La Abadia de Northanger (20 page)

La velada transcurrió sin incidentes desagradables y el ambiente se animaba cada vez que por algún motivo el general abandonaba el comedor. La presencia del dueño de la casa bastaba para que Catherine recordase las fatigas del viaje, pero aun así predominaba en su espíritu un sentimiento de intensa dicha que no lograba oscurecer el recuerdo de Bath y sus amigos.

La noche presagiaba tormenta. El viento, que durante la tarde había ido adquiriendo mayor fuerza, soplaba con violencia. Además, llovía intensamente. Al cruzar Catherine el vestíbulo quedó aterrada ante la furia con que la tormenta azotaba el viejo edificio, y por primera vez desde su llegada experimentó la sensación de hallarse entre los muros de una vetusta abadía. Sí, aquellos eran los sonidos característicos; poco a poco fueron trayendo a su memoria el recuerdo de ciertas terribles escenas que al amparo de parecidas tormentas se habían desarrollado en otros lugares similares. Se alegró de que su presencia en tan histórica morada se diese en circunstancias que no entrañaban peligro. Por fortuna, ella no tenía nada que temer de asesinos nocturnos ni de galanes borrachos.

Henry, por supuesto, prosiguió con aquella historia inverosímil y absurda. En una casa amueblada y cuidada con tanto esmero no era fácil encontrar algo que explorar o que temer. De modo que la muchacha podía retirarse a descansar con la misma tranquilidad que si estuviese en su propia casa.

Catherine se dirigió a su dormitorio, en el que entró con ánimo sereno, sobre todo porque el de Miss Tilney se encontraba a tan sólo un par de pasos. La visión de unos leños que ardían en la chimenea ayudó también a reconfortar su corazón.

—¡Cuánto más grato es —dijo en voz alta para sí— encontrarse el fuego encendido que verse obligada a esperar muerta de frío, como a tantas chicas les ha ocurrido, a que venga a ocuparse de ello alguna vieja y compasiva sirvienta. Me encanta que Northanger sea tal como es. Si llega a parecerse a otras abadías, en una noche como ésta habría necesitado hacer acopio de todo mi valor. Por suerte, nada tengo que temer.

Luego contempló la habitación con detenimiento. Las cortinas se movieron levemente. Sin duda las agitaba el viento que se colaba por las rendijas. Deseosa de cerciorarse de que así era, Catherine se adelantó tarareando una canción. Miró detrás del cortinaje y no descubrió nada que pudiera asustarla. Colocó una mano sobre el postigo y comprobó la violencia del viento. Al volverse, después de terminada su inspección, su mirada tropezó con el arcón. Desechando todo pensamiento que la indujese al temor, se preparó para dormir.

Emplearé en ello todo el tiempo preciso, se dijo. No quiero darme prisa; me da igual ser la última persona que permanece levantada en la casa... Además, no echaré más leña a la chimenea, no sea que lo interpreten: como que deseo tener luz después de meterme en la cama.

El fuego se apagó casi enseguida, y Catherine, después de invertir cerca de una hora en sus preparativos, se dispuso a acostarse. Al mirar alrededor por última vez le llamó la atención una especie de arcón de tono muy oscuro y forma antigua en el que no había reparado antes, acudieron en tropel a su mente las palabras de Henry, su descripción del arcón de ébano, cuya presencia no había de advertir en un principio, y aun cuando ello no tenía nada de particular ni podía significar cosa alguna de importancia, no dejaba de ser una coincidencia bastante extraña. Cogió su bujía y examinó aquella caja detenidamente. No estaba hecha de ébano, ni tenía incrustaciones de oro, pero era casi negra y despedía reflejos dorados. Catherine observó que la cerradura tenía puesta la llave, y sintió deseos de abrirla, no tanto por creer que hallaría algo de interés como por hacer coincidir todo aquello con las palabras de Henry. Estaba convencida de que no conseguiría dormir hasta que averiguase qué contenía, y al fin, tras dejar con cuidado la bujía sobre una silla, cogió con mano trémula la llave y trató de hacerla girar. La cerradura se resistió. Buscó entonces por otro lado y encontró un cerrojo que logró descorrer fácilmente. Tampoco así logró abrir las tapas. Se detuvo por un instante, maravillada. El viento rugía dentro de la chimenea y la lluvia azotaba con furia los cristales de la habitación. Todo cooperaba para hacer más extraño su hallazgo y más terrible su situación. Era inútil que pensara en acostarse, pues le resultaría imposible conciliar el sueño sin antes descubrir el misterio de aquel arcón que se encontraba tan cerca de su lecho. Intentó una vez más hacer girar la llave, y después de un último esfuerzo, las tapas cedieron de repente. Catherine experimentó la satisfacción que produce toda victoria, y después de abrir por completo las dos tapas, la segunda de las cuales estaba sujeta por pestillos no menos misteriosos que la cerradura. Descubrió entonces una hilera doble de pequeños cajones colocada entre otro de mayor tamaño, y en el centro una puerta diminuta y herméticamente cerrada, tras la cual se ocultaba, probablemente, un hueco tan importante como misterioso.

Catherine sintió que se le aceleraba el pulso, pero la serenidad no la abandonó ni por un instante. Rojas las mejillas y fija la mirada, sacó uno de los cajones. Estaba vacío. Con menos temor y más curiosidad abrió otro, luego otro más, y así todos, encontrándolos igualmente vacíos. Buena conocedora, por sus lecturas, del arte de ocultar un tesoro, pensó de inmediato en la posibilidad de que los cajones tuvieran un doble fondo, y volvió a examinarlos cuidadosamente. Todo fue en vano. No le quedaba por registrar más que el hueco del centro, y aun cuando no podía estar desanimada puesto que ni por un segundo creyó que tal vez encontrase algo en el arcón, decidió que sería absurdo no seguir intentándolo. Tardó bastante en abrir la portezuela que cerraba el hueco, pero al fin lo consiguió. Esta vez no fue en vano. Al instante descubrió, en lo más profundo de aquel hueco, un rollo de papel que, sin duda, alguien había procurado ocultar. Es imposible describir los sentimientos que embargaron de pronto a Catherine; baste decir que se puso blanca como el papel y las piernas empezaron a temblarle.

Cogió con ademán nervioso el precioso manuscrito —pues tal era, según comprobó enseguida—, y al tiempo que se percataba de la extraordinaria semejanza de aquella situación con la que describía Henry, decidió no descansar sin antes haber examinado detenidamente el contenido del misterioso rollo.

La poca luz que despedía su bujía la alarmó; sin embargo, comprobó que por el momento no había peligro de que se apagara. Era probable incluso que aún durase varias horas, y con el objeto de obtener una luz más clara y facilitar así la lectura de una caligrafía que, por lo antigua, bien podía resultar casi ilegible, intentó despabilar la vela. Por desgracia, al hacerlo la apagó involuntariamente. Catherine quedó paralizada de terror. La oscuridad era completa. La habitación quedó sumida en la más siniestra negrura. Una fuerte sacudida del viento aumentó el pánico de Catherine, haciéndola temblar de pies a cabeza.. En la pausa que siguió, sus oídos percibieron el rumor de pasos que se alejaban y el ruido de una puerta al cerrarse. No era posible resistir por más tiempo aquella tensión. Brotó a chorros el sudor de la frente de la muchacha; sus manos dejaron caer el manuscrito; a tientas buscó la cama, se metió en ella y trató de evocar, siquiera someramente, el desarrollo de aquellos acontecimientos, no sin antes taparse la cabeza con la manta. Estaba convencida de que después de lo ocurrido no lograría conciliar el sueño. ¿Cómo hacerlo cuando aún era presa de una extraña agitación y una curiosidad incontenible? Además, la tormenta iba en aumento. Catherine jamás había temido los elementos, pero en esa ocasión parecía que el viento, en su ulular, traía un mensaje terrible y misterioso. ¿Cómo explicarse la presencia de un manuscrito hallado en forma tan extraordinaria, y qué, además, coincidía de modo tan prodigioso con la descripción hecha por Henry unas horas antes? ¿Qué podría contener aquel rollo de papel? ¿A qué se refería? ¿Cómo habría permanecido oculto tanto tiempo? Y ¡cuan extraño resultaba que fuese ella la llamada a descubrirlo! Hasta que no estuviese al corriente de su contenido no podría recuperar la calma. Estaba decidida a examinarlo a la luz del alba. ¡Lástima que aún tuviese que esperar tantas horas! Catherine se estremeció de impaciencia, dio vueltas en el lecho y envidió a todos los que aquella noche podían dormir plácidamente. Siguió rugiendo el vendaval, y a sus oídos atentos llegaron sonidos más terribles que los que éste producía. Hasta las colgaduras de su cama parecían moverse. También se le antojó a la muchacha que alguien sacudía el pomo de su puerta como si intentase entrar. De la galería llegaban lúgubres murmullos, y más de una vez se le heló la sangre en las venas al percibir una voz doliente y lejana. Pasaron las horas, una tras otra, y la pobre Catherine oyó los relojes de la casa dar las tres antes de que la tormenta amainase y ella lograra el deseado descanso.

22

El ruido que a la mañana siguiente hizo la doncella al abrir los postigos fue lo primero que obligó a Catherine a volver a la realidad. Abrió los ojos, sorprendida de haber podido cerrarlos después de lo ocurrido la noche anterior, y comprobó con satisfacción que la tormenta había cesado y que en su habitación todo respiraba sosiego y normalidad.

Con el sentido recobró la facultad de pensar, y acto seguido volvió a su mente el recuerdo del manuscrito, aguzando de tal modo su curiosidad, que en cuanto la doncella se hubo marchado, Catherine saltó de la cama y recogió a toda prisa las hojas que se habían desprendido del rollo de papel al caer éste al suelo; luego volvió a acostarse, deseosa de disfrutar cómodamente de la lectura de aquellas misteriosas cuartillas. Observó con satisfacción que el manuscrito que tenía entre las manos no era tan extenso como los que solían describirse en las novelas, pues el rollo estaba compuesto de unos cuantos pliegos más pequeños de lo que había creído en un principio.

Con curiosidad creciente leyó la primera hoja, y se estremeció al caer en la cuenta de lo que en ella había. ¿Sería posible? ¿No le engañaban los sentidos? Aquel papel sólo contenía un inventario de ropas de casa escrito en caracteres burdos, pero modernos. Si de su vista podía fiarse, aquello no era más que la factura de una lavandera. Cogió otra hoja, y en ella encontró una relación prácticamente idéntica de prendas íntimas. Las hojas tercera, cuarta y quinta dieron igual resultado. En cada una de ellas se hacía una relación de camisas, medias, corbatines y chalecos. En otras dos estaban apuntados los gastos de escaso interés: cartas, polvos para el cabello y pasta blanca para limpiar. En una hoja grande, con la que estaban envueltas las demás, se leía: «Por poner una cataplasma a la yegua alazana...», se trataba de la factura de un veterinario. Tal era la colección de papeles —abandonados, como cabía suponer, por alguna criada negligente— que tanta alarma había despertado en el ánimo de Catherine, privándola del sueño durante horas. La muchacha, como es lógico, se sintió profundamente humillada. ¿Acaso había sido incapaz de aprender algo más de su anterior aventura con el cofre? Éste, colocado a poca distancia de la cama, se le antojó de pronto un reproche, una acusación. Comprendió cuan absurdas habían sido aquellas fantásticas suposiciones suyas. ¿Cómo era posible que un manuscrito escrito hacía varias generaciones permaneciera oculto en una habitación tan moderna como aquélla, y que fuera ella la única persona llamada a abrir un arcón cuya llave estaba a disposición de todo el mundo? ¿Cómo se había dejado engañar de aquella manera? Dios no quisiera que llegase a oídos de Henry Tilney la noticia de su insensata aventura. Sin embargo, él también era responsable, al menos en parte, de lo ocurrido. Si el arca no hubiese sido parecida a la que Henry se había referido en su relato, ella no hubiese sentido tanta curiosidad. Catherine se consoló con estas reflexiones, y a continuación, deseosa de perder de vista las pruebas de su desvarío —aquellos detestables y odiosos papeles que habían caído esparcidos sobre su cama—, se levantó, dobló las hojas cuidadosamente, como las había encontrado, volvió a colocarlas en el arcón, pensando, mientras lo hacía, que nunca más volvería a mirarlos, para que no le hicieran recordar cuan necia había sido.

Lo que Catherine no atinaba a comprender, y el hecho no dejaba de ser bastante extraño, era el trabajo inaudito que le había costado abrir una cerradura que luego funcionaba con la mayor facilidad. Pensó por un instante que aquel hecho debía de entrañar algún misterio, hasta que cayó en la cuenta de que tal vez ella, en su atolondramiento, hubiese hecho girar la llave en sentido contrario. Avergonzada, abandonó tan pronto como pudo la habitación que tan desagradables recuerdos despertaba en ella y se dirigió a toda prisa hacia la sala, donde, según le había advertido la noche anterior Miss Tilney, solía reunirse para desayunar toda la familia. En ella se encontró con Henry, cuyas picarescas alusiones al expresar su deseo de que la tormenta no la hubiese molestado, y sus referencias al carácter y antigüedad del edificio, hicieron que se sintiera profundamente preocupada. No quería en modo alguno que nadie sospechase siquiera sus temores; pero como por naturaleza era incapaz de mentir, confesó que el rugir del viento la había mantenido despierta durante algunas horas.

—Y, sin embargo —añadió, para cambiar de tema—, hace una mañana hermosa. Las tormentas, como el insomnio, no tienen importancia una vez que pasan. ¡Qué hermosos jacintos! Es una flor que me gusta desde hace muy poco...

—¿Y cómo ha aprendido a gustar de ella, por casualidad o por convencimiento?

—Me enseñó su hermana. ¿Cómo? No lo sé. Mrs. Allen procuró durante años inculcarme la afición por esos bulbos, y no lo consiguió. Las flores siempre me han sido indiferentes, pero el otro día, cuando las vi en Milsom Street, cambié de opinión.

—¿Y ahora le gustan? Pues tanto mejor; así tendrá un nuevo motivo de placer. Además, está muy bien que a las mujeres les gusten las flores, porque no existe mejor aliciente para salir a tomar el aire y hacer un poco de ejercicio. Y aun cuando el cuidado de los jacintos es relativamente sencillo, ¿quién sabe si, una vez dominada por la pasión hacia las flores, llegará usted a interesarse por las rosas?

—Pero ¡si a mí no me hacen falta pretextos para salir! Cuando hace buen tiempo, paso largos ratos fuera de la casa. Mi madre a menudo me reprocha el que me ausente durante tantas horas.

—De todas maneras, me satisface el que haya usted aprendido a amar los jacintos. Es muy importante adquirir el hábito del amor, y en toda joven la facilidad de aprender es una grata virtud. ¿Tiene mi hermana buena disposición para la enseñanza?

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