La Abadia de Northanger (8 page)

Los pensamientos de Thorpe, que volvieron a encauzarse por los caminos de costumbre, obligaron a la muchacha a desechar tales preocupaciones y responder a las frases de elogio que Mr. Thorpe prodigaba a su baile, a su coche, a la suspensión de éste y a cuanto prodigiosa marcha que llevaban pudiera referirse. Catherine hizo todo lo posible por mostrarse interesada en cuanto decía su interlocutor, a quien no había modo de interrumpir. El conocimiento que de aquellos temas poseía Thorpe, la rapidez con que se expresaba y la natural timidez de la muchacha impedían a ésta el decir lo que ya no hubiese dicho y repetido hasta la saciedad su compañero. De modo, pues, que se limitó a subrayar frases de éste y a convenir con él en que no podía encontrarse en toda Inglaterra coche más bonito, caballo más rápido ni mejor cochero que aquéllos.

—¿Cree usted, Mr. Thorpe —se aventuró a preguntar Catherine una vez dilucidada plenamente la cuestión—, que el calesín en que va mi hermano es de fiar?

—¡Si es de fiar! ¡En el nombre de Dios! Pero ¿usted ha visto alguna vez cosa más ridícula e insegura que esa? Hace dos años que deberían haberle cambiado las ruedas, y en cuanto a lo demás, creo firmemente que bastaría un empujón para que se deshiciese en pedazos. Es el coche más endiablado y destartalado que he visto jamás. Gracias a Dios que no vamos nosotros en él. No subiría a ese coche ni aunque me diesen cincuenta libras esterlinas.

—¡Cielo santo! —exclamó Catherine, profundamente alarmada—. Es preciso volver de inmediato. Si seguimos ocurrirá una desgracia. Le suplico, Mr. Thorpe, que regresemos cuanto antes para advertir a mi hermano del peligro que corre en ese vehículo.

—¿Peligro? ¿Quién piensa en eso? Suponiendo que el coche se hiciera pedazos, ellos no sufrirían más que un revolcón, y con el barro que hay no se harían daño. ¡Al diablo las preocupaciones! Un vehículo en ese estado puede durar más de veinte años si se le trata con cierto cuidado. Yo era capaz de hacer un viaje de ida y vuelta hasta York en ese coche, apostando lo que se quisiera a que no se le caería un solo tornillo ni ocurriría nada.

Catherine lo escuchó estupefacta sin saber a cuál de las dos versiones atenerse. La educación recibida no había preparado su espíritu para mantener charlas tan vanas e insustanciales, ni para esa propensión a la mentira que tantos hombres padecen. Su familia estaba compuesta de personas sinceras y de sentido común, poco intencionadas, salvo algún que otro retruécano por parte del padre y la repetición ocasional de un proverbio por parte de la madre, a hacer reír con cuentos y con chistes, ni mucho menos a exagerar su propia importancia ni a contradecirse a cada momento. Reflexionó seriamente sobre el particular y estuvo tentada de exigir a Thorpe una explicación acerca del verdadero estado del coche. Sin embargo, la detuvo el presentimiento de que por tratarse de un hombre poco o nada acostumbrado meditar sus palabras, no sabría exponer con claridad lo que en forma tan ambigua había manifestado; esto, junto a la convicción de que seguramente no permitiría que su hermana y su amigo se vieran expuestos a un peligro, la hizo suponer que el calesín no estaba realmente en tan mal estado ni existía, en consecuencia, motivo de alarma. En cuanto a Mr. Thorpe, diríase que había relegado el asunto al más completo olvido, ya que de allí en adelante no volvió a hablar más que de sí mismo de cuanto le interesaba. Habló de los caballos que había comprado a precios inverosímiles y que luego había vendido por sumas increíbles; de las carreras ecuestres, las que su agudo espíritu de discernimiento había adivinado siempre al vencedor, de las partidas de caza en que había cobrado más piezas —y eso sin tener un buen puesto— que todos sus compañeros juntos. Relató detalladamente cómo ciertos días su experiencia y su intuición de cazador, así como su pericia a la hora de dirigir las jaurías, habían compensado los errores cometido por hombres expertos en la materia, y cómo su incomparable destreza como jinete había arrastrado a la muerte a muchos que se habían empeñado en imitarlo.

No obstante la falta de criterio propio de Catherine y su desconocimiento de los hombres en general, semejantes muestras de vanidad y presunción hicieron nacer en ella un inesperado sentimiento de antipatía hacia Torpe. Le asustaba un poco la idea de que pudiera resultarle desagradable el hermano de su amiga Isabella, un hombre a quien su propio hermano James había elogiado muchas veces, pero el tedio que su compañía le producía, y que aumentó en el transcurso de la tarde y hasta el momento de encontrarse de regreso en la casa de Pulteney Street, la obligó a desconfiar de la imparcialidad de Isabella y a rechazar como erróneas las afirmaciones de James acerca del encanto personal y la sugestiva conversación de Mr. Thorpe.

Una vez ante la puerta de Mrs. Allen, Isabella se lamentó de, dado lo avanzado de la hora, no poder acompañar hasta arriba a su amiga del alma.

—¡Son más de las tres! —exclamó.

Al parecer tal hecho se le antojaba imposible, increíble, incomprensible, y no bastaban para convencerla de su veracidad ni la evidencia de su propio reloj, ni del de su hermano, ni las declaraciones de los criados; nada, en fin, de cuanto se basaba en la realidad y la razón, hasta que Morland, sacando su reloj, confirmó como verídico el hecho, apaciguando con ello toda sospecha. Dudar de la palabra de Mr. Morland le habría parecido a Isabella tan imposible, increíble e incomprensible como antes la hora que los demás afirmaban que era. Después de aclarado este punto, le quedaba por declarar que jamás dos horas y media habían transcurrido con la rapidez de aquéllas, y le pidió a su amiga que así se lo confirmara. Ni por complacer a Isabella habría mentido Catherine. Felizmente, su amiga la sacó del apuro empezando a despedirse sin darle tiempo a responder. Antes de marcharse definitivamente, Isabella declaró que sus pensamientos la habían tenido abstraída del mundo y de cuanto en él sucedía, y expresó con gran vehemencia el disgusto que le causaba separarse de su adorada Catherine sin antes pasar unos minutos en su compañía para contarle, como era su deseo, miles de cosas. Finalmente, con sonrisas de una exquisita tristeza y manifestaciones jocosas de pesadumbre, se despidió y siguió camino hacia su casa. Mrs. Allen, que acababa de llegar de un grato paseo, recibió a Catherine con las siguientes palabras: «¡Hola, hija mía! ¿estás de regreso?», declaración cuya veracidad la muchacha no se molestó en confirmar.

—¿Te has divertido? —preguntó a continuación Mrs. Allen—. ¿Te ha sentado bien tomar el aire?

—Sí, señora, muchas gracias; ha sido un día espléndido.

—Eso decía Mrs. Thorpe, quien por cierto se mostró encantada de que hubierais salido todos juntos.

—¿Ha estado usted con Mrs. Thorpe esta mañana?

—Sí; apenas te marchaste bajé al balneario y allí la encontré. Ella fue quien me dijo que no había encontrado ternera en el mercado esta mañana. Parece ser que hay gran escasez.

—¿Ha visto usted a algún otro conocido?

—Sí, por cierto; al dar una vuelta por el Crescent, nos encontramos a Mrs. Hughes, acompañada de Mr. y Miss Tilney.

—¿De veras? ¿Y hablaron ustedes con ellos?

—Ya lo creo, estuvimos paseando por lo menos media hora. Es gente muy agradable. Miss Tilney llevaba un traje de muselina hermosísimo, y a juzgar por lo que he oído, deduzco que suele vestir con gran elegancia. Mrs. Hughes estuvo hablándome largo y tendido de esa familia.

—¿Sí? ¿Y qué le dijo?

—Apenas si hablamos de otra cosa, de modo que imagínate.

—¿Le preguntó usted de qué parte de Gloucester procede?

—Sí, pero no recuerdo qué me contestó. Lo que es innegable es que se trata de gente muy respetable y acaudalada. Mrs. Tilney es una Drummond y fue compañera de colegio de Mrs. Hughes. Según parece, Drummond dotó a su hija en veinte mil libras y la dote, quinientas para el ajuar. Mrs. Hughes vio las ropas y afirma que eran soberbias.

—¿Y están aún en Bath Mr. y Mrs. Tilney?

—Creo que sí, pero no lo sé a ciencia cierta; es decir, ahora que recuerdo, tengo idea de que ambos han fallecido. Por lo menos, la madre sé que murió, porque Mrs. Hughes me dijo que un magnífico collar de perlas que Mr. Drummond le regaló a su hija pertenece ahora a Miss Tilney, que lo heredó de su madre.

—¿Y no hay más hijos varones que el que nosotros conocemos, el que bailó conmigo la noche pasada?

—Creo que, en efecto, es el único hijo varón, pero no puedo asegurarlo. De todos modos, se trata de un chico muy distinguido, y, según Mrs. Hughes, será dueño de una bonita fortuna.

Catherine no preguntó nada más; ya había oído suficiente para estar convencida de que Mrs. Allen no sabría contarle más detalles y para lamentar que aquel paseo infortunado la hubiera privado del placer de hablar con Miss Tilney y con su hermano.

De haber previsto tan feliz coincidencia, no habría salido con los Morland; pero cuanto podía hacer ahora era quejarse de su mala suerte, reflexionar acerca del placer perdido y convencerse cada vez más a sí misma de que el paseo había sido un fracaso y de que Mr. Morland no era hombre de su agrado.

10

Aquella noche se reunieron en el teatro las familias Allen, Thorpe y Morland. Isabella y Catherine ocuparon asientos próximos, y la primera encontró, al fin, ocasión de comunicar a su amiga del alma los mil incidentes que en el tiempo que llevaban sin hablar habían ido acumulándose.

—Mi querida Catherine, al fin te encuentro —exclamó al entrar en el palco, sentándose acto seguido al lado de su amiga—. Mr. Morland —dijo luego al hermano de Catherine, que se había situado a su otro lado—, le advierto que no pienso dirigirle ni una palabra en toda la noche. Mi querida Catherine, ¿qué ha sido de ti en este tiempo? No necesito preguntarte cómo te encuentras, porque estás encantadora. Ese peinado te favorece mucho. Bien se ve que te has propuesto atraer todas las miradas, ¿verdad? A mi hermano ya lo tienes medio enamorado, y en cuanto a Mr. Tilney..., eso es cosa decidida (por modesta que seas no podrás dudar del cariño de un hombre que ha vuelto a Bath única y exclusivamente por verte). Estoy impaciente por conocerlo. Dice mi madre que es el joven más encantador que ha visto nunca. ¿ Sabes que se lo presentaron esta mañana? Por favor, ocúpate de que yo también lo conozca. ¿Sabes si ha venido al teatro? Por Dios, mira bien. Te aseguro que no veo la hora de que me lo presentes.

—No lo veo por ningún lado —dijo Catherine—. Seguramente no ha venido.

—¡Qué fastidio! Presiento que no llegaré a conocerlo. Escucha, ¿qué opinas de mi traje? Yo lo encuentro muy elegante. Las mangas las he ideado yo. ¿Sabes que empiezo a cansarme de Bath? Esta misma mañana decíamos con tu hermano que si bien resulta encantador pasar aquí unas semanas, por nada del mundo lo elegiríamos como lugar de residencia permanente. Resulta que Mr. Morland y yo tenemos las mismas ideas acerca del género de vida que nos gusta hacer, y ambos preferimos, ante todo, la campestre. Es verdaderamente prodigioso cómo coincidimos en nuestros gustos. Con decirte que coincidimos en todo. Si nos hubieras oído hablar, seguramente se te habría ocurrido algún comentario irónico.

—De ninguna manera.

—Sí, sí, te conozco muy bien; mejor que tú misma. Habrías dicho que parecíamos nacidos el uno para otro, o cualquier otra tontería por el estilo, y no sólo habrías hecho que me ruborizara, sino que me sintiese preocupada.

—Me juzgas injustamente. Jamás se me habría ocurrido semejante indiscreción. No lo habría pensado siquiera.

Isabella sonrió con expresión de incredulidad y durante el resto de la velada sólo habló con James.

A la mañana siguiente Catherine continuaba firme en su propósito de ver a Miss Tilney, y estuvo intranquila hasta que llegó el momento de marchar al balneario. Temía que surgiera un inconveniente imprevisible. Felizmente, no fue así, ni siquiera se presentó una visita inoportuna, y a la hora de costumbre se dirigió con Mr. y Mrs. Allen al balneario, dispuesta a gozar con los pequeños incidentes y la conversación que allí ofrecían a diario.

Una vez que hubo terminado de tomar las aguas, Mr. Allen no tardó en unirse a un grupo de caballeros aficionados a charlar de política y a discutir las noticias publicadas en los diarios, mientras las señoras se distraían paseando y tomando nota de los rostros nuevos que iban apareciendo y de los trajes y sombreros que lucían las mujeres que pasaban por su lado. El elemento femenino de la familia Thorpe, acompañado del joven Morland, no tardó en llegar, y acto seguido Catherine pudo ocupar su sitio de costumbre, junto a su entrañable amiga. James, acompañante siempre fiel, se colocó al otro lado de la bella joven, y separándose los tres del grupo comenzaron a pasear. Catherine, sin embargo, no tardó en poner en duda las ventajas de una situación que la confinaba a la compañía de su hermano y su amiga, que, por otra parte, no le hacían ni caso. La joven pareja no dejaba de discutir acerca de cualquier asunto divertido o sentimental, pero en voz tan baja y acompañando sus comentarios de carcajadas tan ruidosas, que resultaba imposible seguir el hilo de la conversación aun cuando solicitaron repetidas veces la opinión de la muchacha, quien, por ignorar de qué hablaban, no podía responder nada al respecto.

Al fin Catherine logró separarse de Isabella con la excusa de ir a saludar a Miss Tilney, que en aquel momento entraba en el salón acompañada de Mrs. Hughes, y recordando la mala suerte del día anterior, se armó de valor y se apresuró a cambiar frases de afecto con las recién llegadas. Miss Tilney se mostró muy afable y cortés, y se dedicó a hablar con ella mientras las familias amigas permanecieron en el balneario. En ese tiempo cruzaron entre ambas las mismas frases que mil veces antes se habrían pronunciado bajo aquel mismo techo, pero en esta ocasión, y por tratarse de ellas, con una sinceridad y una sencillez nada frecuentes.

—¡Qué bien baila su hermano! —exclamó en cierto momento Catherine, con una ingenuidad que sorprendió y divirtió a su nueva amiga.

—¿Quién, Henry? —contestó Miss Tilney—. Sí, baila muy bien.

—Sin duda la otra noche debió de parecerle algo extraño que yo le dijese que estaba comprometida, cuando en realidad no estaba tomando parte en el baile. Pero le había prometido la primera pieza a Mr. Thorpe.

Miss Tilney asintió con una sonrisa.

—No tiene usted idea —prosiguió Catherine, tras un breve silencio— de lo mucho que me sorprendió el ver aquí a su hermano. Yo creía que se había marchado de Bath.

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