La Abadia de Northanger (24 page)

BOOK: La Abadia de Northanger
11.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Ha venido usted por iniciativa propia, entonces?

Catherine no respondió, y después de un breve silencio, durante el cual Henry la observó atentamente, él añadió:

—Como en esas habitaciones no hay nada capaz de despertar su curiosidad, supongo que la visita ha obedecido a un sentimiento de respeto provocado por el carácter de mi madre, y que, descrito por Eleanor, seguramente hará honor a su memoria. No creo que el mundo haya conocido jamás una mujer más virtuosa, pero no siempre la virtud logra despertar tan profundo interés como el que al parecer ha despertado en usted. Los méritos sencillos y puramente domésticos de una persona a la que jamás se ha visto no suelen crear ternura tan ferviente y venerable como la que evidentemente la ha animado a usted a hacer lo que ha hecho. Está claro que Eleanor le ha hablado a usted mucho de... ella.

—Sí, mucho. Es decir..., mucho no, pero lo que dijo me resultó sumamente interesante. Su muerte repentina —estas palabras fueron pronunciadas muy lentamente y con titubeos—, la ausencia de usted..., de todos en aquellos momentos. El hecho de que su padre, según creí deducir, no la amaba mucho...

—Y de tales circunstancias —contestó él mirándola a los ojos— usted ha inferido que tal vez hubiese existido alguna... negligencia.

Catherine sacudió instintivamente la cabeza.

—O quizá algo más imperdonable aún.

La muchacha levantó los ojos hacia Henry y lo miró como jamás había mirado a nadie.

—La enfermedad de mi madre —prosiguió él— fue, en efecto, repentina. El mal que provocó su fin, una fiebre biliosa motivada por una causa orgánica, hacía tiempo que había hecho presa en ella. Al tercer día, y tan pronto como se la pudo convencer de la necesidad de ponerse en manos de un médico, fue asistida por uno respetabilísimo, digno de nuestra confianza. Al advertir éste la gravedad de mi madre, llamó a consulta para el día siguiente a otros dos doctores, y los tres estuvieron atendiéndola sin separarse de su lado por espacio de veinticuatro horas. A los cinco días de declararse el mal, falleció. Durante el progreso de la enfermedad, Frederick y yo, que estábamos en la casa, la vimos repetidas veces y fuimos testigos de la solicitud y atención de que fue objeto por parte de quienes la rodeaban y querían y de las comodidades que su posición social le permitía. La pobre Eleanor estaba ausente, y tan lejos que no tuvo tiempo de ver a su madre más que en el ataúd.

—Pero ¿y su padre? —preguntó Catherine—. ¿Se mostró afligido?

—Por espacio de un tiempo, mucho. Se ha equivocado usted al suponer que no amaba a mi madre. Le profesaba todo el cariño de que era capaz su corazón... No todos, bien lo sabe usted, tenemos la misma ternura de sentimientos, y no he de negar que durante su vida ella tuvo mucho que sufrir y soportar, pero, aun cuando el carácter de mi padre fue en muchas ocasiones causa de sufrimiento para ella, jamás la ofendió ni molestó a sabiendas. La admiraba sinceramente, y si bien es cierto que el dolor que le produjo su muerte no fue permanente, tampoco puede negarse que ese dolor existiera.

—Lo celebro —dijo Catherine—. Habría sido terrible que...

—Pero por lo que deduzco, usted había supuesto algo tan extraño y horrendo que apenas si encuentro palabras para expresarlo... Querida Miss Morland, considere la naturaleza de las sospechas que ha estado abrigando... ¿Sobre qué hechos se fundan? Piense en qué país y en qué tiempo vivimos. Tenga presente que somos ingleses y cristianos. Recapacite acerca de lo que ocurre en torno a nosotros. ¿Es acaso la educación que recibimos una preparación para cometer atrocidades? ¿Lo permiten nuestras leyes? ¿Podrían ser perpetradas y no descubrirse en un país como éste, en el que es tan general el intercambio social y literario, en el que todos estamos rodeados por espías voluntarios y donde los periódicos sacan todos los acontecimientos a la luz? Querida Miss Morland, ¿qué ideas ha estado usted alimentando?

Habían llegado al final de la galería, y Catherine, confusa y con los ojos llenos de lágrimas, echó a correr hacia su habitación.

25

Las ilusiones románticas de Catherine quedaron destruidas después de aquel incidente. Las breves palabras de Henry le habían abierto los ojos, haciéndole comprender lo absurdo de sus suposiciones. Se sentía profundamente humillada. Lloró amargamente. No sólo había perdido su propia estima, sino la de Henry. Su locura, que ahora se le antojaba criminal, había quedado descubierta. Su amigo seguramente la despreciaría. ¿Acaso podría perdonar la libertad que en su imaginación se había tomado con el buen nombre de su padre? ¿Olvidaría alguna vez su curiosidad absurda y sus temores? Sintió un odio inexplicable contra sí misma. Henry le había mostrado, o al menos así le había parecido a ella, cierto afecto antes de lo ocurrido aquella mañana fatal, pero ahora ya... Catherine se dedicó por espacio de media hora a atormentarse de todas las maneras posibles, y a las cinco bajó, con el corazón deshecho, al comedor, donde apenas logró contestar a las preguntas que acerca de su salud le formuló Eleanor. Henry se presentó poco después, y la única diferencia que la muchacha observó en su conducta fue que se mostró más pródigo en atenciones para con ella. Jamás se había encontrado tan necesitada de consuelo, y felizmente Henry se había dado cuenta de ello.

Transcurrió la velada sin que aquella tranquilizadora cortesía variara en absoluto, y al fin Catherine logró disfrutar de cierta moderada felicidad. Por supuesto, no podía olvidar lo pasado, pero comenzó a sentir esperanzas de que, puesto que aparte de Henry nadie se había enterado de lo ocurrido, él tal vez se decidiera a proseguir con sus muestras de amistad y aprecio.

Sus pensamientos se hallaban embargados por el recuerdo de lo que a impulsos de un infundado temor había sentido y pensado. Quizá cuando lograra serenarse su espíritu comprendiese que todo ello era resultado de una ilusión creada por ella misma y fomentada por circunstancias en sí insignificantes pero cuya imaginación, predispuesta al miedo, había exagerado. Su mente había utilizado cuanto la rodeaba para infundir las sensaciones de temor que deseaba experimentar aun antes de entrar en la abadía.

¿Acaso ella misma no se había preparado una sensacional entrada en Northanger? Mucho antes de salir de Bath se había dejado dominar por su afición a lo romántico, a lo inverosímil. En una palabra, todo lo ocurrido podía atribuirse a la influencia que en su espíritu habían ejercido ciertas lecturas románticas, de las que tanto gustaba. Por encantadores que fueran los libros de Mrs. Radcliffe y las obras de sus imitadores, justo era reconocer que en ellos no se encontraban caracteres, tanto de hombres como de mujeres, como los que abundaban en las regiones del centro de Inglaterra. Tal vez fueran fiel reflejo de la vida en los Alpes y los Pirineos, con todos sus vicios y su misterio; quizá revelaran exactamente los horrores que, según en tales obras se demostraba, fructificaban en Italia, en Suiza y en el sur de Francia. Catherine no se atrevía a dudar de la veracidad de la autora más allá de lo que a su propio país se refería, y si la hubieran apurado, ni siquiera habría salvado a las regiones más apartadas de éste. Pero en el centro de Inglaterra no cabía suponer que, dadas las costumbres del país y de la época, no estuviera garantizada la vida de una esposa aun cuando su marido no la amase. Allí no se toleraba el asesinato, ni los criados eran esclavos, ni podía uno procurarse de un boticario cualquiera el veneno necesario para matar a alguien, ni siquiera daban facilidades para obtener una sencilla adormidera como el ruibarbo. En los Alpes y los Pirineos quizá no existieran caracteres que fuesen el fruto de la mezcla de tendencias. Los que no se conservaban puros como los mismísimos ángeles tal vez pudiesen desarrollar inclinaciones verdaderamente satánicas. Pero en Inglaterra no sucedía nada de eso. Entre los ingleses, o por lo menos así lo creía Catherine, se observaba una combinación, a veces bastante desigual, de bien y de mal. Apoyándose en tales convicciones, se dijo que no le sorprendería si al cabo de un tiempo el carácter de Henry y Eleanor Tilney daba muestras de alguna imperfección, y así acabó por persuadirse de que no debía preocuparle el haber adivinado algunos defectos en la personalidad del general, pues si bien quedaba libre de las injuriosas sospechas que ella siempre se avergonzaría de haber abrigado hacia él, no era un hombre que, estudiado con detenimiento, pudiera considerarse ejemplo de caballerosa amabilidad.

Una vez serena en lo que a estos puntos se refería, y firmemente resuelta a juzgar y obrar de allí en adelante con tino y prudencia, Catherine pudo perdonarse a sí misma por sus pasadas faltas y dedicarse a ser completamente feliz. Por otra parte, la mano indulgente del tiempo la ayudó en gran medida, llevándola gradualmente a nuevas evoluciones en el transcurso de otro día. La actitud de Henry fue en extremo beneficiosa, pues con generosidad y nobleza sorprendentes se abstuvo de aludir a cuanto había ocurrido, y mucho antes de lo que ella hubiera supuesto posible, recuperó una tranquilidad absoluta que le permitió gozar nuevamente de la grata conversación de su amigo. Bien pronto las preocupaciones de la vida diaria sustituyeron a las ansias de aventura. Aumentaron también sus deseos de tener noticias de Isabella. Se sintió impaciente por saber qué ocurría en Bath, si los salones estaban concurridos y, sobre todo, si seguían las relaciones de Miss Thorpe con su hermano. Catherine no tenía otro medio de información que la propia Isabella, pues James le había advertido que no la escribiría hasta regresar a Oxford, y Mrs. Allen le había ofrecido hacerlo después de volver a Fullerton. Isabella, en cambio, había prometido repetidas veces escribirle, y su amiga era tan escrupulosa, por lo general, en cumplir con sus promesas, que aquel silencio no podía por menos de resultar extraño. Por espacio de nueve mañanas consecutivas Catherine se asombró ante la repetición de un desengaño que cada día parecía más severo. A la décima mañana, y en el momento de entrar en el comedor, lo primero que observó fue una carta que Henry se apresuró a entregarle. Ella le dio las gracias con tanto entusiasmo y gratitud como si hubiese sido él quien la había escrito.

—Es de James —dijo Catherine mientras la abría. La carta procedía de Oxford y su contenido era el siguiente:

Querida Catherine:

Aun cuando sólo Dios sabe el trabajo que en estos días me cuesta escribir, creo que es mi deber advertirte que entre Miss Thorpe y yo todo ha terminado. Ayer me separé de ella, salí de Bath y estoy decidido a no volver a verla más. No quiero entrar en detalles, que sólo servirían para apenarte. Antes de que transcurra mucho tiempo sabrás, por otros, a quién puedes responsabilizar de lo ocurrido, de cuanto me sucede, y no dudo que entonces comprenderás que tu hermano no ha sido culpable de otro delito que el de creer que su amor era correspondido. Gracias al cielo, me he desengañado a tiempo. Pero el golpe es terrible. Después de haber obtenido el consentimiento de mi padre... Pero no quiero hablar más de ello. Esa mujer ha labrado mi desgracia... No me prives de tus noticias, mi querida Catherine. Mi «única» amiga en cuyo cariño solamente puedo confiar ya. Espero que tu estancia en Northanger habrá terminado antes de que el capitán Tilney notifique oficialmente sus relaciones, pues tu situación en tal caso sería muy desagradable. El pobre Thorpe está en Londres. Temo verlo. Sufrirá mucho a causa de lo ocurrido. Le he escrito, así como a mi padre. Lo que más me duele es la doblez, la falsedad de que ella ha dado pruebas hasta el último momento. Me aseguró que me quería y se rió de mis temores. Siento vergüenza de haber sido tan débil, pero eran tantas las razones que me inducían a creer que me quería... Hoy mismo no acierto a comprender, por qué hizo lo que hizo. Para asegurar el cariño de Tilney no era preciso jugar con el mío. Nos separamos al fin por mutuo consentimiento. Ojalá nunca la hubiese conocido. Para mí, jamás habrá otra mujer como ella. Cuídate y desconfía, mi querida Catherine, de quien pretenda robarte el corazón.

Tuyo siempre...

La muchacha no llevaba leídas más de tres líneas de aquella carta cuando su rostro demudado y las exclamaciones de asombro y pesar que dejó escapar revelaron a quienes la rodeaban que estaba tomando conocimiento de alguna noticia desagradable. Henry, que no apartaba los ojos de ella, advirtió que el final de la lectura le producía una impresión aún más triste. La aparición del general, sin embargo, impidió al joven demostrar su preocupación. Todos se disponían, pues, a almorzar, pero a Catherine le resultaba completamente imposible probar bocado. Tenía los ojos arrasados en lágrimas. Tan pronto dejaba la carta sobre su falda como la escondía en su bolsillo. Realmente, no se daba cuenta de lo que hacía. Afortunadamente, el general estaba tan ocupado tomando su cacao y leyendo el periódico que no tenía tiempo de observarla; pero para los dos hermanos no podía pasar inadvertida aquella intensa inquietud. Tan pronto como Catherine se atrevió a levantarse de la mesa, corrió hacia su cuarto, pero las doncellas estaban arreglándolo, por lo que no tuvo más remedio que bajar de nuevo. Entró, buscando soledad, en el salón y halló en él a Henry y Eleanor, que se habían refugiado allí para charlar a solas de ella precisamente. Al verlos, Catherine retrocedió, excusándose, pero los dos hermanos la obligaron con cariñosa insistencia a que volviera y se retiraron, después de que Eleanor le expresara su deseo de ayudarla y consolarla.

Tras entregarse plenamente por espacio de media hora a reflexionar sobre los motivos de su aflicción, Catherine se sintió lo bastante animada para ver nuevamente a sus amigos. No sabía si confiarles los motivos de su preocupación, y decidió, al fin, que si le hacían alguna pregunta les dejaría entrever, por medio de una leve indirecta, lo ocurrido, pero nada más. Exponer la conducta de una amiga como Isabella a personas cuyo hermano había mediado en el desagradable asunto se le antojó por demás desagradable. Pensó que tal vez fuera más prudente evitar toda explicación. Henry y Eleanor estaban solos en el comedor cuando Catherine entró, y ambos la miraron atentamente mientras se sentaba a la mesa. Después de un breve silencio, Eleanor preguntó:

—Espero que no haya recibido malas noticias de Fullerton. ¿Algún miembro de su familia está enfermo?

—No —contestó Catherine, y dejó escapar un suspiro—. Todos están bien. La carta me la ha enviado mi hermano desde Oxford.

BOOK: La Abadia de Northanger
11.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Blood Born by Manning, Jamie
On Keeping Women by Hortense Calisher
The Isle of Blood by Rick Yancey
The Medusa stone by Jack Du Brul
All You Never Wanted by Adele Griffin
The Tenth Gift by Jane Johnson
Red is for Remembrance by Laurie Faria Stolarz


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024