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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

La biblioteca de oro (45 page)

BOOK: La biblioteca de oro
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Habían visto llegar a Preston a las taquillas, con otros dos hombres. Uno de ellos, fornido y de pelo oscuro, se había paseado dos veces por el vagón por el que iban ellos, mirando fijamente a los pasajeros como si tuviera muy claro lo que buscaba. Pero, además de llevar el pelo teñido de negro, Eva también se había oscurecido la cara y las manos con maquillaje. Entrecerraba los ojos, y una fina tira de algodón le hacía ligeramente más grueso el labio superior. Unos cambios pequeños podían bastar para transformar a una persona, y ahora Eva se parecía poco a aquella intelectual sofisticada que había visto Judd por primera vez en el Museo Británico. Judd, por su parte, además del pelo teñido de rubio y las gafas, se había metido unas torundas cuadradas de algodón sobre las muelas superiores y había adoptado un aspecto de persona pusilánime.

El hombre fornido salió del vagón por fin, pero entonces entró Preston, exhibiendo su figura alta y musculosa, con expresión inescrutable. Iba caminando despacio y mirando cuidadosamente a cada uno de los pasajeros.

Una mujer gruesa, con vestido negro, que sujetaba con firmeza su bolso sobre su regazo con las dos manos, le dijo algo en griego con severidad. Él, sin hacerle caso, siguió adelante y se detuvo ante la fila del asiento de Eva.

—¿A quién busca? —preguntó el chico a Preston con curiosidad, en inglés con acento griego.

Preston no respondió. Miró la bolsa de viaje, que estaba bajo las piernas del joven, pero se volvió después para observar a un hombre y una mujer de mayor edad, que iban bien abrigados con gabardinas. Cuando llegó a la altura de Judd, este llevaba la cabeza apoyada en el cristal fresco de la ventana, mirando con ojos soñolientos hacia la pared monótona del túnel. Preston siguió adelante por fin.

Los hombres siguieron paseándose por el vagón, cada vez más despacio, pero en cada ocasión no parecía que identificaran a Eva ni a Judd. El tren llegó diez minutos más tarde a la estación de la
platia
Sintagma, y Judd vio que Eva se inclinaba hacia el muchacho y le susurraba algo. El chico sonreía y asentía con la cabeza. Cuando el tren se detuvo, los dos se pusieron de pie, y Eva salió del vagón por delante del muchacho. Este llevaba la bolsa de viaje de Judd.

Judd dejó pasar a la pareja mayor y a otro pasajero, y después salió él también, moviéndose ordenadamente entre la multitud.

Preston y sus dos hombres estaban apostados en la salida, escrutando de nuevo a todos. Cuando el tren salía de la estación, Eva y el muchacho iban charlando animadamente en griego. Preston les echó una ojeada, y después se detuvo a mirar a Eva fijamente y durante largo rato mientras pasaban ante él. Judd se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.

Pero Preston se volvió de nuevo y se puso a observar a la pareja mayor con sus gabardinas que les cubrían todo el cuerpo. Atendió por fin a Judd. Este no lo miró a los ojos; habría sido un modo infalible de despertar su interés. Preston, sin variar su expresión, miró detrás de él, y Judd, aliviado, pasó a la escalera automática.

La estación era tan moderna y reluciente como la de Acrópolis. También esta servía de museo, con vitrinas iluminadas donde se exhibían antiguas urnas, pomos de perfume y campanas. Judd pasó aprisa ante las vitrinas, siguiendo a Eva y al chico por dos escaleras más, hasta salir a la noche de la ciudad, que se iba volviendo fresca.

En la acera, Eva volvió la vista hacia Judd entre la multitud. Él, tras echar miradas cuidadosamente a un lado y otro, asintió con la cabeza. Eva volvió a hablar al muchacho y le tomó la bolsa de viaje. El chico se marchó.

Después de vigilar un momento para cerciorarse de que el muchacho no tenía problemas, Judd se reunió con Eva en la parada de taxis, y ella le entregó la bolsa.

—Dios mío, qué emocionante ha sido —dijo Eva con una gran sonrisa.

Le relucían los ojos azules, y se reía por lo bajo. Parecía tan animada como si acabara de marcar el tanto de la victoria en un campeonato mundial. Judd reparó de pronto en lo bien que había llevado Eva las cosas aquella noche, ocultándose a la sombra del bloque de mármol frente al Teatro de Dioniso sin que se lo dijera, no sulfurando todavía más a Robin revelándole que había sido él quien había matado a Charles, y teniendo la idea de pedir al chico griego que le ayudara a bajarse del tren con la bolsa de viaje, aduciendo que le dolía la espalda.

Pero no en vano Eva había pasado dos años en una banda de carteristas. Sabía lo que era organizar un montaje y una
película
, y sabía lo que era estar bajo la amenaza constante de ser descubierta. Los dos años que había pasado en la cárcel le habían enseñado más cosas: a sumirse muy dentro de sí para sobrevivir, y a asumir riesgos a pesar de las circunstancias. Ahora que ya había pasado su crisis de conciencia, estaba comprometida con la misión. Judd no estaba seguro de que si aquello que estaba viendo en ella le agradaba.

—Estás de broma, ¿no? —le preguntó, con la esperanza de que así fuera. Ella esbozó una sonrisa y rompió a reír.

Mientras esperaban en la cola de la parada de taxis, junto al ruido del tráfico frenético de Atenas, que llenaba los tres carriles, Judd había estado vigilando. Eva le dio un tirón de la manga en el momento en que el propio Judd vio que Preston y sus dos hombres corrían hacia ellos desde la estación de metro. No titubeaban; los hombres los habían detectado. Iban sacando las pistolas.

—Vamos —dijo Judd, pasando por delante de las dos personas que estaban ante ellos en la cola.

Llegaba un taxi. Judd abrió la puerta trasera de un tirón, y Eva se abalanzó al interior. Judd arrojó dentro la bolsa de viaje y se dejó caer junto a Eva, mientras esta decía al taxista en griego que se pusiera en marcha enseguida. Era una calle de un solo sentido, por lo que no podían volver atrás de ninguna manera. Tendrían que pasar por delante de Preston.

—¡Agáchate! —exclamó Judd mientras el vehículo se ponía en marcha rápidamente.

Se hundieron en el fondo del coche. Sonaron disparos, y las balas atravesaron las puertas y el techo. Volaban por el aire fragmentos de metal y de plástico. El taxista soltó unas sonoras maldiciones, y el vehículo aceleró. Más balas atravesaron el taxi, y dejó de haber sensación de aceleración. Judd levantó la vista a tiempo de ver cómo caía silenciosamente el taxista hacia un lado para quedar tendido en el asiento delantero.

—Dios santo.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó al momento Eva.

El vehículo redujo la velocidad. Daba bandazos de un lado a otro. Se oían bocinas y gritos de los automovilistas que tenían que esquivarlo. Los coches que seguían al taxi hacían indicaciones de querer adelantarlo.

—Han dado al taxista. No te levantes —le ordenó Judd.

Preston los perseguía corriendo por la acera, seguido de cerca por sus dos hombres. Tardarían bien poco en llegar al taxi.

Judd sacó su Beretta.

—Mantén abierta mi puerta hasta que yo llegue hasta el lado del conductor.

Eva asintió con la cabeza, con los ojos muy abiertos.

Judd abrió la puerta de su lado. Corrió agachado a lo largo del taxi, que todavía se movía. Varias balas atravesaron la puerta y se clavaron en el asfalto a sus pies, proyectando esquirlas agudas como agujas. De pronto, un dolor cálido le atravesó el costado y le quemó hasta llegar al cerebro. Se esforzó por no marearse.

Mientras rodeaba la parte delantera del coche, vio a través del parabrisas que Preston había metido la pistola por la ventanilla abierta del lado del pasajero de un alto vehículo cuatro por cuatro, a cuatro coches por detrás de ellos; todos circulaban despacio, incapaces de pasar al otro carril entre el tráfico veloz.

Mientras los tres hombres se apoderaban del vehículo grande, Judd abrió de un tirón la puerta del conductor, y Eva cerró la de atrás. Sin dejar de correr, empujó al taxista abatido, desplazándolo por el asiento y provocándose a sí mismo un dolor ardiente que le surgía del costado. Sacudió brevemente la cabeza y se dejó caer dentro. Tenían por delante espacio libre. Pisó a fondo el acelerador, y su puerta se cerró sola de golpe por el impulso. Se apretó con el antebrazo la herida de bala del costado, intentando reducir el flujo de la sangre.

—¿Está vivo? —preguntó Eva, asomándose por encima del asiento delantero.

—¡Agáchate, maldita sea!

Por detrás de ellos, uno de los hombres de Preston sacaba la pistola por la ventanilla del cuatro por cuatro secuestrado, apuntando por encima de los techos de los vehículos que se interponían entre ellos. En el carril contiguo había un camión que llevaba verduras. Judd aceleró y lo adelantó. Puso el intermitente. El camión siguió avanzando a su paso tranquilo. Judd dio un volantazo, metiendo a la fuerza el morro del taxi en el carril, por delante del camión. Este hizo sonar la bocina. Se oyó una sonora imprecación, pero el camión cedió el paso, y Judd metió el taxi en el lugar libre justo cuando se ponía rojo el semáforo. Había otros coches entre el disco y ellos. No había manera de saltarse el semáforo, y el cuatro por cuatro de Preston se acercaba rápidamente por la derecha.

—Coge la bolsa de viaje. Tenemos que largarnos de aquí. Por mi lado del taxi.

Mientras el taxi seguía rodando, se bajaron y corrieron entre el tráfico. Los coches los esquivaban. Sonaron más bocinas. Cuando llegaron a la acera, Judd intentó tomar la bolsa.

Pero Eva se aferró a ella, mirándole la chaqueta ensangrentada.

—Estás herido —dijo. Echó una rápida mirada a su alrededor—. Sé dónde estamos. Por aquí.

Judd se echó la Beretta a la pistolera, volvió a apretarse la herida con el brazo y siguió a Eva, que se movía velozmente entre los peatones. El ruido de los motores al ralentí le llenaba la cabeza. Las tiendas estaban iluminadas, y se veía al público por los escaparates.

—Viene Preston —le dijo él.

Ella se apresuró a meterse en una tienda de ropa informal. Los percheros y los estantes con pantalones vaqueros, camisas y vestidos de mujer se extendían hasta el interior del edificio. Una vendedora los saludó en inglés. Eva le dijo «hola» y siguió andando. Judd sintió que se les clavaban las miradas de los empleados, que los seguían con la vista.

Cuando se abrió la puerta de entrada de la tienda y entraron Preston y sus hombres, Eva condujo a Judd hasta un pasillo del fondo. Pasaron corriendo ante los probadores. Eva giró un picaporte y volvieron a salir a la noche; esta vez, a un callejón adoquinado donde había cubos de basura y cajas de embalaje vacías amontonadas contra las paredes.

Siguieron corriendo y pasaron ante varias puertas.

—Abre esta —dijo ella—. Yo abriré la siguiente.

Se agachó y tomó dos trozos de adoquín roto.

—Sujeta la puerta —dijo.

Por la puerta que había abierto Judd se accedía a algún tipo de restaurante; les llegaba el olor penetrante de las frituras con ajo. Judd dejó caer la piedra, dejando entornada la puerta, y se reunió con Eva, que estaba colocando a su vez su piedra. Sin decir palabra, Eva volvió a correr y abrió una tercera puerta. Entraron en un pasillo corto en el que había cuartos de baño. Los asaltó un ruido de voces y tintineo de vasos. Estaban en un bar.

Eva echó el pestillo a la puerta y respiró hondo.

—¿Estás muy malherido? —preguntó a Judd, mirándolo con la cara llena de preocupación.

—Creo que es superficial.

—Ojalá tengas razón, maldita sea.

Mientras entraban a paso vivo en el salón largo, lleno de gente, Judd le preguntó, con humor en la voz:

—¿Dónde aprendiste esa técnica de distracción de las puertas?

Ella dirigió una sonrisa al barman al pasar por delante de él.

—Hace mucho tiempo, en una ciudad muy lejana, como dirían en
La guerra de las galaxias
.

—Es decir, en Los Ángeles. Tenemos que cerciorarnos de que no esté apostado en la acera uno de esos asesinos.

Judd salió el primero, con la mano dentro de la chaqueta, apoyada en la empuñadura de su pistola, mirando entre los viandantes. Ella se quedó de pie tras él en la entrada.

—Tiene buen aspecto —dijo él, sintiendo que se le desaceleraba el pulso.

—Buscaré un taxi —le dijo ella.

Él la dejó hacer.

CAPÍTULO
58

Tucker Andersen se paseaba por la habitación del hotel Hécate. Judd le había dejado en recepción un sobre con la llave magnética. Después de tomar una habitación propia, había ido a la de ellos. Mientras los esperaba durante dos horas, había estado leyendo el cuaderno de Charles Sherback. Cuando oyó el clic de una llave magnética en la cerradura, sacó la Browning, se metió en el baño y se apostó tras la puerta.

Mirando por la rendija, vio que se abría despacio la puerta y que aparecía la cabeza de un hombre teñido de rubio que revisaba la habitación con sus ojos grises.

Tucker salió, preguntando:

—¿Dónde demonios os habíais metido?

—Haciendo turismo.

Judd entró con paso ágil, llevando una bolsa de papel de una farmacia. Pero en el costado de su chaqueta marrón tenía un mar de sangre.

Eva se deslizó tras él, cerró la puerta y echó el pestillo.

—Me alegro de que estés aquí, Tucker. Hemos tenido algunos problemas. Preston ha pegado un tiro a Judd; pero tenemos el
Libro de los Espías
. Robin Miller lo tenía guardado en una taquilla de la consigna del metro.

Eva dejó en la mesa una bolsa de viaje grande; después, tomó la bolsa que llevaba Judd y echó sobre la mesa las vendas y el resto de artículos que contenía. La aspirina y otros analgésicos ya estaban abiertos.

—Eso está muy bien —dijo Tucker—. Felicidades. No te acuestes, Judd. Vamos a verte el costado.

Mientras Judd se quitaba la chaqueta y se despegaba el polo, Tucker observó el pelo negro de Eva y su piel oscurecida y miró sucesivamente varias veces a uno y a otro, evaluando el ambiente. Irradiaban apremio cansado… y se habían convertido en un equipo unido.

En cuanto Judd tuvo el torso al descubierto, Tucker y Eva acudieron junto a él. La herida era un corte rojo, crudo, que le transcurría por la parte carnosa de la cintura; largo, de cosa de un centímetro y medio de profundidad, y que goteaba sangre.

—Has tenido suerte, Judd —dijo Tucker. Vio que Eva se dirigía al material médico que estaba sobre la mesa—. ¿Has limpiado y cosido una herida alguna vez? —le preguntó.

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