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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

La biblioteca de oro (17 page)

BOOK: La biblioteca de oro
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Se le ocurrió otra idea desagradable. Si había convencido a los
bobbies
para que le dejaran ver el cadáver, no era porque les hubiera descrito a Charles, diciéndoles que su viejo amigo, borracho, se había perdido, sino porque los
bobbies
no habían encontrado nada en los bolsillos de Charles y no tenían ningún modo de identificarlo. Aquello quería decir que el tirador debía de haberse apoderado de las cosas de Charles, entre ellas su teléfono móvil. Este contendría el número de Robin y el del propio Preston, y si el tirador tenía buenos contactos, podría localizar la situación de los teléfonos correspondientes a los números por medio de los chips de localización que llevaban los aparatos.

Preston tomó su móvil, bajó la ventanilla y lo arrojó al carril de la calzada contiguo al suyo. Vio por el retrovisor que lo aplastaban las ruedas de una camioneta. Satisfecho, sacó de su guantera un móvil desechable nuevo y llamó a Robin Miller.

—¿Estás en el avión? —le preguntó.

—Sí. Os estamos esperando a Charles y a ti —dijo ella con voz somnolienta.

—Escucha con atención y haz exactamente lo que te voy a decir. En cuanto haya colgado, abre tu móvil y quítale la batería. No vuelvas a ponerle la batería bajo ningún concepto. No me importa donde estés ni para qué creas que lo necesitas. No vuelvas a poner tu móvil en condiciones de funcionamiento. ¿Me has entendido?

—Por supuesto. ¿Cuándo llegarás aquí?

Parecía picada, ofendida por que le hubiera preguntado si le había entendido. A Robin no le gustaba que se dudara de su inteligencia.

—Pronto —dijo él—. Dime el número del teléfono vía satélite del avión.

Se oyó el ruido del teléfono al ser extraído de su funda de plástico. Robin le leyó el número. Después, él le dio el número de su móvil nuevo.

—La última vez que viste a Charles, ¿tenía afeitada la cabeza? —le preguntó.

—No. ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

—Creí que lo sabrías.

—¿Está Charles contigo? —le preguntó ella, aprensiva.

—Sí, pero está muerto —dijo él con brutalidad.

Oyó un quejido sonoro.

Sin darle tiempo a que se echara a llorar, añadió:

—Lo han matado de un tiro, y lo más probable es que Eva Blake haya tenido que ver con ello. La última vez que hablé con él me dijo que la había atrapado. Os llevaré su cuerpo para que lo devolváis a la biblioteca. Quita la batería del móvil. Di al piloto que vaya calentando motores.

Colgó.

Esperaba que, al haber contado ya a Robin la muerte de Charles, se la encontraría algo recuperada cuando llegara. El director no se oponía a las relaciones sentimentales entre el corto número de personas que constituían el personal de la Biblioteca de Oro, pues resultaba más fácil dirigir a los miembros si tenían algo parecido a una vida familiar. A veces causaba problemas cuando surgían infidelidades o rupturas de parejas, pero hasta eso daba al personal un sentido de vida de comunidad.

Mientras dejaba el móvil nuevo en el asiento del copiloto, lo inundó una oleada de dolor. Sentía que le pesaban los párpados. Tras la primera subida de adrenalina de organizar las cosas con Robin, la mente se le estaba atontando. En circunstancias normales era capaz de pasarse tres días sin dormir y sin perder la atención; pero ahora estaba lesionado, y la resistencia se le escapaba como por un desagüe.

Abrió la guantera y sacó una botella grande de agua y un bote pequeño de aspirinas. Se echó a la boca media docena de tabletas y tragó agua. Pestañeando, dirigió el coche hacia el oeste, camino de Heathrow, y siguió bebiendo.

Por fin, soltó un suspiro. Se sentía más fuerte. Mientras seguía conduciendo, dejó la botella de agua a su lado y se imaginó el lugar donde acudía en las ocasiones en que tenía necesidad de restablecerse y de encontrarse consigo mismo. Vio la luz dorada, las hileras de libros relucientes, las mesas y sillas antiguas pulidas. Podía oír el sonido rítmico y suave del equipo de purificación del aire.

Con la imaginación, cerró la puerta con llave, eligió un manuscrito iluminado y lo llevó a su butaca de lectura favorita. Se sentó con el libro en el regazo y saboreó el oro batido y las gemas rutilantes. Después, lo abrió y fue pasando las páginas, asimilando los dibujos de colores brillantes y la caligrafía exquisita. No sabía leer ninguna de las lenguas extranjeras de los libros de la biblioteca, pero no le hacía falta. Le bastaba con ver los libros, con poder tocarlos, con recordar los sacrificios y la dedicación a lo largo de la historia de la biblioteca, para quitarse de la cabeza su triste infancia, aquella vida miserable, el padre ausente, la madre iracunda. La sensación de pérdida que había sentido al ver cómo se hundía Langley en una espiral de sucios politiqueos.

La Biblioteca de Oro era la prueba de que el futuro podía ser tan estimable y tan glorioso como el pasado. De que el trabajo que hacía él era esencial. De que él era esencial.

Al cabo de un rato sintió que se le desaceleraba el pulso. La piel se le secó de sudor. El dolor se le alivió. Lo invadió una sensación de certeza.

Armándose de valor, tomó su móvil y volvió a marcar. Cuando le respondió el director, le dijo:

—Señor, se han producido algunas circunstancias. Debo informarle de lo que está pasando. Para empezar, alguien había puesto un chip en el
Libro de los Espías
. Estaba dentro de una joya falsa de la cubierta. La hemos tirado por un retrete.

—Dios santo. ¿Quién tendría los contactos necesarios para reproducir una de las gemas y meterle dentro un chip?

—Yo sigo pensando en el bibliotecario jefe que hubo antes de Charles. Creímos que había robado el libro y se lo habría vendido a un coleccionista para contar con el dinero necesario para intentar largarse. Pero si ese coleccionista fue el donante anónimo que entregó el libro a la Colección Rosenwald, y si fue él quien puso el chip, entonces la Biblioteca Nacional lo habría descubierto antes de que llegara al Museo Británico.

—A menos que el donante tuviera mucha mano. Que fuera alguien con el dinero y los recursos necesarios para localizar a alguien de la Biblioteca Nacional a quien se pudiera comprar para que no trascendiera lo del chip.

Preston asintió para sus adentros.

—He hecho algunas llamadas —dijo—, y he descubierto que Asa Baghurst, gobernador de California, firmó una orden especial para que Eva Blake saliera de la cárcel… hace solo tres días. Yo eliminé sin problemas a Peggy Doty, y después me llamó Charles y me dijo que había encontrado a Eva Blake. Fui a recogerlos para liquidarla a ella también, pero no estaban en el punto de reunión.

Contó cómo había visto el coche de Policía que lo había llevado a encontrar en el callejón el cadáver de Charles, muerto de un tiro.

—De modo que, al final, hemos perdido a Charles. Tanto mejor. Estaba metiendo tanto la pata que íbamos a tener que suprimirlo, en todo caso —dijo el director, soltando un suspiro—. ¿Lo mató su mujer?

—Allí había un hombre. Pudo hacerlo él. Me disparó varias veces, pero yo no le vi la cara. Su puntería y su postura dicen mucho de él. Está preparado. Parece que todo ha sido un montaje: el chip, Eva Blake y un tirador. Alguien quería seguir el
Libro de los Espías
.

—¿Podría haber descubierto Eva Blake de alguna manera que Charles era nuestro bibliotecario jefe, antes de la inauguración en el Museo Británico?

—No sé cómo. Era la primera vez que Charles se apartaba de la biblioteca. Y después de que su predecesor en el cargo sacara a escondidas el
Libro de los Espías
, doblamos la seguridad, claro está, de modo que Charles no tenía ningún contacto con el exterior en absoluto. Sin embargo, maquinaba algo. Cuando encontré su cuerpo, tenía la cabeza afeitada y llevaba algo tatuado en la cabeza:
LAW 031308
.

—¿Qué demonios es eso?

—No lo sé, señor. Usted mismo dijo que Charles era un romántico. Pero también era ambicioso. Estaba muy pagado de sí mismo.

—¿Se había afeitado la cabeza el propio Charles, o se la había afeitado alguien?

—Yo diría que se la afeitó alguien. Puede que fueran Eva Blake y el tirador. Haré que mi equipo registre a fondo la casa de Charles y su despacho. Allí podría haber algo que nos indicara lo que significa el tatuaje.

—¿Y qué hay del resto de la operación?

—Según lo previsto. Robin y el
Libro de los Espías
están en el avión. Dejaré a bordo el cuerpo de Charles, y ellos se volverán a casa en el avión, pero sin mí. Me quedaré en Londres para seguir buscando a Eva Blake. Cuento con un modo de localizarla: tomé su número de móvil del teléfono de Peggy Doty. Tengo un contacto en la NSA
[7]
que me puede servir para encontrarla por la situación del teléfono, siempre que esté encendido.

—Bien —dijo el director con alivio—. Hazlo.

CAPÍTULO
22

Brentwood, estado de California

El abogado Brian Collum dormía a pierna suelta en su gran casa de estilo Tudor cuando sonó su teléfono. Abrió los ojos bruscamente. El dormitorio principal era fresco y estaba sumido en sombras. Miró las cifras digitales iluminadas en el despertador (las dos de la madrugada) y cogió el teléfono de un tirón.

Su esposa giró sobre sí misma para mirarlo con inquietud. Habían dejado atrás hacía mucho tiempo la época en que podía llamarles a cualquier hora un cliente aterrorizado, de modo que debía de haber pasado algo a uno de sus hijos. Tenían tres; todos ellos estaban estudiando en diversas universidades.

—¿Sí? —dijo al teléfono.

—Hola, Brian —dijo una voz que le resultaba familiar—. Perdona que te moleste. Soy Steve Gandy. Me encuentro en una situación poco habitual. Está relacionada con una de tus clientes, Eva Blake. Necesito un favor.

Steve Gandy era desde hacía mucho tiempo el forense del condado de Los Ángeles, hombre franco y honrado con el que se podía echar un partido intenso de raquetbol. Brian procuraba cultivar el trato de los políticos y funcionarios públicos, y en vista de que aquello concernía a Eva, estaba más dispuesto todavía a prestar atención.

—Espera.

Se volvió hacia su mujer.

—No son los chicos. Sigue durmiendo. Hablaré desde mi despacho.

Mientras ella asentía con la cabeza, él salió del dormitorio llevándose el teléfono.

—¿Eva está bien?

—Supongo que sí, pero no tengo ningún modo de ponerme en contacto con ella. La han dejado salir de la prisión. Parece que nadie sabe dónde ha ido. ¿Sigues teniendo poderes suyos?

—Los tengo.

Estaba atónito. ¿Cómo que Eva había salido de la cárcel?

—Cuéntame qué ha pasado.

Se sentó ante su escritorio, bajo un haz pálido de luz de luna. No solo había representado a Eva en el juicio, sino que ahora llevaba sus asuntos legales.

Steve habló con voz tensa.

—Necesito una autorización firmada para exhumar el cuerpo de su marido.

—¿Por qué? —dijo Brian, sintiendo una opresión en el pecho—. ¿Quién quiere exhumarlo?

Al otro lado de la línea sonó un suspiro.

—La CIA. En la conversación se habló varias veces de «seguridad nacional». No nos dicen nada; solo que es fundamental que nos cercioremos sin ningún género de dudas de la identificación de la persona que está enterrada en la tumba de Sherback, y de cómo murió; y debemos reducir al mínimo el número de personas que se enteren de la exhumación. Pero en estos tiempos, cuando a alguien lo atrapan en un escándalo de la CIA, las consecuencias son terribles. Puede que esto que se está haciendo sea legítimo, pero no tengo una bola de cristal para saberlo. Y no quiero de ninguna manera que mi departamento cargue con unas repercusiones. El problema es que quieren que exhumemos el cuerpo sin una orden escrita. Por eso recurro a ti.

—Dios santo.

—Eso digo yo.

—Esto es una locura. Tú sabes que Charles Sherback está en esa tumba. Los de tu departamento comprobaron los registros dentales.

—No les basta con eso. Quieren que se haga otra autopsia, y que comprobemos el ADN.

Maldijo para sus adentros.

—¿Tienes un nombre en la CIA?

—Nos ha llamado Gloria Feit. Es del Servicio Clandestino.

—¿Sus acreditaciones están en regla?

—Sí. No quiero tener un enfrentamiento con la CIA; pero, al mismo tiempo, quiero proteger a mi gente y protegerme a mí mismo —dijo Steve—. Quiero que firmes la orden, Brian. Salgo para tu casa en coche ahora mismo. Así podremos empezar a cavar en cuanto sea de día, y podré quitarme de encima a la CIA dándoles algunas respuestas.

Brian pensó rápidamente.

—Se me ocurre otra idea. Tengo una llave del guardamuebles de Eva. Estoy seguro de que debe conservar allí todavía algunas cosas de Charles. Me pasaré por allí a primera hora de la mañana y veré qué puedo encontrar para daros alguna pista sobre el ADN. Después, iré en coche a tu oficina y firmaré la orden.

Steve pareció aliviado.

—No es perfecto, pero tienes razón —dijo—. Una muestra de ADN acelerará el proceso. Pásate por aquí a las ocho de la mañana. Y gracias.

Colgaron; pero Brian se quedó en su sillón, contemplando las sombras de su despacho. El cuarto estaba lleno de libros. Los títulos no se veían entre la oscuridad, pero no dejaban de animarlo su presencia y sus consejos perdurables, transmitidos a lo largo de los siglos. Dirigiéndose a sí mismo una sonrisa irónica, recordó un consejo prosaico de Trajano, el emperador guerrero de Roma de tiempos remotos: «No te pongas nunca entre un perro y el lugar donde este apunta al mear».

Por fortuna, él no tenía que correr el riesgo de entrometerse en la investigación de Steve. El hombre que estaba enterrado en la tumba de Charles era un vendedor de Dakota del Sur, un solitario al que Preston había elegido en un bar de Los Ángeles y al que había eliminado más tarde rompiéndole el cuello, lo que concordaba con una posible lesión sufrida en un accidente de coche. Después, Preston había organizado una visita nocturna clandestina a la consulta del dentista de Charles Sherback para sustituir los registros dentales de Charles por los del muerto. Brian guardaba los guantes del muerto y algunos artículos más en la caja fuerte de su oficina.

Aunque la concordancia del ADN con el del interior de los guantes, y el resultado limpio de la autopsia, acallarían la curiosidad de la CIA, a Brian le quedaba una pregunta mucho mayor y que podía ser más peligrosa: ¿quién, o cómo se había despertado el interés de la agencia de inteligencia?

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