La Abadia de Northanger (12 page)

BOOK: La Abadia de Northanger
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Conocidos son del lector los hechos ocurridos el lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado de aquella trascendental semana. Uno por uno hemos ido analizando los temores, mortificaciones y alegrías experimentados por Catherine en el transcurso de aquellos sensacionales días, no faltándonos para completar éste más que descubrir los hechos que tuvieron lugar el domingo.

La tarde de dicho día, y mientras paseaban todos por Crescent, surgió de nuevo el tema de la excursión a Clifton, suspendida una vez, como sabemos. Ya en una charla previa Isabella y James habían decidido que el paseo se llevase a cabo al día siguiente por la mañana, muy temprano, para volver a una hora razonable. El domingo por la tarde, en que, como hemos dicho, las familias se hallaban reunidas, Isabella y James expusieron sus planes a John, quien los aprobó. Sólo faltaba la conformidad de Catherine, alejada en aquellos momentos del grupo por haberse detenido a saludar a Miss Tilney. Grande fue la sorpresa de todos cuando al regresar la muchacha y conocer la noticia, lejos de recibirla con alegría anunció con expresión grave su propósito de declinar la invitación, ya que se había comprometido con Miss Tilney.

En vano protestaron los Thorpe insistiendo en que era preciso ir a Clifton el día señalado y asegurando que no estaban dispuestos a prescindir de ella. Catherine se mostró apenada, pero ni por un instante dispuesta a ceder.

—No insistas, Isabella —dijo—. Le he dado mi palabra a Miss Tilney y por lo tanto no puedo acompañaros.

Volvieron los otros a la carga armados con los mismos argumentos y negándose a aceptar su negativa.

—Pues dile a Miss Tilney —insistieron— que tenías un compromiso previo y puede que posponga el paseo para el martes, por ejemplo.

—No es fácil, ni quiero hacerlo. Además, ese compromiso previo no existe.

Isabella continuó suplicando, rogando, instando a su amiga de la manera más afectuosa, empleando para ello las palabras más cariñosas. ¿Cómo era posible que su queridísima, su dulcísima amiga, se negara a complacer a quien tanto la quería? Ella sabía que su adorada Catherine, dueña de un corazón bondadoso y de un carácter encantador, no sabría negarse al deseo de quienes tanto la apreciaban. Pero todo fue inútil. Persuadida de que su actitud era correcta, Catherine no se dejaba convencer. Isabella cambió entonces de táctica. Reprochó a la muchacha el que prefiriese a Miss Tilney, a la que, evidentemente, y a pesar de conocerla hacía tan poco tiempo, profesaba mayor cariño que a sus otras amistades. Finalmente, la acusó de indiferencia y frialdad para con ella.

—No puedo evitar sentir celos cuando veo que me abandonas por unos extraños. ¡A mí, que tanto te quiero! Ya sabes que una vez que entrego mi cariño a una persona no hay poder humano que logre hacérmela olvidar. Soy así; tengo sentimientos más profundos que nadie, y tan arraigados que ponen en peligro la tranquilidad de mi espíritu. No imaginas cuánto me duele ver mi amistad desdeñada en favor de unos forasteros, que eso, y no otra cosa, son los Tilney.

A Catherine el reproche le pareció tan inmerecido como cruel. ¿Era justo que una amiga sacara a relucir de ese modo sus sentimientos y secretos más íntimos? Isabella se estaba comportando de manera egoísta y poco generosa; por lo visto, nada le preocupaba más que su propia satisfacción. Tales pensamientos no la impulsaron, sin embargo, a hablar, y mientras ella permanecía en silencio, Isabella, llevándose el pañuelo a los ojos, hacía ademán de enjugarse las lágrimas, hasta que Morland, conmovido por aquellas muestras de pesar, dijo a su hermana:

—Vamos, Catherine, creo que debes ceder. El gusto de complacer a tu amiga bien vale un pequeño sacrificio. Opino que harás mal en negarte a nuestros deseos.

Era la primera vez que John se oponía a su proceder, y, debido a esto, Catherine propuso un arreglo. Si ellos demoraban su plan hasta el martes, lo cual podía hacerse fácilmente, ya que sólo de ellos dependía, ella los acompañaría y todos quedarían satisfechos. Pero sus amigos se negaron en redondo a alterar sus planes, alegando, en defensa de su proyecto, que para entonces Thorpe tal vez se hubiese marchado. Catherine respondió que en ese caso lo lamentaría mucho, pero que no tenía nada mejor que proponer. Siguió a sus palabras un breve silencio, interrumpido al fin por Isabella, quien, con voz que denotaba un resentimiento profundo, dijo:

—Bueno, pues no hay que pensar más en ello. Si Catherine no puede acompañarnos, yo tampoco iré. No quiero ser la única mujer en la excursión. Por nada del mundo pienso exponerme a faltar con ello a las convenciones sociales.

—Es preciso que vengas, Catherine —exclamó James.

—Pero ¿por qué no va una de tus hermanas con Mr. Thorpe? Estoy segura que cualquiera de ellas aceptaría con gusto la invitación.

—Gracias —dijo Thorpe—. Pero yo no he venido a Bath para pasear a mis hermanitas y que la gente me tome por un imbécil. Nada, si usted se niega, pues yo también, ¡qué diablos! si voy, es por llevarla a usted.

—Esa galantería no me causa el más leve placer —replicó Catherine, pero Thorpe se había alejado tan rápidamente que no la oyó.

Siguieron paseando juntos los tres y la situación se hizo cada vez más desagradable para la pobre muchacha. Tan pronto se negaban sus acompañantes a dirigirle la palabra como se empeñaban en abrumarla con súplicas y reproches, y aun cuando Isabella la llevaba, como siempre, cogida del brazo, era evidente que entre ellas no reinaba la paz. Catherine se sentía unas veces molesta, otras enternecida, siempre preocupada y al mismo tiempo firme en su determinación.

—No sabía que fueras tan terca, Catherine —dijo James—. Antes no costaba tanto trabajo convencerte. Siempre fuiste la más dulce y cariñosa de todos nosotros.

—Pues ahora no creo serlo menos —contestó la muchacha, dolorida—: es verdad que no puedo complaceros, pero mi conciencia me advierte que hago lo correcto.

—No parece —replicó Isabella en voz baja— que la lucha que sostienes con tus sentimientos sea muy enconada.

Catherine se sintió embargada por un profundo pesar, retiró el brazo, e Isabella no se opuso. Transcurrieron así diez minutos, al cabo de los cuales vieron llegar a Thorpe con expresión más animada.

—Ya lo he arreglado —dijo—. Podemos hacer nuestra excursión mañana sin el más leve remordimiento de conciencia. He hablado con Miss Tilney y le he presentado todo género de excusas.

—No es posible... —exclamó Catherine.

—Le aseguro que sí. Acabo de dejarla. Le he explicado que iba en nombre de usted a decirle que, puesto que se había comprometido previamente a ir con nosotros a Clifton mañana, no podía tener el gusto de salir a pasear con ella hasta el martes. Respondió que no había inconveniente y que para ella era lo mismo un día que otro. De manera que quedan allanadas las dificultades. Ha sido una buena idea, ¿verdad?

Isabella sonrió y James recobró su buen humor.

—¡Una idea magnífica! —exclamó la primera—. Ahora, mi adorada Catherine, olvidemos nuestro disgusto. Te perdono, y no hay que pensar más que en pasarlo muy bien.

—Esto no puede ser —dijo Catherine—. No puedo permitirlo. Iré a ver a Miss Tilney y le explicaré...

Isabella, al oírla, retuvo una de sus manos; Thorpe, la otra, y los tres empezaron a reprenderla. El mismo James se mostró indignado. Después que todo hubiese sido arreglado y de que la propia Miss Tilney hubiera dicho que lo mismo daba pasear el martes, era ridículo, absurdo, seguir oponiéndose.

—No me importa —insistió Catherine—. Mr. Thorpe no tenía derecho a inventar semejante disculpa. Si a mí me hubiera parecido bien demorar mi paseo con Miss Tilney, se lo hubiera propuesto personalmente. Esto es una grosería imperdonable. Además, ¿quién me asegura que Mr. Thorpe no se ha equivocado una vez más? Por su causa el viernes pasado quedé mal ante los Tilney. Mr. Thorpe, tenga la bondad de soltarme, y tú también, Isabella.

Thorpe insistió en que sería inútil tratar de alcanzar a los Tilney, pues giraban en Brock Street cuando él les habló, y seguramente ya habrían llegado a su casa.

—Los seguiré —dijo Catherine—; estén donde estén, hablaré con ellos. Es inútil que intentéis detenerme; si con razonamientos no habéis conseguido obligarme a lo que no creo que debo hacer, con engaños lo conseguiréis aun menos.

Catherine logró soltarse de Isabella y de Thorpe y se alejó a toda prisa. El segundo pretendió seguirla, pero James lo detuvo.

—Déjala, déjala que vaya. Se lo ha propuesto, y es más terca que un...

Thorpe no quiso terminar la frase, que no encerraba una galantería precisamente.

Catherine, presa de intensa agitación, se alejó con rapidez. Temía verse perseguida, pero no por ello pensaba desistir de su empeño. Al andar reflexionaba en cuanto había ocurrido. Le resultaba doloroso contrariar a sus amigos, y muy particularmente a su hermano, pero no se arrepentía de su conducta. Aparte del placer que pudiese suponer para ella el paseo en cuestión, consideraba una muestra tanto de informalidad como de incorrección el faltar por segunda vez a un compromiso retractándose de una promesa hecha cinco minutos antes. Ella no se había opuesto al deseo de los otros sólo por egoísmo, pues la excursión que le ofrecían y la seguridad de visitar el castillo de Blaize eran por demás atractivos, pero si les contrariaba era, sobre todo, porque deseaba contentar a los Tilney y quería quedar bien con ellos. Tales razonamientos no bastaban, sin embargo, para devolverle la tranquilidad perdida. Era evidente que sus ansias no quedarían satisfechas hasta que no le explicase la situación a Miss Tilney, y una vez hubo cruzado Crescent aceleró aún más el paso, hasta que por fin se halló en el extremo alto de Milsom Street. Tanta prisa se había dado que, a pesar de la ventaja que los Tilney le llevaban, éstos entraban precisamente en su casa cuando los vio. Antes de que el criado cerrase la puerta, la muchacha estaba delante de ella y con el pretexto de que necesitaba hablar con Miss Tilney, entró en la casa. Precediendo al criado subió por las escaleras, abrió una puerta y penetró en un salón en el que se hallaba el general Tilney acompañado de sus hijos. La explicación ofrecida por Catherine, y que, dado su estado de nerviosismo, resultó bastante incomprensible, fue como sigue:

—He venido corriendo... Ha sido una equivocación. Le dije, desde luego, que no iría con ellos y estoy aquí para explicárselo a ustedes. Poco me importaba lo que pudieran pensar de mí, y no iba a dejarme detener por el criado.

El asunto, si no completamente aclarado por las frases de Catherine, dejó, por lo menos, de ser un enigma gracias a las mutuas explicaciones que a continuación siguieron. En efecto, Thorpe había dado el recado, y Miss Tilney no tuvo inconvenientes en reconocer que la supuesta incorrección de Catherine la había sorprendido bastante. Lo que no logró saber la muchacha, aun cuando dirigió sus explicaciones a ambos hermanos por igual, fue que aquella aparente informalidad suya había impresionado a Mr. Tilney en la misma medida que a su hermana. Pero por amargas que fuesen las reflexiones expresadas por uno y otro antes de la llegada de Catherine, la presencia de ésta y sus aclaraciones limaron todas las asperezas y afianzaron enormemente la nueva amistad.

Una vez resuelta aquella cuestión, Miss Tilney presentó a Catherine a su padre, quien la recibió con tal afabilidad y cortesía que la muchacha no pudo por menos de recordar las palabras de Thorpe y pensar en su voluble amigo. El general extremó sus atenciones al punto de reprochar al criado el haber descuidado sus deberes obligando a Catherine a abrir por sí misma la puerta. Claro que al hacerlo ignoraba que la muchacha no había dado al pobre hombre la oportunidad de anunciarla. La intervención de Miss Morland y el modo por demás generoso en que salió en defensa de William evitaron que éste perdiera, con la estimación de sus amos, su puesto de trabajo.

Después de permanecer con los Tilney un cuarto de hora, Catherine se levantó para marcharse, pero el general la sorprendió con el ruego, expuesto en nombre de su hija, de que les hiciera el honor de pasar el resto del día con ellos. Catherine se mostró profundamente agradecida, pero manifestó que, muy a su pesar, se veía obligada a declinar tan amable invitación, pues Mr. y Mrs. Allen la esperaban a comer. El general reconoció que los señores Allen tenían más derecho que ellos a disfrutar de su encantadora presencia, pero esperaban que en otra oportunidad, y previa autorización de tan excelentes amigos, tuviera el placer de ver en su casa a la muchacha.

Catherine le aseguró que Mr. y Mrs. Allen tendrían tanto gusto en complacerlo como ella misma. El general la acompañó luego hasta la puerta principal, colmándola mientras tanto de frases de elogio. Hizo especial hincapié en la gracia de su andar, asegurando que igualaba a la cadencia y el ritmo de su baile. Finalmente se despidió, después de obsequiarla con uno de los saludos más ceremoniosos que Catherine había visto jamás.

Encantada la muchacha por el resultado de su entrevista, se dirigió nuevamente hacia Pulteney Street, procurando andar con la gracia que le atribuía el general y de la que ella no se había apercibido hasta ese momento. Llegó a la casa sin encontrarse con ninguna de las personas que tan insolentes se habían mostrado aquella mañana, pero no bien vio asegurada su victoria sobre éstas, empezó a dudar de que su proceder hubiese sido acertado. Pensó que un sacrificio es siempre un acto de nobleza y que, accediendo a los deseos de su hermano y de su amiga, se habría evitado de disgustar al primero, enfadar a la segunda y destrozar, quizá, la felicidad de los dos. Para tranquilizar su conciencia y cerciorarse de la corrección de su conducta solicitó consejo a Mr. Allen, a quien refirió detalladamente el plan que para el día siguiente habían proyectado su hermano y Mr. y Miss Thorpe.

—¿Y piensas acompañarlos? —preguntó Mr. Allen.

—No, señor; me negué porque momentos antes le había prometido a Miss Tilney que saldría con ella. ¿Cree usted que hice mal?

—Al contrario, celebro que lo hayas evitado. A mí no me parece bien eso de que jóvenes de distinto sexo se presenten solos en coches descubiertos o en posadas y otros lugares públicos. Más aún: me extraña que Mrs. Thorpe haya dado su consentimiento. No creo que a tus padres les agradara que hicieras esas cosas. —Luego, dirigiéndose a su mujer, añadió— ¿No opinas como yo? ¿No te parece mal esta clase de diversiones?

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