La Abadia de Northanger (14 page)

—He oído decir que en Londres ocurrirá dentro de poco algo muy terrible.

—¿Es cierto? ¿De qué naturaleza? —preguntó algo preocupada Miss Tilney, a quien iba dirigido el comentario.

—No lo sé, ni tampoco el nombre del autor. Lo único que me han dicho es que jamás se habrá visto nada tan espantoso.

—¡Santo cielo...! Y ¿quién se lo ha dicho?

—Una íntima amiga mía lo sabe por una carta que ayer mismo recibió de Londres. Creo que se trata de algo horroroso. Supongo que habrá asesinatos y otras calamidades por el estilo.

—Habla usted con una tranquilidad pasmosa. Espero que esté exagerando usted y que el gobierno se apresure a tomar las medidas necesarias para impedir que nada de eso ocurra.

—El gobierno... —dijo Henry conteniendo la risa—, ni quiere ni se atreve a intervenir en esos asuntos. Los asesinatos se llevarán a cabo y al gobierno le tendrá absolutamente sin cuidado.

Su hermana y Catherine lo miraron estupefactas, y él, sonriendo abiertamente, añadió:

—Bien, creo que lo mejor será que me explique, así daré pruebas de la nobleza de mi alma y de la clarividencia de mi mente. No tengo paciencia con esos hombres que se prestan a rebajarse al nivel de la comprensión femenina. Creo que la mujer no tiene agudeza, vigor ni sano juicio; que carece de percepción, discernimiento, pasión, genio y fantasía.

—No le haga caso, Miss Morland, y póngame al corriente de esos terribles disturbios.

—¿Disturbios? ¿Qué disturbios?

—Mi querida Eleanor, los disturbios están en tu propio cerebro. Aquí no hay más que una confusión horrorosa. Miss Morland se refería sencillamente a una publicación nueva que está en vísperas de salir a la luz y que consta de tres tomos de doscientas setenta y seis páginas cada uno, cuya cubierta adornará un dibujo representando dos tumbas y una linterna. ¿Comprendes ahora? En cuanto a usted, Miss Morland, habrá advertido que mi poco perspicaz hermana no ha entendido la brillante explicación que usted le hizo, y en lugar de suponer, como habría hecho una criatura racional, que los horrores a que usted se refería estaban relacionados con una biblioteca circulante, los atribuyó a disturbios políticos, y de inmediato imaginó las calles de Londres invadidas por el populacho, miles de hombres aprestándose a la lucha, el Banco Nacional en poder de los rebeldes; la Torre, amenazada; un destacamento de los Dragones (esperanza y apoyo de nuestra nación), llamado con urgencia, y el valiente capitán Frederick Tilney a la cabeza de sus hombres. Ve también que en el momento del ataque dicho oficial cae de su caballo malherido por un ladrillo que le han arrojado desde un balcón. Perdónela; los temores que engendró su cariño de hermana aumentaron su debilidad natural, pues le aseguro que no suele mostrarse tan tonta como ahora.

Catherine se puso muy seria.

—Bueno, Henry —dijo Miss Tilney—, ya que has conseguido que nosotras nos entendamos, trata de que Miss Morland te comprenda a ti; de lo contrario, creerá que eres el mayor impertinente que existe, no sólo para con tu hermana, sino para con las mujeres en general. Debes tener en cuenta que esta señorita no está acostumbrada a tus bromas.

—Estaré encantado de hacer que se acostumbre a mi manera de ser.

—Sin duda, pero antes conviene que busques una solución para ahora mismo.

—Y ¿qué debo hacer?

—No hace falta que te lo diga. Discúlpate y asegúrale que tienes el más alto concepto de la inteligencia femenina.

—Miss Morland —dijo Henry—, tengo un concepto elevadísimo de la inteligencia de todas las mujeres del mundo, y en particular de aquellas con quienes casualmente hablo.

—Eso no es suficiente. Sé más formal.

—Miss Morland, nadie estima la inteligencia de la mujer tanto como yo. Hasta tal punto llega, en mi opinión, la prodigalidad de la naturaleza para con ellas en este terreno, que no necesitan usar más que la mitad de los dones que han recibido de parte de ella.

—No hay manera de obligarlo a ser más formal, Miss Morland —lo interrumpió Miss Tilney—. Por lo visto está decidido a no hablar en serio, pero le aseguro que, a pesar de cuanto ha dicho, es incapaz de pensar injustamente de la mujer en general, ni mucho menos de decir nada que pudiera mortificarme.

A Catherine no le costó trabajo creer que Henry era, en efecto, incapaz de hacer y pensar nada que fuese incorrecto. ¿Qué importaba que sus maneras aparentaran lo que su pensamiento no admitía? Aparte de que la muchacha estaba dispuesta a admirar tanto aquello que le agradaba como lo que no atinaba a comprender. Así pues, el paseo resultó delicioso, y el final de éste igualmente encantador. Ambos hermanos acompañaron a Catherine a su casa, y una vez allí, Miss Tilney solicitó respetuosamente de Mrs. Allen permiso para que Catherine les concediese el honor de comer con ellos al día siguiente. Mrs. Allen no opuso ningún reparo, y en cuanto a la muchacha, si algún esfuerzo hubo de hacer, fue por disimular la alegría que esta invitación producía en ella. La mañana había transcurrido de manera tan grata y divertida que quedó borrado de su mente el recuerdo de otros cariños. En todo el paseo no se acordó de Isabella ni de James. Una vez que los Tilney se hubieron marchado, Catherine quiso dedicar a aquéllos un poco de atención, pero con escaso éxito, pues Mrs. Allen, que no sabía nada de ellos, no pudo informarla al respecto. Al cabo de un rato, sin embargo, y en ocasión de salir Catherine en busca de una cinta, de la que tenía necesidad urgente, topó en Bond Street con la segunda de las hermanas Thorpe, quien se dirigía a Edgar's entre dos chicas encantadoras, íntimas amigas suyas desde aquella mañana. Por dicha señorita supo que se había llevado a cabo la expedición de Clifton.

—Salieron esta mañana a las ocho —le informó—. Y debo admitir que no los envidio. Creo que hicimos bien en no acompañarlos. No concibo nada más aburrido que ir a Clifton en esta época del año en que no hay un alma. Belle ocupaba un coche con su hermano, Miss Morland, y John otro con María.

Catherine expresó su satisfacción de que el asunto se hubiera arreglado a gusto de todos.

—Sí —contestó Anne—. María estaba decidida a ir. Creía que se trataba de algo verdaderamente divertido. No admiro su gusto, y por mi parte estaba dispuesta a negarme a acompañarlos, aun cuando todos se hubieran empeñado en convencerme de lo contrario.

Catherine no quedó muy convencida de la sinceridad de aquellas declaraciones y no pudo por menos que decir:

—Pues a mí me parece una lástima que no fuera usted también y que no haya disfrutado con los otros...

—Gracias; pero le aseguro que ese viaje me era por completo indiferente. Es más: no quería ir por nada del mundo. De ello precisamente estaba hablando con Sofía y Emily cuando la encontramos.

A pesar de tales afirmaciones, Catherine no se rectificó, y celebró que Anne contara con dos amigas como Emily y Sofia, en quienes descargar sus penas y desengaños; y sin más, despidiéndose de las tres, regresó a su casa, satisfecha de que el paseo no se hubiese suspendido por su negativa a ir, y esperando que hubiera resultado lo bastante entretenido para que James e Isabella, olvidando su oposición, la perdonaran generosamente y no le guardaran el menor rencor.

15

Al siguiente día, una carta de Miss Thorpe, respirando ternura y paz, y requiriendo la presencia de su amiga para un asunto de importancia urgente, hizo que Catherine marchara muy de mañana a la casa de su entrañable amiga. Los dos retoños de la familia Thorpe se encontraban en el salón, y tras salir Anne en busca de Isabella, aprovechó esta ausencia Catherine para preguntar a María detalles sobre la excursión del día anterior. María no deseaba hablar de otra cosa, y Miss Morland no tardó en saber que ésta jamás había participado en excursión más interesante. El elogio del viaje del día anterior ocupó los primeros cinco minutos de aquella conversación, siendo dedicados otros cinco en informar a Catherine de que los excursionistas se habían dirigido, en primer lugar, al hotel York, donde habían tomado un plato de exquisita sopa y encargado la comida, para dirigirse luego al balneario donde habían probado las aguas e invertido algunas monedas en pequeños recuerdos, tras lo cual fueron a la pastelería en busca de helados. Después siguieron camino hacia el hotel, donde comieron a toda prisa para regresar antes de que se hiciera de noche, lo cual no consiguieron, ya que se retrasaron y, además, les falló la luna. Había llovido bastante, por lo que el caballo que guiaba Mr. Morland estaba tan cansado que había resultado dificilísimo obligarle a andar.

Catherine escuchó el relato con sincera alegría y satisfacción. Al parecer, no se había pensado siquiera en visitar el castillo de Blaize, único aliciente que para ella habría tenido la excursión.

María puso fin a sus palabras con una tierna efusión para con su hermana Anne, quien, según ella, se había molestado profundamente al verse excluida de la partida.

—No me lo perdonará jamás —dijo—; de eso puedo estar segura; pero no hubo modo de evitarlo. John quiso que fuera yo y se negó en redondo a llevarla a ella, porque dice que tiene los tobillos exageradamente gruesos. Ya sé que no recobrará su buen humor en lo que resta del mes, pero estoy decidida a no perder la serenidad.

En aquel momento entró Isabella en la habitación, y con tal expresión de alegría y paso tan decidido, que captó por completo la atención de su amiga. María fue invitada sin ceremonia alguna a abandonar el salón, y no bien se hubo marchado, Miss Thorpe, abrazando a Catherine, exclamó:

—Sí, mi querida Catherine, es cierto. No te engañó tu percepción. ¡Qué ojos tan pícaros...! Todo lo ven...

Una mirada de profundo asombro fue la única réplica que pudo ofrecer Catherine.

—Mi querida, mi dulce amiga —continuó la otra—. Serénate, te lo ruego; yo estoy muy agitada, como podrás suponer, pero es preciso tener juicio. Sentémonos aquí y charlemos. ¿De modo que lo supusiste en cuanto recibiste mi carta? ¡Ah, pícara! Querida Catherine, tú, que eres la única persona que conoce a fondo mis sentimientos, puedes juzgar cuan feliz me siento. Tu hermano es el más encantador de los hombres, y yo sólo deseo llegar a ser digna de él, pero ¿qué dirán tus padres? Cielos, cuando pienso en ello siento un temor que...

Catherine, que en un principio no acertaba a comprender de qué se trataba, cayó repentinamente en la cuenta, y, sonrojándose a causa de la emoción, exclamó:

—Cielos, mi querida Isabella, ¿significa que te has enamorado de James ?

Tal suposición, sin embargo, no abarcaba todos los hechos. Poco a poco su amiga le fue dando a entender que durante el paseo del día anterior aquel afecto que se la acusaba de haber sorprendido en sus miradas y gestos había provocado la confesión de un recíproco amor. El corazón de Miss Thorpe pertenecía por entero a James. Catherine jamás había escuchado una revelación que la emocionase tanto. ¿Novios su hermano y su amiga? Dada su inexperiencia, aquel hecho se le antojaba de una importancia trascendental. Le resultó imposible expresar la intensidad de su emoción, pero la sinceridad de ésta contentó a su amiga. Ambas se felicitaron mutuamente por el nuevo y fraternal parentesco que habría de unirlas, acompañando los deseos de felicidad con cálidos abrazos y con lágrimas de alegría.

El regocijo de Catherine, siendo muy grande, no era comparable al de Isabella, cuyas expresiones de ternura resultaban hasta cierto punto abrumadoras.

—Serás para mí más que mis propias hermanas, Catherine —dijo la feliz muchacha—. Presiento que voy a querer a la familia de mi querido Morland más que a la mía.

Catherine no se creía capaz de llegar a tan alto grado de amistad.

—Tu parecido con tu querido hermano hizo que me sintiese atraída por ti desde el primer momento —prosiguió Isabella—. Pero así me ocurre siempre. El primer impulso, la primera impresión, son invariablemente decisivas. El primer día que Morland fue a casa, las Navidades pasadas, le entregué mi corazón nada más verlo. Recuerdo que yo llevaba puesto un vestido amarillo y el cabello recogido en dos trenzas, y cuando entré en el salón y John me lo presentó, pensé que jamás había visto a un hombre más guapo ni más de mi agrado.

Al oír aquello, Catherine no pudo por menos de reconocer la virtud y poder soberano del amor, pues aun cuando admiraba a su hermano y lo quería mucho, nunca lo había tenido por guapo.

—Recuerdo también que aquella noche tomó con nosotros el té Miss Andrews, que lucía un vestido de tafetán, y estaba tan bonita que no pude conciliar el sueño en toda la noche, tal era mi temor de que tu hermano se hubiese enamorado de ella. ¡Ay, Catherine querida! ¡Cuántas noches de insomnio y desvelo he sufrido a causa de tu hermano...! ¡Así me he quedado de escuálida! Pero no quiero apenarte con la relación de mis sufrimientos ni de mis preocupaciones, de los que imagino que ya te habrás dado cuenta. Yo manifestaba sin querer mi preferencia a cada momento; declaraba por ejemplo que consideraba admirables a los hombres de carrera eclesiástica, y de ese modo creía darte ocasión de averiguar un secreto que, por otra parte, sabía que guardarías escrupulosamente.

Catherine reconoció para sí que, en efecto, le habría sido imposible divulgar aquel secreto, pero no se atrevió ; a discutir el asunto ni a contradecir a su amiga, más que nada porque le avergonzaba su propia ignorancia. Pensó que al fin y al cabo era preferible pasar a los ojos de Isabella por mujer de extraordinaria perspicacia y bondad. Acto seguido, Catherine se enteró de que su hermano preparaba con toda urgencia un viaje a Fullerton con el objeto de informar de sus planes a sus padres y obtener el consentimiento de éstos para la boda. Esto producía cierta agitación en el ánimo de Isabella. Catherine trató de convencerla de lo que ella misma estaba firmemente persuadida; a saber: que sus padres no se opondrían a la voluntad y los deseos de su hijo.

—No es posible encontrar padres más bondadosos ni que deseen tanto la felicidad de sus hijos —dijo— yo no tengo la menor duda de que James obtendrá su consentimiento apenas lo solicite.

—Eso mismo asegura él —observó Isabella—. Sin embargo, tengo miedo. Mi fortuna es tan escasa, que estoy segura de que no se avendrán a que se case conmigo un hombre que habría podido elegir a quien hubiese querido.

Catherine tuvo que reconocer de nuevo que la fuerza del amor era omnipotente.

—Te aseguro, Isabella, que eres demasiado modesta y que el monto de tu fortuna no influirá para nada.

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