—¿Qué es esto? —preguntó Judd.
—Parece que procede de un documento antiguo —dijo Eva, entregando a Yitzhak el fragmento amarillento. Este era mucho menor que las cartulinas; medía unos diez centímetros por ocho.
—Vamos a la cocina, para que vea mejor.
Yitzhak volvió a conducirlos a la cocina, y una vez allí, depositó cuidadosamente el fragmento en una mesa alta con tabla de trinchar.
Ella lo observó mientras él se lavaba las manos en la pila cepillándoselas a fondo. Muchos archivistas profesionales se ponían guantes blancos de algodón al manejar manuscritos y otras obras de arte, para protegerlas de las grasas y los ácidos de la piel. Otros, por su parte, afirmaban que los guantes eran peligrosos, pues no solo podían contener suciedad y partículas invisibles, sino que reducían la sensibilidad del operario al manejar los artículos. A estos les parecía mejor lavarse las manos a conciencia. Yitzhak era de la escuela del lavado de manos, lo mismo que Eva. Charles había sido un archivista de guantes blancos.
Cuando Yitzhak hubo terminado, ella se lavó también las manos, y ordenó a Judd y a Angelo que hicieran lo mismo.
Eva se situó junto a Yitzhak a un lado de la mesa alta, mientras este se colocaba en la nariz las gafas de cerca. Judd se puso al otro lado junto a Angelo; Eva observó que eran dos hombres de la misma estatura y de físico semejante.
Mientras Yitzhak murmuraba entre dientes, traduciendo el fragmento, Eva buscó entre las bolas de poliestireno del fondo de la caja.
—Aquí hay algo más —dijo.
Extrajo un objeto troncocónico de oro reluciente, de unos veinte centímetros de longitud y que, a juzgar por su peso, estaba hueco. En su extremo más estrecho tenía unos cinco centímetros de diámetro; en el otro extremo, unos diez. En cada extremo brillaban sendas bolas de marfil, perfectamente esféricas.
Yitzhak miró con atención el bastón.
—Sencillo, pero espectacular —dijo.
—Precioso —dijo Angelo—. Pero ¿qué es? ¿Tiene algo escrito?
—¿Se puede abrir? —preguntó Judd.
Eva hizo girar el cilindro, y todos acercaron la cabeza.
—Tiene pequeños grabados de flechas, escudos y cascos. Son adornos, no escritura. No veo el modo de abrirlo. Inténtalo tú, Judd.
Eva no veía ninguna relación con la Biblioteca de Oro. Se lo entregó a Judd.
—Parece muy antiguo —observó Angelo.
—Lo es —le dijo Eva—. Y es algo más que una obra de arte; tenía una utilidad práctica. Se advierte por la pátina profunda, por las pequeñas rozaduras y rasguños que tiene por el uso. No se limitó a estar expuesto en un aparador de un salón del trono.
—Si se abre, no sé cómo —afirmó Judd.
—Lo intentaré yo.
El francés tomó el bastón cónico y lo estudió, sosteniéndolo en el hueco de las dos manos.
Yitzhak los miró, asomándose por encima de sus gafas de cerca.
—El fragmento es arábigo-judaico. Poesía de tema militar. Habla de los espartanos y de cartas secretas.
—Eso es —dijo Eva, comprendiendo de qué se trataba—. El fragmento nos da las pistas: los espartanos, las cartas secretas y la guerra. El cilindro es una escítala. Los espartanos inventaron la escítala hacia el 400 antes de Cristo, para las comunicaciones secretas entre los jefes militares. Se trata de la aplicación más antigua conocida de la criptografía para la correspondencia; pero las escítalas suelen tener un diámetro uniforme, no son cónicas como esta. Una vez que fui comisaria de una exposición de artefactos griegos antiguos en el Getty tuve la suerte de poder exhibir una, pero era de madera de laurel sencilla.
—¿Cómo funciona? —preguntó Judd.
—Se enrolla en espiral una tira delgada de pergamino o de cuero a lo largo del bastón, de un extremo a otro, sin que se solape. Después, se escribe el mensaje en sentido longitudinal, a lo largo de la escítala. Cuando se desenrolla la tira, en el texto aparecen letras desordenadas, sin sentido. Entonces, el mensajero lo lleva al destinatario, que enrolla a su vez la tira alrededor de su propia escítala que, evidentemente, debe tener las mismas dimensiones. Entonces puede leer el mensaje.
—De modo que las escítalas servían para hacer cifrados de transposición —dijo Judd—. Déjeme verla otra vez, Angelo.
Angelo se la entregó, a disgusto.
—Calienta las manos. El oro tiene ese efecto.
Yitzhak sonrió a Eva.
—Charles te ha dejado un regalo encantador —le dijo—. Debe de valer mucho dinero.
—Sería para mí un gran honor poder comprártelo —dijo Angelo al instante.
—Gracias, Angelo. Pero quiero conservarlo.
Angelo frunció los labios, desilusionado.
—¿Hay algo más en la caja? —preguntó—. Todavía espero ver ese collar de Persia.
Eva tomó la escítala de manos de Judd, la dejó sobre la mesa y rebuscó en el fondo de la caja.
—Me pregunto si tendrá razón Angelo —dijo Judd—. Si no debería haber otra cosa más; por ejemplo, una tira de papel con otro mensaje de Charles, que podrías leer enrollándolo en la escítala.
Eva lo miró fijamente, e invirtió de pronto la caja, dejando caer las bolitas de poliestireno. Mientras los demás las extendían, ella inspeccionó el interior de la caja.
—Hay unas palabras minúsculas escritas en el fondo —dijo con sorpresa—. Necesito algo para recortar los lados de la caja.
Judd tomó un cuchillo de cortar pan de un portacuchillos magnético que estaba sobre la encimera y se lo entregó. Eva recortó el cartón del fondo y le devolvió el cuchillo.
—Es la letra de Charles —dijo. Leyó en voz alta—:
«Piensa en la geniza de El Cairo. Pero la geniza deseada por el mundo tiene la respuesta».
—¿Qué es una geniza? —preguntó Judd.
—En hebreo significa «recipiente» o «escondrijo» —explicó Yitzhak—. Todos los libros descabalados y las páginas sueltas, de todo tipo, desde las
haggadah
y los diccionarios hasta las facturas comerciales y las cartillas de los niños, se guardan en un lugar seguro de la sinagoga, en el interior de una pared, por ejemplo, o en un desván, hasta que se les puede dar un entierro como es debido.
—La veneración a la palabra escrita es frecuente en las religiones —dijo Angelo—. Los musulmanes, por ejemplo, consideran que un Corán es demasiado santo como para tirarlo sin más.
—Pero la geniza judía es diferente —explicó Yitzhak—. No solo reconoce como sagrado a un libro determinado, sino a la palabra escrita en general. En la tradición rabínica, la geniza es una tumba de cosas escritas.
—¿Qué tiene que ver El Cairo con todo esto?
Yitzhak dio un paso atrás y cerró los ojos, adoptando una expresión soñadora.
—Hace mucho, mucho tiempo…, estamos a finales del siglo IX, y los judíos de la ciudad que sería más adelante El Cairo están renovando una iglesia copta destruida para que les sirva de sinagoga. Abren un hueco cerca de la parte superior de una torre alta. Todos los días suben por la escalera de mano personas mayores y niños para tirar al interior todos los libros y los pedazos de papel que nosotros tiraríamos a la basura. ¿Oís el rumor que hacen al caer por el aire? Las aportaciones se amontonan a lo largo de mil años, ¡mil años!, y el desierto lo conserva todo. Hasta que, hace poco más de un siglo, los rabinos permiten por fin que se investiguen los restos.
Abrió los ojos de pronto.
—Voilà
! La geniza desvela sus secretos. Un fragmento precioso pertenecía a
La Sabiduría de Ben Sira
, el Eclesiástico. La versión más antigua que poseíamos hasta entonces estaba en griego, aunque el original se había escrito en hebreo mucho antes, en el 200 antes de nuestra era. Gracias a la tumba aérea de El Cairo, sabemos mucho más acerca de cómo vivía la gente, desde la India hasta Rusia y hasta España; de lo que pensaban, de lo que comían, de lo que compraban y de las causas de sus enfrentamientos. Se han publicado libros eruditos a veintenas sobre la materia.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con todo lo demás? —preguntó Angelo—. Eso es otro misterio. Charles tenía la molesta costumbre de no decir las cosas directamente.
Miró la escítala que relucía sobre la mesa.
Judd los volvió a llevar al grano.
—¿Qué relación tiene la escítala de Charles con «la geniza deseada por el mundo»?
—Su nota indica que no se refería a la geniza de El Cairo —dijo Eva—. De modo que no es la de El Cairo.
—Tienes razón, claro está —dijo Judd con una sonrisa—. Pero Estambul sí. Así la llaman, la Ciudad Deseada por el Mundo.
—Allí debe de haber una geniza en cada sinagoga —dijo el profesor—. Pero eso significaría tener que revolver en muchísimas
genizot
.
Judd miró al profesor desde el otro lado de la mesa.
—Puede que Charles le dejara a usted el paquete, no solo porque confiaba en que se lo guardaría a Eva, sino porque podría entender lo que él quería que ella hiciera a continuación.
—No te falta razón, amigo mío —asintió Yitzhak—. Déjame pensar… Estambul… Geniza…
Frunció el ceño y se pasó una mano por la calva. Por fin, sonrió.
—Qué bromista podía llegar a ser Charles. Creo que debía de referirse a Andrew Yakimovich. Yakimovich tiene en Estambul la mayor colección privada de documentos de la geniza de El Cairo. De hecho, es la mayor de la región.
—Lo recuerdo —dijo Eva—. Es tratante de antigüedades.
Eva había estado atendiendo a Yitzhak, pero echó una mirada a Judd justo a tiempo de ver que este clavaba la vista, a su vez, en Angelo, que acababa de deslizar la mano en el bolsillo de su chaqueta y la había vuelto a sacar. Judd se apartó disimuladamente.
—¿Ese tal Yakimovich vive en Estambul? —preguntó Angelo. La curiosidad hizo que se le marcaran más las líneas de su rostro.
—Es un hombre notorio por su discreción y viaja mucho —le dijo Eva—. No recuerdo su dirección de allí, y tampoco serviría de gran cosa si la recordara.
—Nos ha asesorado a Charles y a mí en el pasado —dijo Yitzhak.
Se quitó las gafas de cerca y añadió, dirigiéndose a Eva:
—No me sorprendería nada que, ya que Charles dejó la escítala a mi cargo, hubiera dejado también a Andrew lo que Judd llama un cifrado de transposición. Un regalo más, Eva —añadió alegremente—. Me pregunto qué habrá escrito Charles en él.
—Encontrar a Yakimovich no va a ser nada fácil… —empezó a decir Eva; pero se quedó paralizada.
Angelo se había sacado una pistola de la parte trasera de la faja, y la había empuñado rápidamente para apuntarlos. Pero Judd ya estaba en movimiento. Mientras Angelo abría la boca para amenazarlo, Judd bajó la cabeza, sus pies volaron sobre el suelo y clavó el hombro en el pecho del francés. Los dos aterrizaron en el suelo de la cocina con un ruido sordo.
—¿Qué hacéis? —gritó Yitzhak—. ¡Basta!
Eva asió al profesor del brazo y lo hizo bajar de un tirón tras la mesa con tabla de trinchar en el momento mismo en que se disparaba la pistola. La detonación hizo temblar la habitación. Una bala impactó en el techo, y el polvo de yeso cayó como si estuviera nevando.
Angelo lanzó un golpe con la pistola a la cabeza de Judd. Judd lo esquivó, le arrancó la pistola e inmovilizó a Angelo pasándole el antebrazo por el cuello. Le apuntó con el arma a la sien.
Angelo tenía el rostro enrojecido y furioso. Maldecía en francés.
—Un hombre que no quiere parecer amenazador, no debe llevar un bulto por detrás de la chaqueta —dijo Judd con voz tranquila—. Te lo vi cuando subía la escalera detras de ti. ¿Qué tienes que ver con la Biblioteca de Oro?
—No lo sabréis nunca —dijo Odile desde la puerta de la cocina.
Eva se volvió sobre sí misma. Roberto entraba en la cocina, tembloroso, seguido por Odile, que empuñaba con mano firme una pistola con la que le apuntaba a la nuca.
Se hizo el silencio en la habitación.
—Judd, devuelve la pistola a Angelo —ordenó Odile—. O mato a Roberto.
Bash Badawi se paseaba en su monopatín por la acera de enfrente de la casa de Yitzhak Law. Tenía un aspecto informal, con sus pantalones cortos sueltos, su sudadera con capucha y cremallera y su mochila pequeña. El pelo, liso y negro azabache, le enmarcaba un rostro de color oscuro y ojos castaños con forma de almendra. Aunque llevaba auriculares, que formaban parte de su disfraz, no oía más sonido que el rumor constante del tráfico y las conversaciones de los peatones a cuyo lado pasaba.
Después de atravesar el cruce haciendo eses con el monopatín y de dar la vuelta para desandar de nuevo el camino por la otra acera, echó una ojeada a Quinn, que seguía sentado pacientemente en el banco con su bolsa de compra de tela, y otra a Martine, que seguía en su tumbona bajo el turbinto aparentando leer el periódico, con la cabeza echada hacia atrás. Todo estaba bajo control.
A pesar de ello, redujo la velocidad en su monopatín para estudiar la zona, intrigado por un hombre que empujaba un carrito de niño. El hombre llevaba sudadera y pantalón de chándal grises; había pasado por allí hacía media hora, había regresado, y ahora empezaba a doblar la esquina de nuevo. Era grande y corpulento, con rasgos marcados y cejas negras y espesas. Podía ser que estuviera dando unas vueltas a la manzana para que el niño tomara el aire.
Bash se fijó también en un hombre de largos cabellos castaños y cara delgada, que iba en una Vespa azul. Había pasado por allí hacía un cuarto de hora, y quizá otra vez antes también. En Roma había motos pequeñas por todas partes, y pasaban muchas por la calle a toda velocidad. El hombre podía ser un mensajero de alguna clase.
Bash, pasando bajo un arce de amplias ramas, volvió a acercarse a la antigua casa de Yitzhak Law. No veía a nadie por las ventanas. Pero cuando dejaba atrás la casa se oyó en sus profundidades una leve detonación, cuyo sonido quedaba amortiguado por los muros de piedra. Un disparo. Sintió una opresión en el pecho. Hizo inmediatamente un viraje completo y clavó el pie en la acera, dirigiéndose velozmente hacia los escalones en su monopatín.
En la cocina, Judd apuntaba firmemente con su pistola a la sien de Angelo Charbonier, con el brazo apoyado sobre su garganta. Si Angelo intentaba recuperar su arma, podía aplastarle la tráquea de un solo tirón brusco.
Pero ahora que había llegado Odile, Angelo tenía una sonrisa triunfal. Tenía los ojos duros y negros como la antracita.
—Devuélveme mi pistola, Judd —ordenó—. No querrás que le pase nada a Roberto.