Gruen maldijo en alemán.
—Creemos que si Ryder y Blake están libres, se dirigen a Atenas —dijo—. Tenemos que saber a dónde exactamente, dentro de Atenas. ¿Sabe algo de una mujer llamada Robin Miller?
—No —respondió Canon sin mentir—. ¿Quién es?
Hubo una pausa fría.
—Vamos a dejar las cosas claras. ¿Cree de verdad que el accidente de coche de Catherine Doyle fue un accidente?
Canon sintió que se le acumulaba el sudor en las axilas.
—Necesitamos la información —le dijo Gruen—. Usted nos la conseguirá.
—En realidad, no es necesario —adujo Canon—. En cualquier caso, puedo clausurar la operación de aquí a pocas horas. Tengo permiso del jefe.
—Como sabe, tardaría más de unas pocas horas en poder hacerlo, y pueden pasar demasiadas cosas.
Hubo una pausa.
—Debe hacer que Tucker Andersen salga de la sede de Catapult. Cuando haya salido, telefonéeme inmediatamente. ¿Entiende lo que le pasará si no lo hace?
Tucker llamó a la puerta de Hudson Canon. Oyó con sorpresa que se abría el pestillo. ¿Por qué lo habría echado Hudson? Pero también era cierto que Hudson había sido en sus tiempos un agente de operaciones encubiertas de mucho éxito, y los hábitos de la discreción eran difíciles de dejar.
Se abrió la puerta, y el nuevo jefe lo recibió con una breve sonrisa.
—Adelante, Tucker. Yo también estaba pensando en ir a hablar contigo.
Tucker entró mientras Hudson se dirigía al escritorio.
—Dame novedades sobre cómo marchan las cosas —dijo Hudson, sentándose en el sillón, recostándose y uniendo las manos cómodamente tras la cabeza.
—No hay mucho de nuevo.
Tucker tomó una silla y relató los pocos cambios que se habían producido en las diversas misiones. Canon quería que le dieran novedades con más frecuencia que Cathy. No tenía importancia; cada uno tenía su manera de dirigir.
—¿Y la operación de la Biblioteca de Oro? —preguntó Canon.
—Me alegro de que hayas tocado el tema. Me estaba preguntando si habrás comentado por casualidad a alguien que mi gente se dirigía al Gran Bazar de Estambul.
—Por supuesto que no —respondió Canon inmediatamente, sin variar de expresión.
—No han localizado la biblioteca todavía —prosiguió Tucker—, y la última vez que hablé con ellos se disponían a salir de Estambul. Habían dejado a Preston, que es el
limpiador
que los ha estado siguiendo, en el Gran Bazar, vivo, pero atado. Tardaría un tiempo en liberarse.
—¿Dónde se dirigen ahora?
Aquel era el momento que había esperado Tucker, y le produjo náuseas. Después de hacer un ejercicio de memoria a fondo, sabía que no había escrito a nadie, ni hablado por teléfono con nadie, ni enviado correos electrónicos a nadie, ni había tomado notas para sí mismo, y solo había dicho a una persona el dato esencial de que Ryder y Blake no solo habían ido a Estambul, sino más concretamente al Gran Bazar, en busca de Okan Biçer y, a través de este, de Andrew Yakimovich.
Por ello, mintió:
—A Tesalónica.
Esta era una ciudad grande, al norte de Atenas, a una distancia lógica para que llegara allí Robin Miller, si es que estaba en Atenas. Siguiendo con la mentira, añadió:
—Se ha puesto en contacto con ellos una mujer llamada Robin Miller. A cambio de que la ayuden, se reunirá con ellos allí y les dirá dónde está la biblioteca.
—Así se resolverán muchos problemas…, si es que lo consiguen —dijo Canon. Respiró hondo y se estiró—. Pero lo de Tesalónica parece raro. Parecería más lógico Atenas, ¿no te parece?
¿Por qué había hablado de Atenas? A Tucker le subió un gusto amargo a la garganta.
—No; no estoy de acuerdo. En esta operación, todo ha sido imprevisible. Tesalónica es una ciudad grande e histórica. A mí me parece normal.
—¿Quién es Robin Miller?
—Tiene algo que ver con la biblioteca. Todavía no dispongo de los detalles.
Canon asintió con la cabeza.
—Entonces, todo son buenas noticias. Tu gente tiene otra pista bastante buena. ¿Por qué medios se dirigen a Tesalónica?
—A Judd no le dio tiempo de decírmelo.
—Ya veo. Bueno, entonces todavía podrás encontrar la biblioteca como si te la sacaras de la manga, por así decirlo.
Canon observó atentamente a Tucker con gesto de preocupación.
—¿Te haces idea del mal aspecto que tienes? Estás pálido. Tienes la ropa hecha un desastre. Ahora que toda la acción está en Europa, ya no tienes que preocuparte de que siga alguien por aquí. Hace una tarde preciosa. Sal a tomar algo de aire fresco. Date un paseo. Si prefieres ir en coche, coge el mío. Si no quieres irte a tu casa, al menos ve de tiendas y cómprate algo de ropa. Es una orden directa, Tucker: lárgate de Catapult ahora mismo.
Tucker Andersen rondaba por su despacho ponderando si llamaría por teléfono o no a su viejo amigo Matt Kelley, jefe del Servicio Clandestino. Pero solo contaba con un indicio de que la filtración fuera de Hudson Canon. Era posible que se hubiera descubierto por algún otro medio que Judd y Eva estaban en el Gran Bazar. Para denunciar a un colega había que estar perfectamente seguro de lo que se decía.
Se detuvo ante su librería de pared. No era tan imponente como la enorme biblioteca de Jonathan Ryder, ni mucho menos, pero todos los libros los había elegido él cuidadosamente. Repasando con la mirada los títulos, principalmente tratados de política y de inteligencia y novelas de espionaje, recordó los viajes que había realizado mentalmente al leerlos, aprendiendo y divirtiéndose con las vidas, las ideas y los conocimientos de otras personas. Recordó aquello que había escrito Philip K. Dick: «A veces, la reacción más lógica ante la realidad es volverse loco».
Sacudió la cabeza y se sirvió un
whisky
. Sí que debía salir de allí, probablemente. Un paseo de una vuelta a la manzana podría despejarle las ideas. Pero, por otra parte, era Hudson Canon quien se lo había propuesto, y aquello lo incitaba a quedarse donde estaba. Miró por la ventana mientras tragaba
whisky
, y vio que se había hecho de noche. Maldita sea, estaba cansado de la fría habitación para transeúntes del piso de arriba donde había estado durmiendo.
Se decidió; tomó la chaqueta de
sport
y metió los brazos en las mangas con energía. Se dirigió al centro de comunicaciones. Debi Watson seguía allí.
Tenía un aspecto de juventud y de atención que resultaba repelente.
—¿Tienes algo nuevo para mí? —le preguntó.
—No,
señó
.
—Llama a tu contacto de la NSA —le dijo—. Dale mi número de móvil. Quiero que me llame directamente a mí si sale algo de esos dos números de móviles desechables. Si sabes algo de Robin Miller, llámame a mi móvil.
Dio media vuelta y se marchó, mientras ella, a su espalda, le decía que así lo haría.
Se detuvo ante la mesa de Gloria.
—Dame mi móvil. Voy a salir.
Ella lo miró por encima de sus gafas de cerca con montura con los colores del arco iris.
—Ya iba siendo hora. Pareces una fiera enjaulada.
—Gracias. Con eso me animas mucho.
—Es lo que pretendo —dijo ella, entregándole el móvil seguro.
Tucker tuvo una idea, aunque no le gustó.
—¿Sigue aquí Hudson? —preguntó.
—Ya lo creo. El hombre está trabajando con tanto ahínco como si fuera el jefe de Catapult.
—¿Te ha encargado que le avises si me marcho?
—Sí —dijo ella con ojos de sorpresa—. También él se preocupa por ti.
—No se lo digas.
—¿Por qué, Tucker?
—Tú haz lo que te digo, maldita sea.
Ella enarcó las cejas.
—Oye, que no estamos casados… todavía. A Karen le van a entrar celos.
Tucker suspiró. Gloria tenía razón: estaba hecho un cascarrabias.
—Perdona. No se lo digas al jefe, por favor.
—Vale —dijo ella alegremente.
Pero en cuanto Tucker se apartó, vio un movimiento. Debía de haberse abierto la puerta de Canon, porque se estaba cerrando en ese momento. Tucker volvió a su despacho, abrió el cajón de su escritorio que tenía cerrado con llave y sacó su Browning y la sobaquera. Se quitó la chaqueta, se puso la sobaquera y echó dentro la Browning. Titubeó, y sacó por fin del cajón el fajo de billetes, las dos carteras con documentos de identidad falsos, y otros materiales.
Se dirigió de nuevo a la salida.
—¿No te has marchado todavía? —le dijo Gloria cuando pasó ante su mesa.
—Se me habían olvidado los caramelos.
—Qué tonta. Debí habértelo recordado. Si alguien me pregunta, ¿a qué hora digo que volverás?
—Ah, dentro de media hora. O nunca.
Hizo una pausa.
—Eso último no lo he dicho.
Ella volvió a enarcar las cejas, pero él se limitó a asentir con la cabeza.
Salió por la puerta lateral que daba al aparcamiento de Catapult. La noche de abril era fresca, y cuando se forzó a sí mismo a reducir la marcha para caminar a ritmo normal, advirtió que no corría ni una brisa. Pasó ante los coches del personal y salió a la acera. Era un anochecer suave de primavera. Inspiró el aroma de la hierba recién segada de la finca contigua.
Empezó a caminar calle abajo, observando quién más iba por la acera y con la cabeza un poco ladeada para poder ver de reojo los coches que se aproximaban. La gente iba del metro a su casa, de vuelta del trabajo y de la escuela; gente cansada que llevaba bolsas de la compra o maletines, o que empujaban carritos de niños. La calle estaba llena de tráfico; muchos vehículos iban despacio, buscando lugares donde aparcar. En aquel barrio, principalmente de casas adosadas, había pocos garajes o aparcamientos particulares cubiertos.
Una mente entrenada funciona como un ordenador, y Tucker iba clasificando automáticamente aquel despliegue de humanidad. Se concentró por fin en un hombre que llevaba una cazadora gris suelta con la cremallera subida hasta media altura, vaqueros oscuros y zapatillas deportivas negras, a unos doce metros a su espalda. A la luz de las farolas parecía bastante inofensivo, pero había algo en su manera de moverse: su soltura, la facilidad con que daba cada pisada, su atención. Tenía la atención puesta en un destino que no tenía nada que ver con el descanso del hogar.
Tucker dobló una esquina, y después otra. El hombre lo seguía, sorteando al resto de los transeúntes que quedaban atrás, dejando siempre a varios entre uno y otro. Tucker rodeó otra manzana y se dirigió hacia el oeste por la avenida Massachusetts. El hombre seguía con él, pero más cerca, probablemente esperando el momento oportuno. Bien podía llevar oculta un arma bajo su cazadora gris.
Tucker siguió aprisa hasta el mercado de Capitol Hill, un punto popular del barrio, pequeño, estrecho, y, a aquella hora, lleno de público. Fue hasta el fondo de la tienda y se detuvo ante el refrigerador, aparentemente para ver los refrescos disponibles, pero en realidad para apostarse tras el extremo, desde donde podría ver por el pasillo hasta la puerta de entrada.
El hombre entró, saludando con un gesto de la cabeza al chico de la caja y mirando a un lado y otro con aparente despreocupación mientras seguía hacia la carnicería. En la tienda estaban haciendo algunas reformas. Tucker vio dos tablas de madera apoyadas en la pared, al final del pasillo del fondo. Girando la cabeza lo justo para cerciorarse de que el hombre lo había localizado, entró en el pasillo poco iluminado. Antes de doblar la esquina, miró atrás. El hombre venía hacia él con expresión de simpatía.
Tucker asió una de las tablas y salió aprisa por la puerta giratoria de vidrio al aire fresco de la noche. Altos árboles arrojaban sombras oscuras sobre el pequeño aparcamiento. Se apostó inmediatamente contra el muro de la tienda, empuñando la tabla. La puerta giratoria fue perdiendo velocidad. Cuando se aceleró de nuevo, metió la tabla entre los paneles en movimiento. Y sacó la Browning.
Cuando el panel de la puerta giratoria dio contra la tabla, Tucker se adelantó y apuntó con la pistola hacia el interior de la puerta.
El hombre, atrapado, incapaz de alcanzar la madera, intentaba empujar la puerta hacia atrás para volver al interior de la tienda. Hinchaba los hombros con el esfuerzo, pero la puerta no se movía: solo giraba en el sentido de salida. El hombre se volvió, con furia en el rostro. Tucker calculó que tendría algo menos de treinta años. Llevaba barba de varios días; tenía el pelo castaño, corto, y cara corriente. Una cara sin ningún rasgo digno de recordar, salvo los hoyuelos de las mejillas. Cuando vio a través del cristal el arma de Tucker, levantó inmediatamente la mano para llevársela al interior de la chaqueta.
—No lo hagas —dijo Tucker, negando con la cabeza.
La mano se movió dos dedos más.
—Los dos sabemos que pensabas acabar conmigo —le dijo Tucker—. Mi solución será dispararte yo primero. Empezaré por el vientre, y después iré apuntando a los diversos órganos.
Una herida en el vientre era la más dolorosa de todas, y solía ser mortal cuando afectaba a órganos.
El hombre entrecerró los ojos con furia, pero dejó de moverse.
—Bien —dijo Tucker—. Saca la pistola. Despacio. Déjala junto a tus pies. No la dejes caer. No queremos que se dispare la condenada.
El hombre sacó el arma a cámara lenta y la dejó en el suelo.
—Ahora voy a sacar la tabla. Después, saldrás. Tendremos una conversación agradable.
Sin dejar de apuntarlo con la pistola, Tucker se agachó y extrajo el madero. La puerta giratoria se movió, y Tucker se apoderó de la pistola del hombre. En cuanto este hubo salido, le dijo:
—Por ahí.
Caminaron hasta la sombra oscura de un árbol.
—Dame tu cartera —ordenó Tucker.
—No la llevo.
Aquello no le extrañó. Cuando un
limpiador
entrenado salía a hacer un trabajo, iba libre.
—¿Quién eres?
—Eso no le importa, en realidad, ¿verdad, viejo?
—Enséñame las porquerías de los bolsillos —le dijo Tucker—. Con cuidado.
El hombre sacó de los vaqueros unas llaves de coche.
—Déjalas caer.
Las dejó caer entre los dedos, y después se volvió del revés el fondo de los bolsillos de los vaqueros para mostrar que allí no había nada más. Hizo lo mismo con los bolsillos exteriores de la cazadora. Se abrió la prenda con solo dos dedos de cada mano, mostrando que no tenía bolsillos interiores. Llevaba un polo sin bolsillos.