Read La Abadia de Northanger Online
Authors: Jane Austen
—Sí, sí, no me gustan nada. El calesín es un medio de transporte muy incómodo. Además, no hay traje que se conserve limpio con ellos. Se mancha una lo mismo al subir y al bajar, y el viento descompone el peinado. Sí, me desagradan mucho los coches descubiertos.
—Ya lo sabemos; pero no es eso precisamente lo que se discute. ¿A ti no te parece extraño el que una señorita se pasee en calesín con un joven a quien no lo une relación alguna de parentesco?
—Sí, por supuesto; a mí no me gustan estas cosas.
—Entonces, querida señora, ¿por qué no me lo advirtió antes? —preguntó Catherine—. Si yo hubiera creído que estaba mal pasear en coche con Mr. Thorpe no lo habría hecho. Imaginaba que usted no me permitiría hacer nada que no estuviese bien.
—Y no lo habría permitido, hija mía. Ya se lo dije a tu madre antes de partir hacia aquí. Pero tampoco hay que ser extremadamente severos. Tu propia madre dice que los jóvenes siempre se salen con la suya. Recordarás que cuando llegamos aquí te advertí que hacías mal en comprarte aquella muselina floreada; sin embargo, no me hiciste caso. A los jóvenes no se os puede llevar siempre la contraria.
—Es que ahora se trataba de algo más serio, y no creo que hubiera sido difícil convencerme.
—Bueno, hasta aquí, lo ocurrido no tiene importancia —dijo Mr. Allen—, pero sí considero mi deber aconsejarte que en el futuro no salgas con Mr. Thorpe.
—Eso precisamente iba yo a decirle —intervino su esposa.
Catherine, una vez tranquilizada por lo que a ella interesaba, empezó a preocuparse por Isabella, apresurándose a preguntar a Mr. Allen si creía que debería escribir una carta a su amiga señalándole los inconvenientes que entrañaban aquellas excursiones, de los que seguramente ella no tenía idea y a los que posiblemente volviera al exponerse si, como pensaba, llevaba a cabo el proyectado paseo al día siguiente. Mr. Allen la disuadió de ello.
—Más vale que lo dejes correr, hija mía —le aconsejó— Isabella tiene edad suficiente para saber esas cosas, y además, está aquí su madre para advertírselo. No cabe duda que Mrs. Thorpe es excesivamente tolerante; sin embargo, creo que no deberías intervenir en tan delicado asunto. Si Isabella y tu hermano están empeñados en salir juntos, lo harán, y al tratar de evitarlo no conseguirás más que indisponerte con ellos.
Catherine obedeció, lamentando, por una parte, que Isabella hiciera lo que no estaba bien visto, y satisfecha, por otra, de estar haciendo lo correcto, evitando así el peligro de tan grave falta.
Se alegraba de no tomar parte en la expedición hasta Clifton, porque así evitaba tanto el que los Tilney la juzgaran mal por faltar a su promesa, como el incurrir en una indiscreción social. Estaba claro que ir a Clifton habría sido, al tiempo que una descortesía, una falta de decoro.
La mañana siguiente amaneció hermosa, y Catherine temió ser nuevamente objeto de un ataque por parte de sus adversarios. A pesar del valor que la infundía contar con el apoyo de Mr. Allen, temía verse enzarzada otra vez en una lucha en la que resultaba dolorosa hasta la misma victoria. De modo, pues, que grande fue su regocijo cuando comprobó que nadie intentaba convencerla nuevamente. Los Tilney llegaron a buscarla a la hora convenida, y como quiera que ninguna dificultad, ningún incidente imprevisto ni llamada impertinente malogró sus planes, nuestra heroína consiguió cumplir sus compromisos, aun cuando los había contraído con el héroe en persona, desmintiendo con ello la proverbial infortuna de las protagonistas novelescas.
Se decidió que el paseo se hiciera en dirección a Beechen Cliff, hermosa colina cuya espléndida vegetación se admira desde Bath.
—Esto me recuerda el sur de Francia —dijo Catherine.
—¿Ha estado usted en el extranjero? —le preguntó Henry, un poco sorprendido.
—No, pero he leído, y esto se parece al país que recorrieron Emily y su padre en Los misterios de
Udolfo
. Imagino que usted no debe leer novelas...
—¿Por qué no?
—Porque no es un género que suela agradar a las personas inteligentes. Los caballeros, sobre todo, gustan de lecturas más serias.
—Pues considero que aquella persona, caballero o señora, que no sabe apreciar el valor de una buena novela es completamente necia. He leído todas las obras de Mrs. Radcliffe, y muchas de ellas me han proporcionado verdadero placer. Cuando empecé Los misterios de
Udolfo
no pude dejar el libro hasta terminarlo. Recuerdo que lo leí en dos días, y con los pelos de punta todo el tiempo.
—Sí —intervino Miss Tilney—, y recuerdo que después que me prometieras que me leerías ese libro en voz alta, me ausenté para escribir una carta y al volver me encontré con que habías desaparecido con él, de modo que no me quedó más remedio para saber el desenlace que esperar a que terminaras de leerlo.
—Gracias, Eleanor, por dar fe de lo que digo. Ya ve usted, Miss Morland, cuan injustas son esas suposiciones. Mi interés por continuar con la lectura del
Udolfo
fue tan grande que no me permitió esperar a que mi hermana estuviese de regreso y me indujo a faltar a mi promesa negándome a entregar un libro que, como usted habrá podido apreciar, no me pertenecía. Todo esto es, sin embargo, un motivo de orgullo, ya que, por lo visto, no hace sino aumentar la estima que usted pueda profesarme.
—Me alegro de ello, entre otras razones porque me evita el tener que avergonzarme de leerlo yo también; pero, la verdad, siempre creí que los jóvenes tenían por costumbre despreciar las novelas.
—No me explico entonces por qué las leen tanto como puedan hacerlo las señoras.
—De mí puedo asegurarle que he leído cientos de ellas. No crea que me supera en el conocimiento de Julias y Eloísas. Si entráramos a fondo en la cuestión y comenzáramos una investigación acerca de lo que uno y otro hemos leído, seguramente quedaba usted tan a la zaga como... ¿qué le diría yo?, como dejó Emily al pobre Velancourt cuando marchó a Italia con su tía. Considere que le llevo muchos años de ventaja; yo ya estudiaba en Oxford cuando usted, apenas una niñita dócil y buena, empezaba a hacer labores en su casa.
—Temo que en lo de buena se equivoca usted, pero hablando en serio, ¿cree de veras que
Udolfo
es el libro más bonito del mundo?
—¿El más bonito? Eso depende de la encuadernación.
—Henry —intervino Miss Tilney—, eres un impertinente. No le haga usted caso, Miss Morland, por lo visto mi hermano pretende hacer con usted lo que conmigo. Siempre que hablo tiene algún comentario que hacer sobre las palabras que empleo. Por lo visto no le ha gustado el uso que ha hecho usted de la palabra «bonito», y si no se apresura a emplear otra corremos el peligro de vernos envueltas en citas de Johnson y de Blair todo el paseo.
—Le aseguro —dijo Catherine— que lo hice sin pensar; pero si el libro es bonito, ¿por qué no he de decirlo?
—Tiene usted razón —contestó Henry— también el día es bonito, y el paseo bonito, y ustedes son dos chicas bonitas. Se trata, en fin, de una palabra muy bonita que puede aplicarse a todo. Originalmente se la empleó para expresar que una cosa era agraciada de cierta proporción y belleza, pero hoy puede ser empleada como término único de alabanza.
—Siendo así, no deberíamos emplearla más que refiriéndonos a ti, que eres más bonito que sabio —dijo Eleanor—. Vamos, Miss Morland, dejémoslo meditar acerca de nuestras faltas de léxico y dediquémonos a enaltecer a
Udolfo
en la forma que más nos agrade. Se trata, sin duda, de un libro interesantísimo y de un género de literatura que, por lo visto, es muy de su gusto.
—Si he de ser franca, le diré que lo prefiero a todos los demás.
—¿De veras?
—Sí. También me gustan la poesía, las obras dramáticas y, en ocasiones, las narraciones de viajes, pero, en cambio, no siento interés alguno por las obras esencialmente históricas. ¿Y usted?
—Pues yo encuentro muy interesante todo lo relacionado con la historia.
—Quisiera poder decir lo mismo; pero si alguna vez leo obras históricas es por obligación. No encuentro en ellas nada de interés, y acaba por aburrirme la relación de los eternos disgustos entre los papas y los reyes, las guerras y las epidemias y otros males de que están llenas sus páginas. Los hombres me resultan casi siempre estúpidos, y de las mujeres apenas si se hace mención alguna. Francamente: me aburre todo ello, al tiempo que me extraña, porque en la historia debe de haber muchas cosas que son pura invención. Los dichos de los héroes y sus hazañas no deben de ser verdad, sino imaginados, y lo que me interesa precisamente en otros libros es lo irreal.
—Por lo visto —dijo Miss Tilney—, los historiadores no son afortunados en sus descripciones. Muestran imaginación, pero no consiguen despertar interés; claro que eso en lo que a usted se refiere, porque a mí la historia me interesa enormemente. Acepto lo real con lo falso cuando el conjunto es bello. Si los hechos fundamentales son ciertos, y para comprobarlos están otras obras históricas, creo que bien pueden merecernos el mismo crédito que lo que ocurre en nuestros tiempos y sabemos por referencia de otras personas o por propia experiencia. En cuanto a esas pequeñas cosas que embellecen el relato, deben ser consideradas como meros elementos de belleza, y nada más. Cuando un párrafo está bien escrito es un placer leerlo, sea de quien sea y proceda de donde proceda, quizá con mayor placer siendo su verdadero autor Mr. Hume o el doctor Robertson y no Caractus, Agrícola o Alfredo el Grande.
—Veo que, en efecto, le gusta a usted la historia... —dijo Catherine—. Lo mismo le ocurre a Mr. Allen y a mi padre. A dos de mis hermanos tampoco les desagrada. Es extraño que entre la poca gente que integra mi círculo de conocidos tenga este género tantos adictos. En el futuro no volverán a inspirarme lástima los historiadores. Antes me preocupaba mucho la idea de que esos escritores se vieran obligados a llenar tomos y más tomos de asuntos que no interesaban a nadie y que a mi juicio no servían más que para atormentar a los niños, y aun cuando comprendía que tales obras eran necesarias, me extrañaba que hubiera quien tuviese el valor de escribirlas.
—Nadie que en los países civilizados conozca la naturaleza humana —intervino Henry— puede negar que, en efecto, esos libros constituyen un tormento para los niños; sin embargo, debemos reconocer que nuestros historiadores tienen otro fin en la vida, y que tanto los métodos que emplean como el estilo que adoptan los autoriza a atormentar también a las personas mayores. Observará usted que empleo la palabra «atormentar» en el sentido de «instruir», que es indudablemente el que usted pretende darle, suponiendo que puedan ser admitidos como sinónimos.
—Por lo visto cree usted que hago mal en calificar de tormento lo que es instrucción, pero si estuviese usted tan acostumbrado como yo a ver luchar a los niños, primero para aprender a deletrear, y más tarde a escribir, si supiera usted lo torpes que son a veces y lo cansada que está mi pobre madre después de pasarse la mañana enseñándoles, reconocería que hay ocasiones en que las palabras «atormentar» e «instruir» pueden parecernos de significado similar.
—Es muy probable; pero los historiadores no son responsables de las dificultades que rodean a la enseñanza de las primeras letras, y usted, que por lo que veo no es amiga ni defensora de una intensa aplicación, reconocerá, sin embargo, que merece la pena verse atormentado durante dos o tres años a cambio de poder leer el tiempo de vida que nos resta. Considere que, si nadie supiera leer, Mrs. Radcliffe habría escrito en vano o no habría escrito nada, quizá.
Catherine asintió, y a continuación se hizo un elogio entusiasta de dicha autora. Así, los Tilney hallaron muy pronto otro motivo de conversación en el que la muchacha se vio privada de tomar parte.
Los hermanos contemplaban el paisaje con el interés de quienes están acostumbrados a dibujar, discutiendo acerca del atractivo pictórico de aquellos parajes, dando a cada paso nuevas pruebas de su gusto artístico. Catherine no podía tomar parte en la conversación pues, además de no saber dibujar ni pintar, carecía de aficiones en este sentido y, aun cuando escuchaba atentamente lo que decían sus amigos, las frases que éstos empleaban le resultaban poco menos que incomprensibles. Lo poco que entendió sólo le sirvió para sentirse más confusa, pues contradecía por completo sus ideas acerca del asunto, demostrando, por ejemplo, que las mejores vistas no se obtenían desde lo alto de una montaña y que un cielo despejado no era prueba de un día hermoso. Catherine se avergonzó sin razón de su ignorancia, pues no hay nada como ésta para que las personas se atraigan mutuamente. El estar bien informado nos impide alimentar la vanidad ajena, lo cual el buen sentido aconseja evitar. La mujer, sobre todo si tiene la desgracia de poseer algunos conocimientos, hará bien en ocultarlos siempre que le sea posible. Una autora y hermana mía en las letras ha descrito de manera prodigiosa las ventajas que tiene para la mujer el ser bella y tonta a un tiempo, de modo, pues, que sólo resta añadir, en disculpa de los hombres, que si para la mayoría de éstos la imbecilidad femenina constituye un encanto adicional, hay algunos tan bien informados y razonables de por sí que no desean para la mujer nada mejor que la ignorancia. Catherine, sin embargo, desconocía su valor, ignoraba que una joven bella, dueña de un corazón afectuoso y de una mente hueca, se halla en las mejores condiciones posibles, a no ser que las circunstancias le sean contrarias, para atraer a un joven de talento. En la ocasión que nos ocupa, la muchacha confesó y lamentó su falta de conocimientos, y declaró que de buen grado daría cuanto poseía en el mundo por saber dibujar, lo cual le valió una conferencia acerca del arte, tan clara y terminante, que al poco tiempo encontraba bello todo cuanto Henry consideraba admirable, escuchándolo tan atentamente que él quedó encantado del excelente gusto y el talento natural de aquella muchacha, y convencido de que él había contribuido a su desarrollo. Le habló de primeros y segundos planos, de perspectiva, de sombra y de luz, y su discípula aprovechó tan bien la lección, que para cuando llegaron a lo alto del monte, Catherine, apoyando la opinión de su maestro, rechazó la totalidad de la ciudad de Bath como indigna de formar parte de un bello paisaje. Encantado con aquellos progresos, pero temeroso de cansarla con un exceso de saber, Henry trató de cambiar de tema, y así pasó a hablar de árboles en general, de bosques, de terrenos improductivos, de los patrimonios reales, de los gobiernos, y, finalmente, de política, hasta llegar al punto suspensivo de un completo silencio. La pausa que siguió a aquella disquisición acerca del estado de la nación fue interrumpida por Catherine, quien, con tono solemne y un tanto asustada, exclamó: