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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

La biblioteca de oro (44 page)

BOOK: La biblioteca de oro
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—Sí. Es hermoso, ¿verdad? Cuando era nuevo, las paredes, los asientos de piedra y los tronos estaban revestidos de mármol, con tallas de sátiros, de garras de leones y de dioses y diosas.

Eva, sin que se lo dijeran, se echó el bolso al costado y se deslizó entre las sombras de un alto bloque de mármol, al otro lado del camino que conducía a la parte trasera del teatro al aire libre, y Judd subió por los escalones del lado oeste. La oradora proseguía con su discurso, alternando el griego y el inglés.

Veinte gradas más arriba había una mujer sentada sola en el borde, con una bolsa de compra a sus pies. Parecía rígida, estresada. En la misma fila, aunque más cerca del centro, estaba sentada una pareja con cuatro niños, y otras personas más. Las luces del escenario no llegaban tan arriba, y solo la luna y las estrellas permitían ver el cabello castaño y la figura regordeta de la mujer. Si Judd no hubiera sabido que se trataba de Robin Miller, no la habría reconocido.

Ella se movió en el asiento para hacerle sitio.

—¿Judd Ryder? —le preguntó con tono tenso.

Él se sentó.

—Hola, Robin. ¿Preparada para salir de Atenas?

Robin miraba hacia la ladera.

—¿Quién ha venido con usted?

Supo entonces una cosa: que Robin era lista. Se había situado en un punto alto y a oscuras de manera intencionada, para poder ver sin ser vista a cualquiera que llegara. Él había procurado intencionadamente no hablarle de Eva hasta entonces, porque no sabían cómo reaccionaría ella ante la mujer de Charles… o al enterarse de que había sido él quien había matado a Charles.

—Mi compañera —dijo—. Se la presentaré. Está vigilando.

Robin asintió con la cabeza.

—Está bien. Vamos.

Judd volvió a bajar, seguido por ella, y cruzó el camino hasta llegar donde los esperaba Eva, invisible con su pelo negro y su chaqueta y vaqueros azul oscuros en la sombra, junto al gran bloque de mármol.

—¿Está aquí cerca el
Libro de los Espías
? —preguntó Judd a Robin.

—Sí. En una estación de metro.

Eva salió a su encuentro con una sonrisa de bienvenida.

Pero Robin frunció el ceño y retrocedió un paso.

—Eres Eva Blake. La mujer de Charles. Preston me dijo que habías participado en el asesinato de Charles.

Miró a Judd con ira.

—Me dijo usted que era su compañera.

—Y lo es —le dijo Judd—. Ya se lo explicaré por el camino. Recuerde, vamos a ayudarla a escapar. Eso es lo que importa.

Robin se sonrojó, mirándolos con rabia. Después, echó una rápida mirada hacia un lado y pareció que se le tensaban los músculos. De pronto, se volvió, tiró su bolsa de compra y echó a correr hacia la entrada del parque.

—Yo me encargo de esto —dijo Eva, mientras salía tras ella.

Judd las alcanzó. Robin marchaba a pasos largos, con dos puntos rojos de furia en las mejillas, con la cabeza muy alta. Y Judd advirtió que no se había teñido el pelo, sino que llevaba una peluca; se le había movido, dejando visible la parte posterior de su cráneo afeitado. Se puso a su lado y siguió su paso.

—Yo también lamento lo de Charles —le estaba diciendo Eva con tono apaciguador—. Nadie quería su muerte. ¿Estabas enamorada de él?

—¿Qué pasó? —le espetó Robin sin aflojar el paso—. ¿Lo mataste tú?

—Fue un accidente —le explicó Eva—. Hubo un forcejeo, y se le disparó la pistola. Yo no había visto nunca a Charles llevar pistola, así que debió de empezar a llevarla después de dejarme a mí. Pero me había dicho una cosa importante, una cosa que debes saber tú: que quería que se encontrara la biblioteca si le pasaba algo a él. Llevaba un mensaje, tatuado en la cabeza, y eso fue lo que nos condujo primero a Roma y después a Estambul. Yo no quiero que se pierda el legado de Charles, y estoy segura de que tú tampoco.

A Robin le rodaban las lágrimas por las mejillas.

—Lo mataste —dijo, mientras apretaba todavía más el paso furioso.

Mientras salían por la puerta del parque, Judd le dijo:

—Sospechan de ti, ¿no es así, Robin? ¿Te hicieron que te afeitaras la cabeza para ver si tú también llevabas un tatuaje?

—Me la afeitó Magus —dijo ella.

—¿Quién es Magus? —preguntó Judd al instante.

Ella sacudió la cabeza y se ajustó la peluca de un tirón.

—¿Dónde está exactamente el
Libro de los Espías
? —le preguntó Judd—. Con el dinero que te pagamos, podrás desaparecer. Empezar una nueva vida. Volver a encontrar la felicidad. Dinos dónde está el libro, y te sacaremos de aquí.

—¡Me habéis mentido! Estoy harta de que la gente me mienta. He sido una tonta al creerme que tenías el dinero, o que me lo darías, si es que lo tienes. Dejadme en paz. No voy a ayudaros. Charles nunca te quiso, Eva. ¡Nunca!

Los tres siguieron adelante, cada vez más deprisa. Robin tenía el cuerpo rígido, con expresión de intransigencia. Judd empezaba a creer que nada de lo que pudieran decirle la convencería para que les diera el
Libro de los Espías
.

—Puede que tengas razón con lo de Charles —dijo Eva, acercándose más a ella mientras entraban en el amplio bulevar peatonal de Dionysiou Areopagitou.

—Claro que tengo razón. Y apuesto a que tú tampoco lo querías. Y después lo asesinaste. ¡Se acabó el trabajar con mentirosos y con asesinos!

En aquel momento, la punta de la zapatilla deportiva de Eva tropezó con un adoquín. Eva cayó contra Robin y le pasó las manos por encima mientras intentaba recobrar el equilibrio.

Robin la apartó de un empujón.

—Te odio —exclamó, echando a correr de nuevo.

La vieron alejarse, sorteando a los peatones, hasta que desapareció entre la multitud.

—¿Qué le has quitado? —preguntó Judd, a sabiendas de que Eva había hecho uso de su habilidad de carterista.

—Una cartera, un teléfono móvil y una llave. Ella dijo que el
Libro de los Espías
estaba en una estación de metro, lo que quiere decir que estará probablemente en la taquilla de una consigna automática. Esta llave parece de una taquilla —dijo, enseñándosela.

Judd tomó la llave y leyó el número.

—Eso parece —dijo—. Pero ¿de qué estación?

—Tú le preguntaste si estaba cerca, y ella no lo negó —explicó ella—. Tiene que ser la estación de Acrópolis. Está a solo un par de manzanas de aquí.

CAPÍTULO
56

Preston reconoció a Robin Miller por su manera de caminar, que es el rasgo corporal que a la mayoría de la gente se le olvida ocultar cuando se disfraza. Se había fijado en ella al verla andar a toda prisa bajando por Dionysiou Areopagitou, a media manzana de donde había puesto fin a su última llamada de móvil; pero el pelo y la ropa casi lo habían engañado. Después, cuando pasó por delante de él, había observado claramente su andar, el movimiento rítmico de su cuerpo, los pasos cortos, su manera de cargar el peso por la parte exterior de las plantas.

Hizo una señal a Magus y a Jerome, y los tres corrieron tras ella. Preston la asió del brazo.

—Te echábamos de menos, Robin.

A Robin se le llenaron los ojos de terror.

—Suéltame —dijo, intentando liberarse.

—Magus —dijo Preston.

Magus la asió del otro brazo, y la llevaron al borde del bulevar peatonal. Ella empezó a forcejear.

—Basta —le ordenó—. Lo único que queremos es el
Libro de los Espías
. No es mucho pedir, ¿no te parece?

—Y después me mataréis.

—¿Por qué motivo? Tú no puedes hacernos daño de ninguna manera. No sabes dónde está la biblioteca. La verdad es que sabes muy pocas cosas, ¿no?

Robin enarcó las cejas. Pareció entender lo que quería decir él en realidad.

—Tienes razón. No sé nada de la biblioteca. Ni quién trabaja allí, ni quién es su dueño.

—Así me gusta.

Preston ordenó a Jerome que se quedara vigilando al principio de una entrada de vehículos entre dos edificios de pisos.

—¿Por qué tenemos que entrar allí? —preguntó ella, volviendo la vista atrás, inquieta, mientras la llevaban por la entrada de vehículos.

Tenían delante un aparcamiento al aire libre, pero sin gente. En las ventanas que daban al aparcamiento no había nadie.

—No te interesa que te vean con nosotros —dijo él—. Así no habrá nadie que te haga preguntas. Ahora estás sola. Libre de cargas del pasado, ¿no es así?

Ella levantó la vista hacia él, confundida al parecer por su actitud comprensiva.

—¿Dónde está el libro? —le pregunto él, adoptando un tono cálido—. Si nos lo dices, te dejaremos aquí. Solo tendrás que hacer otra cosa: dejarnos cinco minutos de ventaja, y salir por ahí —añadió, indicando con un gesto de la cabeza un paso de peatones que rodeaba la parte posterior de los edificios.

—¿De verdad no piensas pegarme un tiro?

—Estoy seguro de que a estas alturas ya tienes claro que soy un hombre práctico. Estamos en el centro de Atenas. Cuando hay cadáveres, los policías empiezan a hacer preguntas. Si te fijas, verás que no he sacado la pistola de su funda.

—Me buscarás más tarde.

—¿Por qué me iba a molestar, si tengo el libro?

Ella lo miró fijamente durante un largo rato, y asintió por fin con la cabeza.

—Está en la estación de metro de Acrópolis. Tengo la llave de la taquilla.

Sacudió el brazo, y él se lo soltó. Cuando se metió la mano en el bolsillo de la camisa, le asomó al rostro un gesto de consternación.

—Quizá te la has guardado en otro bolsillo —dijo Preston, conteniendo su impaciencia.

Magus le soltó el otro brazo, y ella se buscó frenéticamente en los pantalones, y después en el otro bolsillo de la camisa.

—Ha desaparecido —dijo ella—. Y también han desaparecido mi cartera y mi teléfono móvil. No entiendo cómo se me puede haber caído todo…

—¿Qué más ha pasado? —le preguntó Preston al instante.

—Puede que Eva Blake o Judd Ryder me lo quitaran de alguna manera —dijo, desviando la vista—. Me reuní con ellos. Pero no les dije nada. No saben que el libro está en una taquilla de la estación de Acrópolis.

Él, haciendo un esfuerzo, siguió hablándole con voz suave y tranquilizadora.

—Eso está bien. Cometiste un error, pero lo enmendaste al no darles más información. ¿Dónde se alojan, y dónde piensan ir ahora?

—No lo sé. Hui de ellos.

—Muy lista; pero la verdad es que siempre he admirado tu inteligencia. Apuesto a que recuerdas el número de la taquilla.

—Claro —dijo ella, y se lo dio.

—¿Estás segura de que ese es el número correcto?

—Claro que lo estoy.

—Como premio, te voy a dar un regalito.

Preston sonrió, mientras ella abría los ojos con asombro. Sacó una botellita azul, le retiró la tapa y apretó la boquilla, dirigiendo el espray hacia la cara de ella.

Robin soltó un grito ahogado y se apartó. Demasiado tarde. Preston dejó que siguiera caminando, observándola mientras perdía velocidad y se le doblaban las rodillas. Él recorrió con la vista el aparcamiento y las ventanas de los edificios contiguos. No había nadie a la vista.

Robin, llevándose un puño al pecho, se derrumbó, mientras le ondeaban los amplios pantalones. Agitó las piernas de forma espasmódica. Una muerte silenciosa, discreta, era una de las grandes ventajas de aquel derivado de la
Rauwolfia serpentina
.

Preston echó una mirada por la entrada de vehículos hacia Jerome, que le indicó con un gesto de la cabeza que todo iba bien, y se arrodilló junto a ella para registrarle la ropa. Encontró un grueso sobre bajo la cintura del pantalón, y se lo entregó a Magus.

—Dime lo que hay dentro —dijo, mientras seguía buscando; pero no encontró nada más.

Magus soltó un leve silbido.

—Lleva aquí un buen fajo de euros.

Preston se incorporó y tomó el sobre.

—Tenemos que actuar deprisa. Estad atentos por si veis a Judd Ryder y a Eva Blake.

La estación de metro Acrópolis estaba en la calle Makrigianni, frente a varios cafés y bares animados y junto al Centro de Interpretación de la Acrópolis. Preston y sus hombres, mirando a todas partes, entraron a toda prisa en la estación, pulcra y moderna, y bajaron corriendo por unas escaleras automáticas. Al pie de las escaleras, pasaron aprisa ante las reproducciones de los frisos del Partenón y se detuvieron ante las máquinas electrónicas de billetes. Dos escaleras mecánicas más abajo, llegaron a la consigna automática.

Mientras se detenía con quejido de frenos un tren del metro, Preston corrió entre las taquillas, mirando alternativamente a los pasajeros que subían al tren y los números de las cabinas, hasta que encontró la que buscaba. Sus hombres acudieron para plantarse uno a cada lado, ocultándolo a la vista, mientras él sacaba la navaja y forzaba rápidamente la alta puerta de la taquilla.

Y miró dentro. No había ninguna mochila negra. Ni estaba el
Libro de los Espías
. En el fondo estaba la maleta de ruedas de Robin, y en el estante superior, su teléfono móvil… abierto y encendido. Comprendió, enfurecido, que Ryder se había figurado que emplearían el móvil para localizarlos. Ryder tenía el
Libro de los Espías
y se estaba burlando de él.

Preston se apoderó del teléfono, cerró la taquilla de un portazo y se volvió. Sonó un timbre que anunciaba que se iban a cerrar las puertas del tren.

—Corred —ordenó.

Sus hombres y él se dirigieron corriendo a puertas distintas del tren. Como estaban bajo tierra, no podía llamar por teléfono a los demás hombres que había hecho venir a Atenas para ordenarles que vigilaran las estaciones de metro siguientes de la línea. Cuando el tren arrancó, observó que en el vagón en que iba estaban ocupados poco más de la mitad de los asientos. Caminó rápidamente por el pasillo, pero no vio a Ryder ni a Blake. Vio dos mochilas; una era marrón, y la otra, verde.

Revisó el teléfono de Robin, con la esperanza de que contuviera el número de Judd Ryder. Y soltó una maldición. Ryder lo había limpiado. Sintiendo palpitaciones de ira, pasó por la puerta y entró en el vagón siguiente, dispuesto a encontrarlos.

CAPÍTULO
57

Judd, conteniendo la tensión, iba sentado a cuatro filas de Eva y al otro lado del pasillo, mientras el metro viajaba velozmente hacia el norte por el túnel subterráneo. Iba solo en su asiento, y ella iba sentada junto a un chico de unos trece años que llevaba una camiseta a rayas rojas y blancas del equipo de fútbol Olympiakos.

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