Echó el pestillo y sacó de debajo de su almohada la S & W de Preston. Se sentó y la vació de la munición, sin olvidar la bala que estaba en la recámara.
—Ven conmigo —dijo, dando unas palmaditas en la cama, a su lado.
Eva levantó la vista y vio la pistola.
—¿Me vas a pegar un tiro, o me vas a enseñar?
—Te voy a enseñar. Así podrás pegar tiros a la gente… Espero que no sea a mí.
—Ya veremos —dijo ella con una leve sonrisa, y se sentó a su lado.
—Este es el seguro. Ponlo y quítalo para que veas cómo funciona.
Cuando ella lo hubo hecho así, Judd le explicó el mecanismo básico del arma.
—Ponte de pie.
—De acuerdo.
Ella se puso de pie, larga y esbelta; el pelo negro teñido le caía alrededor de la cara.
—Equilíbrate sobre los dos pies.
Ella adoptó una postura de karate
heiko-dachi
, con los pies a la distancia del ancho de los hombros, y paralelos. Tenía las rodillas flexionadas, tal como quería él.
Le pasó la pistola.
—Sostenla con las dos manos; elige un punto de la pared; estira los brazos un poco, pero no tanto como para estar forzada. Apunta… Deja de cargar los hombros. Ten relajados los huesos; los que tienen que trabajar son tus músculos.
Empuñaba el arma con habilidad, al parecer, pero sin confianza.
—Tus manos tienden a coordinarse automáticamente con tus ojos; permíteselo. Bien. Ahora, aprieta el gatillo.
La observó.
—Despacio. Imagínate que el gatillo es el tobillo de un niño pequeño. No quieres hacerle daño, pero tienes que tener firmeza; de lo contrario, el pequeño se te escapará a gatas.
—¿Cuidaste a muchos niños de joven?
—Tengo una imaginación activa.
—¿Has criado a criaturas con la imaginación?
—No; pero puedo comportarme como una.
Eva se rio; retomó la postura y probó de nuevo el gatillo.
—Mucho mejor —dijo él—. No sabrás qué tal puntería tienes hasta que dispares, pero esto es mejor que nada. Practícalo cien veces, despacio. Después, tómate un descanso y haz otras cien. Empezarás a acostumbrarte al arma y a cómo se dispara con ella. Si llegas a tener que disparar de verdad, recibirás un fuerte retroceso. Esto también te ayudará a prepararte para ello.
Mientras escuchaba los chasquidos del arma, sacó el móvil, descargó los números de teléfono de todos los hoteles de la zona metropolitana de Atenas y empezó a marcarlos. En cada uno, pedía que le pusieran con Robin Miller. Había algunos Miller, pero ninguna Robin Miller. Habló con los Miller que pudo encontrar. No conocían a nadie que se llamara Robin Miller.
—Ya van otros cien —dijo Eva por fin. No parecía aburrida, pero sí francamente harta—. ¿Cómo se carga esta cosa?
Volvieron a sentarse en la cama, y Judd metió balas en el cargador de la S & W. Las sacó y entregó el cargador a Eva. Ella se puso a cargarlo torpemente, pero después fue deslizando las balas en su interior con más habilidad.
Por fin, hacia las dos de la tarde, Eva se guardó el arma en el bolso. Cuando Judd hubo terminado de hablar con un hotel más, ella levantó la mano.
—Pame gia kafe
—dijo—. Eso significa «vamos a tomar café», pero en Atenas significa, en realidad, «vamos a salir». Ya es bastante. No tienes noticias de la NSA. Robin no ha llamado. Tucker no llegará hasta última hora. Preston no ha visto nuestros disfraces, por lo que estamos razonablemente seguros. Y cuando yo tenga un móvil, también podré ayudarte a llamar a los hoteles.
No le faltaba razón en cierto modo. De hecho, en más de un modo. Salieron.
Hacía un día caluroso. Atenas estaba teniendo un avance del verano en abril. La luz del sol, tras atravesar una nube parda de contaminación poco espesa, daba brillo a los edificios de hormigón y a las aceras. Tomaron el metro hasta Plaka, zona comercial animada y lugar de reunión popular de la ciudad.
—Aquí podemos perdernos entre la multitud —explicó ella.
Tenía razón. Plaka bullía de turistas y de nativos; la mayoría de sus calles eran peatonales. Caminaron por avenidas serpenteantes y por pasadizos llenos de locales pequeños donde se vendía bisutería, recuerdos, iconos religiosos y comida griega rápida. Judd olía el
shish kebab
caliente, seguido del aroma suave de las flores frescas. Muchas de las calles eran tan estrechas que a la luz del sol le costaba trabajo abrirse paso hasta ellas.
—Antes de que intentes hacer algún trato en Atenas, debes saber un par de cosas —le dijo ella—. Al saludar a alguien, nunca levantes la mano con la palma hacia arriba y hacia delante. Aquí se considera un gesto hostil. En vez de ello, limítate a dar la mano. Y cuando un griego mueve la cabeza arriba y abajo (sobre todo, si al mismo tiempo chasca la lengua y hace algo parecido a una sonrisa), es una expresión de desagrado. O sea, quiere decir «no».
—Me alegro de saberlo. Gracias.
Judd le compró sin problemas un teléfono móvil desechable, y se sentaron en la terraza de un café para seguir trabajando. De momento, Judd no había visto indicios de que los estuvieran siguiendo.
Cuando llegó la camarera, Judd quiso pedir café griego, pero Eva dijo:
—Dos
nescafé frappes, parakaló
.
La camarera le dirigió una sonrisa de entendimiento y entró en el local.
—¿Café instantáneo? —le preguntó él, extrañado.
—¿Qué pasa? ¿Eres melindroso en cuestión de café?
—He pasado demasiados años tragándome arena del desierto como para no apreciar una taza de buen café.
—Te acompaño en el sentimiento. Pero la verdad es que tienes que probarlo, al menos. Es muy popular aquí, y va bien con el clima y con el estilo de vida al aire libre. Además, es caro, por lo que nos da derecho a quedarnos aquí sentados un par de horas sin pedir nada más.
Él, aunque no se fiaba, no dijo nada más. Mientras escribía una lista de números de hotel para Eva, les sirvieron dos vasos de agua y dos vasos largos de una bebida de color oscuro cubierta de espuma, con pajitas.
Judd, después de echar una mirada al agua, se quedó mirando fijamente los
frappe
.
Eva sonrió.
—Empiezo a temerme que no tienes espíritu aventurero.
Él suspiró.
—¿Qué tiene?
—Dos cubitos de hielo, dos cucharadas bien repletas de Nescafé en polvo, azúcar, leche, y agua fría. Ya sé que así dicho parece espantoso, pero en realidad está divino en una tarde calurosa como esta. Debes beber primero el agua, para limpiarte el paladar.
—¿Que tengo que limpiarme el paladar? Debes de estar de broma —dijo él. Pero se bebió el agua.
Ella sorbía su
frappe
con la pajita mientras se reía de él.
Él lo probó. Era casi como chocolate; el sabor del café resultaba sorprendentemente rico y relajante.
—Tienes razón. Está bueno. Pero después quiero tomarme un café griego de verdad. Me gusta masticar lo que bebo.
—Tienes mi permiso —dijo ella. Echó una mirada a su alrededor—. He estado pensando en los recortes de prensa de tu padre. Ya sé que me has dicho que los analistas no vieron en ellos nada revelador, pero quisiera oír de nuevo lo que contenían.
—Se hablaba de ciertos bancos internacionales, y nuestros analistas de objetivos han estado vigilando de cerca sus transacciones. Nada acerca de la Biblioteca de Oro. Había mucho sobre grupos afiliados al yihadismo en Pakistán y en Afganistán, y los peligros que representan; pero nuestra gente ya tiene a estos grupos tan vigilados que les levantan sarpullidos.
—Recuerda que he estado fuera de juego un par de años, en la cárcel —dijo ella—. ¿Al Qaeda es tan peligrosa como era antes? ¿No estamos más seguros ahora?
—Sí y no. Lo comprenderás mejor si entiendes la estructura de Al Qaeda. Hace años, Osama bin Laden y su gente vieron lo que pasaba a los grupos de la yihad palestina que permitía que entraran miembros nuevos en sus cuadros de mando: las agencias de inteligencia metían a infiltrados, los localizaban y les hacían mucho daño. Por ello, los jefes de Al Qaeda no querían expandirse, y después del 11 de septiembre cerraron la puerta del todo, hasta el punto de no reponer siquiera sus bajas. Se han resentido mucho; nosotros hemos capturado o matado a la mayoría de sus jefes de planificación y de operaciones. De modo que ya no pueden competir en el campo de batalla físico; pero no les hace falta. Su fuerza, que constituye una amenaza enorme para nosotros, es el movimiento Al Qaeda. Se extendió como un reguero de pólvora durante la campaña de Irak. Los nuevos yihadistas veneran a la Al Qaeda central, y le piden consejo y su bendición para sus operaciones propias, porque se creen la teología sangrienta de los líderes. Ha resultado ser un instrumento eficaz de reclutamiento, y así Bin Laden y sus amigos siguen siendo relevantes… y poderosos.
Pasó la camarera, y Judd le pidió un café de verdad.
—Lo que nos preocupa de los recortes de prensa de mi padre es que se centran en Pakistán y en Afganistán, países donde tienen fuerza los talibanes. Los dos países comparten frontera, en una región montañosa; pero es una frontera artificial que crearon los británicos en el siglo XIX. Los habitantes de ambos lados, los pastunes, principalmente, no la han aceptado nunca. Para ellos, toda la región ha sido suya desde siempre. En cuanto a Pakistán, está en crisis, y ha retirado sus tropas de la provincia Noroccidental. Si la provincia cayera en manos de los yihadistas, se hundiría todo el país. Al mismo tiempo, Afganistán se ha hecho cargo de su propia defensa, de modo que los Estados Unidos y la OTAN solo tienen una presencia limitada. Las regiones fronterizas están dominadas por señores de la guerra, y se teme que sus intereses no coincidan con el bien del país, ya que muchos de ellos tienen relaciones con los yihadistas.
Eva soltó un suspiro de preocupación.
—Y puede que allí, en alguna parte, fuera donde tu padre pensaba que se estaba preparando algo terrible —dijo.
Trabajaron dos horas más sin encontrar a Robin Miller. Eva se tomó otro
frappe
, y él pidió otro café griego tradicional. El sol se había puesto, y las losas de la calle se cubrían de un manto violeta.
—Es descorazonador —dijo Eva. Dejó su móvil, se recostó en su silla y se estiró—. ¿Dónde estará esa mujer?
—Solo Dios lo sabe —dijo él, recostándose también. Cuando cogía de nuevo su móvil para llamar a otro hotel, el aparato sonó. Pulsó rápidamente el botón de aceptar llamada entrante.
Era el investigador de la NSA.
—Uno de los móviles desechables se ha encendido brevemente. Pero se ha vuelto a apagar. Le avisaré si se vuelve a activar.
Dio una dirección. Judd la anotó, y enseñó el papel a Eva.
—Está cerca —dijo ella, emocionada—. Al sur de donde estamos, pero en el mismo barrio de Plaka.
Cuando hubo concluido la reunión del club de bibliófilos, Chapman abrió la puerta. Mahaira estaba sentada en la antesala, con las manos plegadas en el regazo en actitud formal. Mientras los miembros del club desfilaban ante ella, dispuestos a prepararse para salir por la noche, ella se levantó, sonriendo.
—Se está bañando —susurró.
Él cruzó la alfombra con impaciencia, sacándose del bolsillo la foto antigua de la hermosa y rubia Gemma, grabándose en la mente su imagen.
Sonrojado de emoción, volvió a guardarse la foto y abrió la puerta que daba al santuario opulento del baño, con su amplia ducha de cristal, su espejo ornamentado de cuerpo entero y su suelo, paredes y techo de mármol. El aire estaba impregnado de la fragancia del aceite de baño con aroma de camelias. Bajo la suave luz de la lámpara de techo de cristal estaba la inmensa bañera, dispuesta en un pedestal en el centro de la gran sala. Salían burbujas a la superficie, y por encima de ellas estaba su hermosa mujer.
Llevaba el pelo amontonado sobre la cabeza, una masa de rizos dorados; los suaves hombros eran frágiles y tiernos. Se volvió para mirarlo, con juventud vibrante en sus ojos de color violeta, su nariz aguileña y su buena barbilla.
—Ya estás aquí por fin, Martin. Qué maravilla verte —dijo con voz melodiosa—. Dame una toalla, ¿quieres?
—Después —dijo él. Se quitó la ropa y se dirigió hacia ella.
Ella soltó una risa cantarina. Arrugó una toallita de baño y se la arrojó, empapada.
Él la esquivó y subió al pedestal, desnudo. Se metió en el agua templada de la bañera.
Ella se deslizó por el agua hacia él, levantando una cascada de burbujas.
—Te he echado de menos —dijo—. Ay, cuánto te he echado de menos.
—Yo también te he echado de menos —dijo él. La atrajo hacia sí, pasándole las manos con ansia por los pechos, por los muslos.
—Humm
—ronroneó ella—.
Humm, humm
.
Él la inclinó hacia atrás y le mordisqueó los hombros. Le besó el hoyuelo de la garganta. Ella se reía alegremente, y las vibraciones lo hacían estremecerse. Sintió las manos de ella en su pene, acariciándolo, retorciéndolo, tirando de él.
Con el cerebro inflamado, febril, metió las manos bajo su trasero y la levantó, clavando los dedos entre el músculo. Ella le lamió las orejas, la punta de la nariz, y unió su boca a la de él. El sabor de ella lo llenó de una oleada titánica. Con las piernas de ella a horcajadas sobre él, la bajó despacio y, en un arrebato cálido, la depositó en el suelo y le hizo el amor. A Gemma.
Se vistieron en la
suite
principal, mientras sonaba la música de Beethoven desde el alto armario. Los largos rayos del sol poniente se extendían por la alfombra y les tocaban los pies desnudos.
Ella, con una falda blanca larga con cintura ajustada y un top rojo de seda sin hombreras, se sentó en una butaca de brocado, se puso unos zapatos de tacón tachonados de diamantes y se ciñó las minúsculas correas a los tobillos delgados.
—Bueno, qué desperdicio —dijo ella, riéndose. Se incorporó a su asiento e indicó con un gesto la cama, bien hecha—. Había pensado esperarte allí, desnuda.
—¿Cómo está Gemma? —preguntó él con tono de normalidad mientras se ajustaba la corbata ante el espejo. La veía a ella, reflejada. Se había puesto el maquillaje, y sus labios eran como rubíes. Se parecía tanto a Gemma en el físico y en la voz, que la nostalgia le partía el corazón.
—Mamá está bien. Está en Montecarlo con su nuevo novio. Quisiera que sentara cabeza. Te está costando una fortuna.