Read La Abadia de Northanger Online
Authors: Jane Austen
Lentamente transcurrió la noche, sin que la muchacha lograra conciliar el sueño. Una vez más fue escenario de su intranquilidad y desasosiego aquella habitación en que recién llegada la habían atormentado los locos desvaríos de su imaginación. Y, sin embargo, ¡cuan distinto era el origen de su presente inquietud! ¡Cuan tristemente superior al otro en realidad y en sustancia! Su preocupación de aquella noche se basaba en un hecho, sus temores en una probabilidad, y tan obsesionada se hallaba considerando el triste desenlace de su estancia en la abadía que la soledad en que se encontraba no logró inspirarle el menor temor. Ni la oscuridad de su aposento, ni la antigüedad del edificio, ni el fuerte viento que reinaba y producía repentinos y siniestros ruidos en la casa ocasionaron a Catherine, desvelada y absorta, el menor asomo de curiosidad ni de temor.
Poco después de las seis, Eleanor entró en la habitación, afanosa por atender a su amiga y por asistirla en lo que fuera posible, pero se encontró con que Catherine estaba casi vestida y su equipaje dispuesto. Al ver a Eleanor, a la muchacha se le ocurrió que tal vez fuese portadora de algún mensaje conciliador por parte del general ¿Qué más natural que, una vez pasado el primer impulso de indignación, se hubiera arrepentido de su incorrecto proceder? Faltaba, sin embargo, que después de lo ocurrido ella consintiera en admitir excusa alguna.
Por desgracia, no vio puestas a prueba su dignidad y su clemencia. Eleanor no era portadora de ningún mensaje. Poco hablaron las amigas al encontrarse de nuevo. Luego, sintiendo que era más prudente guardar silencio se contentaron, mientras permanecieron en la habitación, con cruzar unas breves frases. Catherine no tardó en acabar de vestirse, y Eleanor, con menos habilidad que buen deseo, se ocupó de llenar y cerrar el baúl. Una vez que todo estuvo listo, salieron de la estancia, no sin que antes Catherine, quedándose un poco rezagada, lanzara una mirada de despedida sobre cada uno de los objetos que la habitación contenía, siguiendo luego a su amiga al comedor, donde había sido dispuesto el desayuno. La muchacha hizo esfuerzos por comer algo, no sólo para evitar el que le insistieran, sino por animar a su amiga; pero como no tenía apetito, no logró más que tomar unos pocos bocados. El contraste de aquel desayuno con el del día anterior aumentaba su pena y su inapetencia. Hacía veinticuatro horas tan sólo que se habían reunido todos en aquella habitación para desayunar, y, sin embargo, ¡cuan distintas eran las circunstancias! ¡Con qué tranquilo interés, con qué felicidad, había contemplado entonces el presente, sin que le preocupara del porvenir más que el temor de separarse de Henry por unos días! Feliz, felicísimo desayuno aquel en que Henry, sentado a su lado, la había atendido con esmero. Aquellas reflexiones no se vieron interrumpidas por palabra alguna de su amiga, tan ensimismada en sus pensamientos como ella misma, hasta que el anuncio del coche las obligó a volver a la realidad. Al ver el vehículo Catherine se ruborizó, como si se diera más exacta cuenta de la descortesía con que se la trataba, y ello amortiguaba todo sentir que no fuese resentimiento por tal ofensa. Al fin, Eleanor se vio obligada a hablar.
—Escríbeme, querida Catherine —exclamó—. Envíame noticias tuyas lo antes posible. No tendré un momento de tranquilidad hasta que no sepa que te hallas sana y salva en tu casa. Te suplico que me escribas siquiera una carta. No me niegues la satisfacción de saber que has llegado a Fullerton y has encontrado bien a tu familia. Con eso me contentaré. Dirígeme la carta a nombre de Alice y a casa de lord Longtown.
—¡No puede ser, Eleanor! Si no te autorizan a recibir carta mía, mejor será que no te escriba, no temas nada. Sé que llegaré a casa bien.
—Tus palabras no me extrañan y no quiero importunarte. Confía en lo que sientes en tu corazón mientras te halles lejos de mí.
Estas palabras, acompañadas de una expresión de pesar, acabaron en un instante con la soberbia de Catherine, que dijo a su amiga:
—¡Sí, Eleanor, te escribiré!
A Miss Tilney aún le quedaba otra pena que resolver. Se le había ocurrido que debido a la larga ausencia de su casa, a Catherine tal vez se le habría acabado el dinero y, por lo tanto, no contaría con lo suficiente para sufragar los inevitables gastos del viaje. Al comunicar con tacto exquisito a su amiga sus temores, seguidos de cariñosos ofrecimientos, con lo que la muchacha, que no se había preocupado entonces de tan importante asunto, confirmó que no llevaba dinero suficiente para llegar a su casa. Tanto asustó a ambas la idea de las penalidades que por tal motivo hubiera podido sufrir que apenas volvieron a hablarse durante el tiempo que aún permanecieron juntas. No tardaron en advertirles que esperaba el coche, y Catherine, tras ponerse de pie, sustituyó con un prolongado y cariñoso abrazo las palabras de despedida. Al llegar al vestíbulo, sin embargo, no quiso abandonar la casa sin hacer mención de una persona cuyo nombre ninguna de las dos se había atrevido a pronunciar hasta entonces. Se detuvo por un instante y con labios temblorosos dedicó un cariñoso recuerdo al amigo ausente. Aquel intento dio al traste con el freno puesto hasta entonces a sus sentimientos. Ocultando como pudo el rostro en su pañuelo, cruzó rápidamente el vestíbulo y subió al coche, que un momento más tarde se alejaba velozmente de la abadía.
Catherine estaba demasiado apenada para sentir miedo.
El viaje en sí no encerraba temores para ella, y lo emprendió sin preocuparse de la soledad en que se veía forzada a recorrer tan largo trayecto. Echándose sobre los cojines del coche, prorrumpió en amargas lágrimas, y no levantó la cabeza hasta después de que el coche hubiese recorrido varias millas.
El trecho más elevado del prado había desaparecido casi de la vista cuando la muchacha volvió la mirada en dirección a Northanger. Como quiera que aquella carretera era la misma que diez días antes había recorrido alegre y confiada al ir y volver de Woodston, sufrió terriblemente al reconocer los objetos que en estado de ánimo tan diferente había contemplado entonces. Cada milla que la aproximaba a Woodston aumentaba su sufrir, y cuando, a cinco millas de distancia de dicho pueblo doblaron un recodo del camino, pensó en Henry, tan cerca de ella en aquellos momentos y tan inconsciente de lo que ocurría, lo cual no hizo sino incrementar su pesar y su desconsuelo.
El día que había pasado en Woodston había sido uno de los más felices de su vida. Allí el general se había expresado en términos tales que Catherine había acabado por convencerse de que deseaba que contrajese matrimonio con su hijo. Diez días hacía desde que las atenciones del padre de Henry la habían alegrado aun cuando la hubiesen llenado de confusión. Y ahora, sin saber por qué, se la humillaba profundamente. ¿Qué había hecho o qué había dejado de hacer para sufrir los efectos de un cambio tan radical? La única culpa de que podía acusársela era de tal índole que resultaba del todo imposible que el interesado se hubiese dado cuenta. Únicamente Henry y su propia conciencia conocían las vanas y terribles sospechas que contra el general ella había alimentado, y ninguno de los dos podía haber revelado el secreto. Estaba convencida de que Henry era incapaz de traicionarla adrede. Cierto era que si por alguna extraña casualidad Mr. Tilney se hubiese enterado de la verdad, si hubieran llegado a su conocimiento las figuraciones sin fundamento y las injuriosas suposiciones que la muchacha había abrigado, la indignación manifestada por aquél habría estado justificada.
Era lógico y comprensible que se expulsara de la casa a quien había calificado de asesino a su dueño, pero esta disculpa de la conducta de Mr. Tilney resultaba tan insoportable para Catherine, que prefirió creer que el general lo ignoraba todo.
Por grande que fuese su preocupación acerca de este asunto, no era, sin embargo, la que por el momento más embargaba su espíritu. Otro pensamiento, otro pesar más íntimo la obsesionaba cada vez más. ¿Qué pensaría, sentiría y haría Henry al llegar a Northanger al día siguiente y enterarse de su marcha? Esta pregunta, sobreponiéndose a todo lo demás, la perseguía sin cesar, ya irritando, ya suavizando su sentir, sugiriéndole unas veces temor de que el joven se resignara tranquilamente a lo ocurrido y otras dulce confianza en su pesar y su resentimiento. Al general seguramente no le hablaría de ello, pero a Eleanor, ¿qué le diría a Eleanor de ella?
En ese constante trasiego de dudas e interrogantes acerca de un asunto del que su mente apenas lograba desprenderse momentáneamente, transcurrieron las horas. El viaje resultaba menos fatigoso de lo que había temido. La misma apremiante intranquilidad de sus pensamientos que le había impedido, una vez pasado el pueblo de Woodston, fijarse en lo que la rodeaba, sirvió para evitar que se diera cuenta del progreso que hacían. La preservó también de sentir tedio la preocupación que le inspiraba aquel regreso tan inopinado; mermaba el placer que debería haber sentido ante la idea de regresar, después de tan larga ausencia, junto a los seres que más quería. Pero ¿qué podría decir que no resultara humillante para ella y doloroso para su familia, que no aumentase su pena y no provocara el resentimiento de los suyos, incluyendo en un mismo reproche a culpables y a inocentes? Jamás sabría dar justo relieve a los méritos de Eleanor y de Henry. Sus sentimientos para con ambos eran demasiado profundos para expresarlos fácilmente, y sería tan injusto como triste que su familia guardase rencor a los hermanos por algo de lo que sólo el general era responsable.
Tales sentimientos la impulsaban a temer, en lugar de desear, la vista de la torre de la iglesia que le indicaría que se hallaba a veinte millas de su casa.
Al salir de Northanger sabía que la primera parada era Salisbury, pero como desconocía el, trayecto se vio obligada a preguntar a los postillones los nombres de cuantos lugares dejaban atrás.
Por fortuna, fue un viaje sin incidentes. Su juventud, su generosidad y su cortesía le procuraron tantas atenciones como pudiera necesitar una viajera de su condición, y como quiera que no se perdió más tiempo que el preciso para cambiar de tiro, once horas después de haber emprendido el viaje entraba Catherine sana y salva por las puertas de su casa.
Cuando una heroína de novela vuelve, al término de una jornada, a su pueblo natal, rodeada de la aureola de una reputación recuperada, de la dignidad de un título de condesa, seguida de una larga comitiva de nobles parientes, cada uno de los cuales ocupa su respectivo faetón, y acompañada de tres doncellas que la siguen en una silla de posta, puede la pluma del narrador detenerse con placer en la descripción de tan grato acontecimiento. Un final tan esplendoroso confiere honor y mérito a todos los interesados, incluido el autor del relato. Pero mi asunto es bien distinto. Mi heroína regresa al hogar humillada y solitaria, y el desánimo que esto provoca en mí me impide extenderme en una descripción detallada de su regreso. No hay ilusión ni sentimiento que resistan la visión de una heroína dentro de una silla de posta de alquiler. A toda prisa, pues, haré que Catherine entre en el pueblo, pase entre los grupos de curiosos domingueros y descienda del modesto vehículo que hasta su puerta la conduce.
Pero ni el pesar con que la muchacha se acerca a su hogar, ni la humillación que experimenta la biógrafa al relatarlo, impiden que los seres queridos a cuyos brazos se dirigía aquélla sintieran verdadera alegría.
Como quiera que la vista de una silla de posta era cosa poco corriente en Fullerton, acudió toda la familia a las ventanas de la casa para presenciar el paso de la que Catherine ocupaba, alegrándose todos los rostros al ver que el vehículo se detenía ante la cancela. Aparte de los dos últimos vástagos de la familia Morland, un niño y una niña, de seis y cuatro años respectivamente, que creían hallar un nuevo hermano o hermana en cuantos coches veían, todos sintieron intenso placer ante la inesperada detención del vehículo. Felices se consideraron los ojos que primero vieron a Catherine. Feliz la voz que anunció el hecho a los demás.
El padre y la madre de la muchacha, sus hermanos, Sarah, George y Harriet, echaron a correr hacia la puerta para recibir a la viajera, con tan afectuosa ansiedad que ello bastó para despertar los más nobles sentimientos de Catherine, que sintió gracias a los abrazos de unos y de otros tranquilidad y consuelo. Ante tantas muestras de cariño se sentía casi feliz, y hasta se olvidó por un instante de sus preocupaciones. Por otra parte, su familia, encantada de verla, no mostró en un principio excesiva curiosidad por conocer la causa de su inesperado regreso, hasta el punto de que se hallaban todos sentados en torno a la mesa, dispuesta a toda prisa por Mrs. Morland para servir un refrigerio a la pobre viajera, cuyo aire de cansancio había llamado su atención, antes de que Catherine se viera bombardeada por preguntas que exigían una pronta y clara respuesta.
De mala gana y con grandes titubeos ofreció lo que por pura cortesía hacia sus oyentes podría denominarse una explicación, pero de la que, en realidad, no era posible desentrañar los motivos concretos de su presencia en el hogar.
No padecía la familia de Catherine esa exagerada forma de susceptibilidad que lleva a algunas personas a considerarse ofendidas por la más leve descortesía, olvido o reparo; sin embargo, cuando tras atar no muchos cabos quedó plenamente claro el motivo del regreso de Catherine, todos convinieron en que se trataba de un insulto imposible de justificar o perdonar, al menos en principio.
No dejaban de comprender Mr. y Mrs. Morland, sin detenerse a un minucioso examen de los peligros que rodeaban un viaje de tal índole, que las condiciones en que se había verificado el regreso de su hija habrían podido acarrear a ésta serias molestias, y que al obligarla a salir de aquella forma de su casa, el general Tilney había faltado a los deberes que impone la hospitalidad, y que su conducta era más de extrañar en quien, como él, no ignoraba los deberes de un caballero. En cuanto a las causas que pudieron motivar su conducta y convertir en mala voluntad la exagerada estima que por la muchacha sentía, los padres de ésta no acertaban a descifrarlas, y después de reflexionar por unos instantes convinieron que aquello era muy extraño y que el general debía de ser un hombre incomprensible, dando así por satisfechas su indignación y su sorpresa.
En cuanto a Sarah, continuó saboreando las mieles de aquel incomprensible misterio hasta que, harta de sus comentarios, le dijo su madre: