora de su marido, tras la muerte de este cuatro años atrás. Las deudas de su marido la habían dejado en una situación financiera precaria, pero gracias a Parsifal estaba ganando mucho más de lo que había ganado su marido. También era mucho más ambiciosa; pero en Washington la ambición no apoyada con dinero era un capricho social más.
—Sí, mucho —respondió con tono de reserva.
—Y también están los dividendos, claro está —le recordó él.
—Todavía mejor —reconoció ella—. Pero, con todo…
Aunque su renuencia no era de extrañar, resultaba molesta. Necesitaban que ella moviera aquello, y enseguida; pero él todavía no estaba dispuesto a decírselo.
—Formas parte del Comité de Inteligencia del Senado —observó él—. Has hecho entrar en Parsifal a un empleado de la CIA, Ed Casey. Dile que pida la información por correo electrónico a alguien de Langley. Si te parece que no puedes, tendrás que salir de nuestro club especial de inversores, y pasaré tus acciones a otro grupo de los nuestros. Podrás contar con unos beneficios aceptables, pero no como para sustentarte en tu vejez.
Dejó que ella asimilara estas palabras.
—Por otra parte, si puedes hacernos este favor, podrás seguir en el club, podrás seguir reclutando a otros escogidos, y recibirás una aportación considerable para tu campaña de reelección.
—¿Cómo de considerable? —le preguntó ella al instante.
—Cien mil dólares.
—Con quinientos mil brillaría mucho más el sol.
—Eso es mucho dinero, Donna.
—Me estás pidiendo un favor enorme.
Él guardó silencio.
—Ay, qué demonios —dijo por fin—. Está bien; de acuerdo. Pero solo si llamas a Ed Casey ahora mismo.
—Si yo estoy despierta, él también puede sacar el culo de la cama perfectamente.
—Siempre tan encantadora, Donna.
Randklev sonrió para sus adentros. La senadora había abandonado la negociación demasiado pronto. El director le había aprobado hasta 800.000 dólares.
—Y tú, siempre tan pillo simpático, Thom —dijo ella—. Me encanta ese rasgo tuyo. Dime, ¿necesitarás más favores?
—Quizá. Y recuerda que tú también me puedes pedir alguno de vez en cuando. Te ayudaré con mucho gusto en lo que esté en mi mano. Al fin y al cabo, somos amigos. Somos miembros de un mismo club.
Washington, D. C.
La senadora Leggate se puso el albornoz, encendió un cigarrillo y agitó la mano para desviarse el humo de los ojos. Washington era una ciudad donde los favores se intercambiaban de mano en mano como las fichas del póquer. Para sobrevivir, tenías que aprender a resultar útil, vigilando, al mismo tiempo, con quién jugabas. Si querías ser un contrincante de peso en las aguas políticas de la nación, agitadas y traicioneras, tenías que ser un jugador de categoría olímpica.
Aunque la crudeza con que Thom Randklev le había expuesto lo que le esperaba si se negaba a colaborar le había producido una sensación de amenaza, también sentía un cierto júbilo. Thom había aceptado con facilidad la cifra elevada que le había pedido ella. Aquello le daba a entender que tendría acceso a más dinero todavía. Lo que temía era si sería capaz de hacerle frente (o de hacerse frente a sí misma) si alguna vez tenía que negarle algo.
Pero aquello era cosa del futuro. Dentro de varios años, quizá. Nunca, con suerte. Se dirigió con paso firme a su despacho, encendió la lámpara del escritorio, hizo girar la agenda rotatoria Rolodex y marcó un número.
—Buenos días por la mañana temprano, Ed. Soy Donna Leggate.
—Cielo santo, Donna, ¿sabes la hora que es?
Ed Casey era un miembro destacado del equipo de Apoyo de Misiones de Langley, que se dedicaba a construir y administrar centros de la CIA, a crear y mantener comunicaciones seguras, a gestionar la compañía telefónica de la CIA y a contratar, formar y asignar oficiales para todas las divisiones. Su departamento se ocupaba también de las nóminas, lo que quería decir que tenía acceso a los datos de todas las personas contratadas por la CIA… siempre que estuvieran en los registros.
—Yo llevo despierta varias horas, leyendo informes clasificados —le dijo, forjando una mentira que él pudiera creerse—. Lamento molestarte, pero quisiera que me ayudaras en una cosa antes de irme a la oficina. En uno de los informes se habla de una oficial llamada Gloria Feit, del Servicio Clandestino, pero no se dice nada de quién es su jefe. Quisiera saberlo, y saber también a qué se dedican su jefe y ella.
—Tendrías que dirigirte a la oficina del director de la CIA.
—Si empiezo a hacer preguntas sobre esto, otros miembros del subcomité harán lo mismo. Si me dirijo a la oficina del director de la CIA, se abre la posibilidad de una filtración, y entonces los sabuesos de la prensa se abalanzarán con ansia sobre cualquier cosa que puedan desenterrar. Si te llamo es porque sé que tú y yo compartimos nuestro propósito de proteger a Langley siempre que sea posible.
—Existe una cadena de mando, y yo no me la salto.
—Mientras marcaba tu número —siguió diciendo ella con tono pensativo—, me estaba acordando de cuando me dijiste que necesitabas un fondo de ahorro para los estudios universitarios de tus chicos. ¿Qué edad tienen ahora?
A Ed le cambió la voz. Quizá con un matiz de culpabilidad.
—Te agradezco que me facilitaras la posibilidad de comprar acciones del Grupo Parsifal —dijo.
Ella remachó la idea:
—¿Ha sido una buena inversión para ellos?
—Sí —reconoció él.
—Cuánto me alegro. Creo que a todos nosotros nos gusta ayudarnos mutuamente siempre que podemos. Lo que te estoy pidiendo, lo puedo conseguir de otro modo. Solo que lo quiero ahora, mientras lo tengo fresco en la cabeza.
—¿De qué trata el informe?
—Está clasificado
M
, lo siento.
La
M
indicaba una operación encubierta extraordinariamente sensible. Los códigos de seguridad de una sola letra estaban entre los más elevados que empleaban los Estados Unidos, y aquello quería decir que la información era tan secreta que solo se podía aludir a ella por medio de iniciales, y que de ningún modo se podía hacer partícipe de ella a Ed.