La Abadia de Northanger (11 page)

—Porque no tiene bastante dinero.

—¿Y de quién es la culpa?

—De nadie, que yo sepa.

Thorpe, entonces, con la incoherencia y la agresividad propias de él, empezó a decir que la avaricia era un vicio repugnante y que si la gente que tiene el riñón bien cubierto no sufragaba ciertos gastos, no sabía él como iba a poder hacerlo, y otras cosas que Catherine ni se esforzó siquiera en oír. Ante la imposibilidad de lograr el consuelo que a cambio de otra desilusión se prometía, la muchacha se mostró menos dispuesta a intentar ser amable con Thorpe, y durante el trayecto de regreso no cambiaron más de veinte palabras.

Al llegar a la casa el lacayo informó a Catherine que una señora, acompañada de un caballero, había llegado a buscarla pocos minutos después de que ella se hubiese marchado, que al enterarse de que había salido con Mr. Thorpe habían preguntado si no había dejado algún recado para ellos, y al responder él que nada podía decirles al respecto, se habían ido no sin antes entregarle sus tarjetas. Pensando en aquellas desoladoras noticias subió Catherine a su habitación. En lo alto de la escalera se encontró con Mr. Allen, que al saber las causas que habían motivado su repentino regreso, le dijo:

—Celebro que Mr. Morland haya mostrado tan buen sentido. El plan no podía ser más absurdo y descabellado.

Pasaron la velada todos juntos en casa de los Thorpe. Catherine no disimulaba su preocupación y tristeza. Isabella, en cambio, se mostraba muy satisfecha, diríase que el haber hecho una apuesta con Morland la compensaba de las diversiones que en la posada de Clifton habría podido encontrar. Habló también con insistencia de la satisfacción que sentía al faltar aquella noche a los salones del balneario.

—¡Qué lástima me inspiran los infelices que han ido al baile! —exclamó—. Y ¡cuánto celebro no hallarme entre ellos! ¿Estarán muy concurridos los salones? El baile aún no debe de haber empezado, pero por nada del mundo asistiría a él. ¡Es tan delicioso pasar una velada en familia! Además, no creo que resulte muy animado. Sé que los Mitchell no tenían intención de ir. Os aseguro que me inspiran verdadera lástima los que se han tomado la molestia de bajar. En cambio, usted, Mr. Morland, está deseando ir, ¿verdad? Sí, sí; estoy segura de ello, y le suplico que no se prive por nosotros. Nos arreglaríamos perfectamente sin su presencia, se lo aseguro. Los hombres se empeñan en creer que son indispensables, y están muy equivocados.

Catherine estuvo tentada de acusar a Isabella de falta de ternura y de consideración para con ella, pues, a juzgar por lo que se veía, su desconsuelo no le preocupa en absoluto.

—No estés tan aburrida, querida —le dijo al fin en voz baja—. Me parte el alma verte así, después de todo, los únicos responsables de lo ocurrido son los Tilney. ¿Por qué no fueron más puntuales? Es cierto que los caminos estaban cubiertos de lodo, pero ¿qué importaba eso?. A John y a mí excusa tan nimia no habría bastado para disuadirnos. Sabes que no me importa sufrir molestias cuando de complacer a una amiga se trata. Es mi manera de ser, y lo mismo le ocurre a John, que tiene sentimientos muy profundos. ¡Cielos, qué magníficas cartas tienes! Reyes, ¿eh? ¡Qué feliz me haces! Y es que yo soy así, prefiero mil veces que los tengas tú a ser yo la favorecida.

Es hora de que despidamos por breve tiempo a la heroína enviándola al lecho del insomnio que, como le corresponde, a apoyar la cabeza sobre una almohada erizada de espinas y empapada de lágrimas, y... ya puede tenerse por muy afortunada si, dada su condición, logra en los próximos tres meses conciliar el sueño una noche siquiera.

12

—¿Cree usted, Mrs. Allen —preguntó a la mañana siguiente Catherine—, que estaría bien que yo visitase hoy a Miss Tilney? No podré estar tranquila mientras no le haya explicado lo ocurrido.

—Desde luego, puedes intentarlo, hija mía, pero creo que deberías ponerte un vestido blanco para visitarla. Es el color preferido de Miss Tilney.

Catherine aceptó gustosa el consejo de su amiga y, debidamente ataviada, se dirigió hacia el balneario hecha un manojo de nervios, pues aun cuando creía que los Tilney se hospedaban en Milsom Street, no estaba segura de las señas, y las indicaciones siempre dudosas de Mrs. Allen aumentaban su confusión. Una vez informada de la dirección de sus amigos, partió rumbo a su destino con paso rápido y el corazón palpitante. Deseosa de explicar su conducta y obtener cuanto antes el perdón de sus amigos, pero haciéndose la distraída por el jardín de la iglesia, próximo al cual se encontraban en aquel momento su querida Isabella y la simpática familia de ésta.

Llegó sin dificultad a la casa de Milsom Street, miró el número, llamó a la puerta y preguntó por Miss Tilney. El hombre que abrió dijo que no sabía si la señorita se hallaba en casa, pero que iría a comprobarlo. Catherine le dio entonces su tarjeta y le rogó que anunciara su presencia. A los pocos minutos volvió el criado, con una mirada que no confirmaba sus palabras, que Miss Tilney había salido. Catherine se quedó avergonzada, pues tenía la certeza de que su nueva amiga no había querido recibirla, molesta, sin duda, por el incidente del día anterior. Al pasar por delante de las ventanas del salón de la casa de los Tilney, miró, creyendo ver a alguien detrás de los cristales, pero no había nadie. Al final de la calle se volvió de nuevo y entonces vio a Miss Tilney, no en la ventana, sino en la puerta misma de la casa. La acompañaba un caballero, que Catherine supuso debía de ser su padre, y juntos se dirigieron hacia Edgar's. Profundamente humillada, la muchacha siguió su camino. Lamentaba el haberse expuesto a semejante descortesía, pero el recuerdo de su ignorancia de las leyes sociales la obligó a recapacitar. Al fin y al cabo ella no sabía cómo estaría clasificada su conducta en el código de política mundana, cuan imperdonable resultaría su acción ni a qué rigores la expondría ésta, deprimida se sentía, que hasta pensó en no asistir al teatro aquella noche, pero desechó rápidamente esa idea en primer lugar, porque no tenía una excusa seria que disculpara su ausencia, y en segundo porque se presentaba una obra que deseaba ver. De modo, que todos fueron al teatro, como de costumbre, al entrar Catherine advirtió que no asistía a la función ningún miembro de la familia Tilney. Era evidente contaba ésta, entre sus muchas perfecciones, la de poder prescindir de una diversión que —según testimonio de Isabella— mal podía satisfacer a quien tenía costumbre de admirar las magníficas representaciones de los teatros de Londres.

La obra no defraudó a Catherine, quien siguió con tanto interés los cuatro primeros actos que nadie había adivinado cuan preocupada estaba. Al empezar el quinto acto, sin embargo, la aparición de Henry y de su padre en el palco de enfrente suscitó de nuevo en su ánimo ideas turbadoras. Ya no logró distraerla cuanto ocurría en el escenario, ni provocaron su risa los chistes de la obra. La mitad, por lo menos, de sus miradas se dirigían al otro palco, y durante dos escenas consecutivas no apartó los ojos de Henry, que no se dignó dar muestras de que hubiera reparado en ella. No parecía indiferente para el teatro quien de manera tan insistente fijaba su atención en la escena. Al fin, el joven volvió la mirada hacia Catherine y la saludó, pero ¡qué saludo!, sin una sonrisa, apartando la vista casi de inmediato... La ansiedad de Catherine aumentó. De buena gana habría pasado al palco donde se encontraba Henry para pedirle una explicación. Se vio dominada por sentimientos más humanos que heroicos. Lejos de molestarle aquella condena injusta de su conducta, en vez de sentir rencor hacia el hombre que de manera tan arbitraria e infundada dudaba de ella, en lugar de exigirle una explicación y hacerle comprender su error, bien evitando el hablarle, bien coqueteando con otro, Catherine aceptó el peso de la culpa o la apariencia de ésta y no deseó sino que llegara la ocasión de disculparse.

Terminó la obra, cayó el telón y Henry Tilney desapareció de su asiento. El general permaneció, sin embargo, en el palco, y la muchacha se preguntó si aquél tendría intención de pasar a saludarla.

Así fue, efectivamente; algunos momentos después vieron a Mr. Tilney abrirse paso entre la gente en dirección a ellas. Saludó primero con gran ceremonia a Mrs. Allen, y la muchacha, sin poder contenerse, exclamó:

—¡Ah, Mr. Tilney! Estaba deseando hablar con usted para pedirle que me perdonase por mi conducta. ¿Qué habrá pensado usted de mí? Pero no fue mía la culpa, ¿verdad, Mrs. Allen? ¿Verdad que me dijeron que Mr. Tilney y su hermana habían salido en un faetón? ¿Qué otra cosa podía yo hacer? Pero le aseguro que habría preferido salir con ustedes. ¿Verdad que sí, Mrs. Allen?

—Ten cuidado, hija mía, que me arrugas el traje —contestó Mrs. Allen.

Felizmente, las excusas de Catherine, aun privadas de la confirmación de su amiga, lograron cierto efecto. Henry esbozó una sonrisa cordial y con un tono que sólo conservaba cierta fingida reserva, contestó:

—Nosotros agradecimos mucho sus deseos de que la pasáramos bien. Así por lo menos interpretamos el interés con que volvió la cabeza para mirarnos.

—Está usted en un error. Lejos de desearles un feliz paseo, lo que hice fue suplicar a Mr. Thorpe que detuviera el coche. Se lo rogué apenas me di cuenta de que eran ustedes. ¿Verdad, señora, que...? Cierto que usted no estaba con nosotros; pero así lo hice, se lo aseguro, si Mr. Thorpe hubiese accedido a mis ruegos, me habría bajado de inmediato del calesín para correr en busca de ustedes.

No creo que exista en el mundo ningún hombre capaz de mostrarse insensible a tal afirmación. Henry Tilney no desperdició la ocasión. Con una sonrisa mas cariñosa aún, dijo cuanto era preciso para explicar el sentimiento que el aparente olvido de Catherine había producido en su hermana y la fe y la confianza que a él le merecían las explicaciones. Pero la muchacha no quedó satisfecha.

—No diga usted que su hermana no está enfadada —exclamó—, porque me consta que lo está. De otro modo no se habría negado a recibirme esta mañana. La vi salir de la casa un momento después de haber estado yo. Me dolió profundamente, aunque no me molestó; pero, tal vez ignore usted que fui a verlos esta mañana.

—Yo no estaba en casa, pero Eleanor me refirió lo ocurrido y me expresó sus grandes deseos de verla para disculpar su aparente descortesía. Quizá yo logre hacerlo por ella. Fue mi padre quien, deseoso de salir a dar una vuelta, y contando con poco tiempo para ello, dio la orden de que no se dejase pasar a nadie. Eso es todo, se lo aseguro. Mi hermana quedó preocupadísima, y, como le digo, desea ofrecerle sus excusas.

Aun cuando aquellas palabras tranquilizaron algo a Catherine, ésta aún experimentaba una inquietud que trató de disipar con una ingenua pregunta que sorprendió a Mr. Tilney:

—¿Por qué es usted menos generoso que su hermana? Si tanta confianza mostró ella en mí, suponiendo, desde luego, que se trataba de un mal entendido, ¿por qué usted se molestó?

—¿Molestarme yo?

—Sí, sí; cuando entró usted en el palco, todo su aspecto revelaba disgusto.

—¿Disgusto? ¿Acaso tengo derecho a disgustarme con usted?

—Pues, a juzgar por la expresión de su rostro, nadie habría pensado lo contrario.

Henry contestó rogándole que le dejara sitio a su lado, donde permaneció un rato charlando y mostrándose tan agradable, que el mero anuncio de que debía marcharse provocó en Catherine un sentimiento de tristeza. Antes de separarse, sin embargo, convinieron en realizar cuanto antes el proyectado paseo, y más allá de la pena que sentía por tener que separarse de su amigo, Catherine se consideró aquella noche la criatura más feliz de la tierra. Mientras ambos hablaban observó con gran sorpresa que John Thorpe, que era por lo general el hombre más inquieto del mundo, hablaba detenidamente con el general Tilney, y su sorpresa aumentó al observar que ella era el objeto de la atención y la conversación de los dos caballeros. ¿Qué estaría diciendo? Temió que tal vez al general le disgustase su aspecto. Además, interpretaba como una prueba de antipatía el que dicho señor hubiera preferido negarle la entrada en su casa antes que retrasar él su paseo.

—¿Dónde ha conocido Mr. Thorpe a su padre, el general? —preguntó con ansiedad a Mr. Tilney señalando a los dos hombres.

Henry no lo sabía, pero agregó que su padre, como todos los militares, tenía numerosas relaciones.

Una vez que hubo terminado el espectáculo, Thorpe se acercó y se ofreció a acompañar a las señoras, hizo objeto de grandes atenciones a Catherine y, mientras esperaban en el vestíbulo la llegada de los coches, se anticipó a la pregunta que el corazón y los labios de Catherine deseaban formular, diciendo:

—¿Me ha visto hablando con el general Tilney? Es un viejo simpatiquísimo, fuerte, activo; parece más joven que su hijo. Lo estimo mucho. Nunca he visto alguien más bueno y caballeroso.

—Pero ¿de qué lo conoce usted?

—¿Que de qué lo conozco? Son pocas las personas de Bath con quien yo no me trate. Lo conocí en Bedford, volví a encontrarlo aquí, en el salón de billar. Por cierto que, a pesar de ser uno de nuestros mejores jugadores de billar y del miedo que en un principio me inspiraba su juego, gané la partida que disfrutamos. Jugábamos a cinco por cuatro en contra de mí, y si no llego a hacer la carambola más limpia que jamás he conseguido (dándole a su bola, como comprenderá, pero es imposible explicarlo sin una mesa), no gano. Se trata de una persona excelente, y muy rico. Me gustaría que me invitase a comer pues debe de tener un cocinero magnífico. Y ahora que me acuerdo, ¿de qué le parece que hemos estado hablando? Pues de usted, sí, de usted, y el general dice que usted es la mujer más bonita que hay en Bath.

—¡Qué tontería! ¿A qué viene ahora eso?

—¿Sabe usted qué le contesté? —dijo él, y añadió voz baja— Le dije: tiene usted razón, mi general.

Al llegar a ese punto, Catherine, a quien agradaba menos la admiración de Thorpe que la del general Tilney, se apresuró a seguir a Mr. Allen.

Thorpe, a pesar de los reiterados pedidos de la muchacha para que se retirara, no la abandonó hasta que estuvo instalada en el coche, prodigándole mientras tanto los más delicados halagos.

A Catherine le resultaba enormemente grato que el general, lejos de sentir antipatía por ella, la admirase tan cordialmente, y con infinita complacencia pensó que por lo visto todos los miembros de la familia Tilney estaban de acuerdo con respecto a ella. La velada había resultado infinitamente mejor de lo esperado.

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