Gemma se había casado cinco veces, pero nunca con él. El verano en que los dos se habían licenciado en la universidad, la familia de ella le había planteado una alternativa: o ponía fin a su relación con él, o la desheredaban. Para que ella no tuviera que pasar por el dolor de aquella elección, él se había marchado de California y había cruzado todo el país, a dedo, hasta llegar a Nueva York, donde se había arrojado al mar infestado de pirañas de las finanzas, decidido a ganarse la riqueza con la que resultaría aceptable para ella. Cuando la hubo ganado, ella ya se había casado con su segundo marido, que bebía, jugaba, y había acabado con todo el dinero de ella. Aquel marido era el padre de Shelly.
—En la fiesta de Saint Moritz estaba preciosa —dijo Shelly—. Pero no me dijo nada del collar ni de los pendientes de la familia. Ni de la diadema nueva que me compraste. Me lo puse todo, ¿sabes?
—Ya me lo había dicho Mahaira. Me alegro de que te gusten tanto.
—A mamá también le encantan los diamantes. Debe de echarlos mucho de menos. Le ofrecí el collar y los pendientes, pero no quiso aceptarlos. Creo que te ha odiado desde que tengo uso de razón. ¿Por qué? Ella no me lo quiere decir.
—Me parece que es más por la actitud de sus padres que por la suya propia.
Aquello era lo que decía siempre, porque no había entendido nunca por qué Gemma se había enfurecido tanto contra él por haberse marchado de California. Era por alguna tontería, de empeñarse en que ella tenía derecho a participar en una decisión tan importante. Ahora, se quitaba de encima las preguntas de su esposa centrándose en lo que era capaz de entender:
—Dudo que me haya odiado nunca de verdad; pero ahora estoy de acuerdo en que la diferencia de edad entre tú y yo no le gusta nada.
Y esperaba, por otra parte, que le diera celos.
Shelly sacudió la cabeza, haciendo flotar sus cabellos dorados sobre sus hombros desnudos, y observó su anillo de compromiso con un diamante de cuatro quilates y la alianza con diamantes.
—Cuando compraste las joyas de nuestra familia para ayudarla, pensé que lo superaría.
Él no dijo nada. Satisfecho con el ajuste de su corbata, se volvió.
—¿Estarás aquí mañana? —le preguntó ella con interés.
—Tengo negocios —respondió él con suavidad.
A ella le asomó al rostro una mirada fría.
—De acuerdo. Entonces iré en avión a Cabo. Me han invitado unos amigos.
—¿Dónde está tu chal, querida? Llegaremos tarde al cóctel.
Cuando estaban separados, la añoraba. Pero cuando estaban juntos… Al fin y al cabo, no era Gemma.
Mientras cruzaban la sala de estar, le vibró el móvil contra el pecho.
Lo sacó, mirando a Shelly.
—Lo siento, querida.
Ella asintió con la cabeza con el rostro helado. De alabastro.
Él entró en el comedor y cerró la puerta.
Era Preston, y parecía lleno de júbilo.
—Acabo de recibir una llamada de mi contacto de la NSA. Robin Miller ha encendido su móvil y lo ha vuelto a apagar. He traído por aire a hombres de la biblioteca, para apoyo y para que traigan material, y estamos en Plaka; aquí es donde estaba ella. Ahora la encontraremos enseguida; a ella, y el
Libro de los Espías
.
Robin Miller había pasado dos días atareados en Atenas y empezaba a sentirse preparada por fin, mientras caminaba entre el crepúsculo y se adentraba en el barrio de Plaka. Además de grandes gafas de sol, llevaba una peluca, sencilla, de color castaño, que le llegaba un poco más abajo de las orejas. Un largo flequillo le rozaba las cejas, teñidas de negro. Unas lentes de contacto marrones le cambiaban el color de los ojos azules, y no llevaba lápiz de ojos, ni rímel, ni barra de labios.
Llevaba ropa dos tallas más grande de su tamaño: unos pantalones de algodón muy holgados y una camisa suelta de botones, también de algodón. Solo eran de su talla sus viejas zapatillas deportivas, compradas en el rastrillo de Monastiraki. Llevaba una bolsa de compra que había encontrado sobre un cubo de basura. La bolsa iba llena de periódicos arrugados, y la cartera y otros artículos los llevaba en los bolsillos. La primera vez que se había visto a sí misma, reflejada en un escaparate, no se había reconocido en aquella mujer desaliñada y rellenita. Había sonreído con agrado.
Ahora necesitaba dinero. La zona comercial de Plaka estaba muy animada, como de costumbre. Los tenderos anunciaban sus mercancías en voz alta desde la puerta de sus pequeñas tiendas. Pasó un grupo de popes ortodoxos, con sotanas negras y con móviles pegados al oído. Robin entró en el pequeño banco que había elegido y se dirigió a una caja. Antes de desaparecer para ingresar en la Biblioteca de Oro, había guardado los ahorros de su vida en una cuenta numerada de un banco suizo. Hacía solo media hora, había llamado al número de teléfono que se había aprendido de memoria hacía mucho tiempo para transferir los fondos a aquel banco.
El cajero la condujo a una mesa, donde un empleado del banco ya tenía preparados unos impresos. Ella cumplimentó el número de cuenta y otros datos necesarios, y dijo su contraseña al empleado, de palabra.
—¿Cómo quiere usted los fondos? —le preguntó el empleado.
—Cuatro mil en euros. Otros dos mil en un cheque bancario. El resto, en otro cheque bancario. Deje el destinatario en blanco.
—Es mucho dinero. ¿No prefiere abrir una cuenta? Aquí estará bien guardado.
—No, gracias.
El empleado asintió con la cabeza y se retiró. Ella, girando en su butaca, observaba las idas y venidas de la gente.
Cuando regresó el empleado, le entregó ceremoniosamente un grueso sobre blanco.
—Si puedo hacer algo más por usted en sus cuestiones financieras, le ruego que me lo diga, señora.
Ella volvió a darle las gracias y se marchó. Tenía en total unos cuarenta mil dólares. No era suficiente para aguantar mucho tiempo a salvo del club de bibliófilos, pero al menos tendría algo de dinero disponible.
Ya se había puesto el sol, y las calles animadas de Plaka se llenaban de sombras. A Robin le gustaba el dramatismo de la llegada de la noche, y le serviría para ocultarse. Se metió el sobre bajo la cintura de los pantalones. Sentía los pies ligeros y esperanza en el corazón mientras se dirigía hacia el sur, serpenteando entre la zona comercial. Quería estar lo más cerca posible de donde había dejado su maleta de ruedas y el
Libro de los Espías
.
Mientras caminaba, sacó su teléfono móvil y marcó. A veces, la fortuna sonreía. Intentar negociar su libertad con Martin Chapman le había dado miedo, pero ahora tenía una alternativa.
Cuando respondió aquella voz de hombre, ella le preguntó:
—¿Es Judd Ryder?
—Sí. ¿Es usted Robin Miller?
Tenía una voz fuerte. Aquello le gustó.
—Sí —dijo ella—. ¿Quién es usted?
—Trabajo para el Gobierno de los Estados Unidos. ¿Conoce usted la ubicación de la Biblioteca de Oro?
De modo que era aquello lo que quería. Ella no hizo caso de la pregunta.
—¿Cómo supo de mí?
—He estado buscando la biblioteca. Tenía una pista que me condujo a Estambul, pero Preston me encontró allí e intentó eliminarme. Encontré en su bolsillo una nota donde había escrito el nombre de usted, además de «Atenas» y «el
Libro de los Espías
». Antes, en Londres, yo había encontrado dos números de teléfono en el móvil de Charles Sherback, pero no sabía a quién pertenecían. He llamado a los dos, dejando el mismo mensaje, con la esperanza de que uno de ellos fuera el de usted.
Robin se mordió el labio.
—¿Sabe usted quién mató a Charles?
—Ya hablaremos de eso cuando nos veamos.
Había estado procurando quitarse a Charles de la cabeza. Siempre que pensaba en él, la llenaba un dolor sin fondo. Era una pérdida tan grande, tan cruda, le destruía su mundo de tal manera, que le costaba trabajo pensar. Después de respirar hondo varias veces, consideró su situación. Ryder había conseguido escapar de Preston, y aquello decía mucho a su favor, en el sentido de que verdaderamente podía ser capaz de protegerla. Y ella comprendía su ansia de encontrar la biblioteca.
—Estoy segura de que Preston me está buscando —le dijo—. Tiene usted suerte de haberse escapado de él.
—No ha sido cuestión de suerte. Explíqueme por qué tengo que hacer tratos con usted.
La voz se había vuelto más dura.
—Yo trabajé en la Biblioteca de Oro, pero nunca descubrí dónde estábamos exactamente. Le puedo decir que la biblioteca está en una isla, pero no sé en qué isla. Siempre nos llevaban por aire, encapuchados, normalmente desde Atenas. Hay un helipuerto, un embarcadero y tres edificios que parecen un centro de vacaciones, con piscina y pistas de tenis. Hay unas veinte personas en plantilla, la mayoría de ellas de seguridad. El banquete anual es mañana por la noche, por lo que Preston habrá estado desplegando todavía más guardias desde hoy.
Pareció que sus respuestas habían agradado a Judd.
—¿Hay otras islas a la vista?
—Hay una a lo lejos. En los días muy despejados se ven sus cumbres.
—¿Tiene usted el
Libro de los Espías
?
—Lo tengo escondido en Atenas, y estoy dispuesta a vendérselo.
—De acuerdo. Reunámonos.
—Quiero cinco millones de dólares por él —dijo Robin con firmeza—. Antes de que me hagan alguna objeción, tengan en cuenta que el Getty pagó hace pocos años cinco millones ochocientos por el
Bestiario de Northumberland
.
El
Bestiario
era un raro manuscrito iluminado gótico inglés, del siglo XIII.
—Este es el único ejemplar que se hizo nunca del
Libro de los Espías
, y debería valer mucho más, de modo que les estoy ofreciendo una ganga.
—Tiene razón; es un buen trato si se mira desde el punto de vista de usted. Por otra parte, yo le ofrezco algo más valioso todavía… la voy a sacar de Atenas sana y salva. ¿Cuánto vale su vida?
Ella sintió un escalofrío.
—Me conformaré con tres millones.
—Mucho mejor. Haré la llamada telefónica necesaria para liberar los fondos; pero tardarán unas horas en depositarlos en su cuenta. O bien, podré dárselos en un cheque bancario o en cualquier otro medio de pago que quiera. Tendrá su dinero mañana por la mañana.
—Un cheque bancario estará bien.
Robin, sintiendo una oleada de emoción, miró a su alrededor. Había salido de Plaka y había entrado en el barrio de Makrigianni. Iba por el Dionysiou Areopagitou, un amplio bulevar peatonal. A su izquierda había una hilera de casas elegantes, de estilo modernista y neoclásico, y a su derecha, la inmensa Acrópolis, centro espiritual de la ciudad en tiempos remotos. Miró con interés hacia la parte superior de la ladera. Solo veía la crestería blanca de las ruinas en lo alto, iluminadas con focos. Observó después que pasaba junto a ella mucha gente que se dirigía hacia la entrada del parque de la Acrópolis, que estaba abajo y contenía los restos del antiguo centro intelectual y cultural de Atenas. Vio luces fuertes en el Teatro de Dioniso. Supuso que habría un concierto o un espectáculo de algún tipo. Una multitud podría resultarle útil.
Explicó a Judd dónde lo esperaría.
—¿Qué aspecto tiene usted? —preguntó a Judd.
Cuando él se lo dijo, ella describió a su vez su disfraz.
—Estaré allí dentro de pocos minutos —le aseguró él.
Preston, dominándose la frustración, estaba de pie con su móvil en la mano mientras dos de sus hombres y él buscaban con la vista a Robin. Se encontraban en un rincón de la calle Adrianou, la principal del barrio de Plaka, llena de tiendas para turistas. Robin había llamado por teléfono desde el café con terraza que estaba enfrente. Habían registrado la zona y no habían visto ningún indicio de ella, lo que le daba a entender que, o bien los había detectado y estaba escondida, o se había marchado.
Cuando sonó su móvil, se lo llevó al oído precipitadamente. Era Irene, su contacto en la NSA.
—Su persona de interés ha vuelto a hablar por el móvil —dijo Irene, que parecía nerviosa—. La llamada terminó hace cosa de un cuarto de hora. Se dirigía hacia el sur. Ya no le puedo ayudar más, Preston. Aquí ha pasado algo. Están vigilando a todos. He tenido que subirme a mi coche y marcharme del centro para llamarle. Me temo que van a investigar mis consultas y mis búsquedas en la NRO.
La NRO era la Oficina Nacional de Reconocimiento, que diseñaba, construía y operaba los satélites estadounidenses de reconocimiento, y recogía los datos que transmitían.
Preston maldijo para sus adentros.
—Deme la información exacta. Todo lo que haya descubierto. Ya me haré cargo yo a partir de ahora.
El aire estaba cálido y las estrellas brillaban en el cielo claro cuando Judd y Eva subieron aprisa por el camino de anchas losas de mármol que conducía a la entrada del parque arquitectónico de la Acrópolis. Él, que llevaba la gran bolsa de viaje de los dos, compró entradas, y pasaron por un portón que daba acceso a un camino ancho que ascendía por una ladera suave. Una brisa ligera agitaba los altos cipreses y olivos, a los que la noche daba un aspecto espectral. Judd vio en un espacio abierto un antiguo anfiteatro, monumento espectacular. Las gradas de piedra blanca deteriorada subían por la ladera en semicírculo, y él se imaginó por un momento cómo debía de haber sido dos milenios atrás, la gran multitud, la emoción en el ambiente.
La base del teatro, la
orchestra
, estaba bien iluminada con focos de arco voltaico. Había una mujer con vestido griego clásico, de pie ante el amplio público, sentado en mantas y almohadillas sobre los restos de las gradas. Mientras la mujer hablaba por un micrófono, un grupo de hombres y mujeres, con vestidos y túnicas blancas ceñidas con trencillas de colores, esperaba a un lado de la
orchestra
. Había un pequeño equipo de cámaras que los grababan.
—Aquí, bajo la Acrópolis, se encuentran las ruinas del primer grupo de edificios del mundo dedicado a las artes escénicas —decía la mujer al público—. Este noble teatro antiguo es anterior a Alejandro Magno. En este mismo escenario se estrenaron obras maestras inmortales, y nacieron el drama y la comedia.
—Estamos viendo el Teatro de Dioniso, ¿me equivoco? —dijo Judd a Eva cuando se acercaron.