Read La Abadia de Northanger Online
Authors: Jane Austen
—Catherine será un ama de casa algo inexperta y alocada —observó Mrs. Morland, consolándose luego al recordar que no hay mejor maestro que la práctica.
No existía, en suma, más que un obstáculo, sin cuya resolución, sin embargo, no estaban dispuestos a autorizar aquellas relaciones. Eran personas de carácter comedido, pero de principios inalterables, y mientras el padre de Henry siguiera prohibiendo terminantemente los amores de su hijo, ellos no podían dar su conformidad ni su consentimiento. No eran lo bastante exigentes para pretender que el general se adelantara a solicitar aquella alianza, ni siquiera que de corazón la desease, pero sí consideraban indispensable una autorización convencional, que una vez lograda, como era de esperar, se vería en el acto apoyada por su sincera aprobación. El «consentimiento» era lo único que pretendían, ya que en cuanto a «dinero», ni lo exigían, ni lo deseaban. La carta matrimonial de sus padres aseguraba, al fin y al cabo, el porvenir de Henry, y la fortuna que por el momento disfrutaba bastaba para procurar a Catherine la independencia y la comodidad necesarias. Indudablemente, aquella boda era por demás ventajosa para la muchacha.
La decisión de Mr. y Mrs. Morland no podía sorprender a los enamorados. Lo lamentaban, pero no podían oponerse a ello, y se separaron con la esperanza de que, al cabo de poco tiempo, se operara en el ánimo del general un cambio que les permitiera gozar plenamente de su privilegiado amor. Henry se reintegró a lo que ya consideraba como su único hogar, dispuesto a ocuparse en el embellecimiento de la casa que algún día esperaba ofrecer a su amada, en tanto que Catherine se dedicaba a llorar su ausencia. No es cosa que nos importe averiguar si los tormentos de aquella separación se vieron amortiguados por una correspondencia clandestina. Tampoco pretendieron saberlo Mr. y Mrs. Morland, a cuya bondad se debió que no les fuese exigida a los novios promesa alguna en ese sentido y que siempre que Catherine recibía alguna carta se hicieran los distraídos.
Tampoco es de suponer que la inquietud, lógica dado tal estado de cosas, que sufrieron por entonces Henry, Catherine y cuantas personas los querían, se hiciese extensiva a mis lectores; en todo caso, la delatora brevedad de las páginas que restan es prueba de que nos acercamos a un dichoso y risueño final. Sólo resta conocer la manera en que se desarrolló esta historia y se llegó a la celebración de la boda, y cuáles fueron las circunstancias que al fin influyeron sobre el ánimo del general. El primer hecho que favoreció el feliz desenlace de esta novela fue el matrimonio de Eleanor con un hombre de fortuna y sólida posición. Dicho acto, que se efectuó en el transcurso del verano, provocó en el general un estado permanente de buen humor, que su hija aprovechó para obtener de él, no sólo que perdonase a Henry, sino que lo autorizase a, según palabras de su propio padre, «hacer el idiota» si así lo deseaba.
El hecho de casarse Eleanor y de verse apartada por un matrimonio de los males que a su permanencia en Northanger acompañaban satisfará a todos los conocidos y amigos de tan bella joven. A mí me produjo sincera alegría. No conozco a persona alguna más merecedora de felicidad ni mejor preparada a ello debido a su largo sufrir, que Miss Tilney, cuya preferencia por su prometido no era de fecha reciente. Los separó por largo tiempo la modesta posición del enamorado, pero tras heredar éste, inesperadamente, título y fortuna, quedaron allanadas las dificultades que a la dicha de ambos se oponían.
Ni en los días en que más aprovechó su compañía, su abnegación y su paciencia quiso tanto a su hija el general como en el momento en que por primera vez pudo saludarla por su nuevo título. El marido de Eleanor era, por todos los conceptos, digno del cariño de la joven, pues independientemente de su nobleza, su fortuna y su afecto, gozaba de la simpatía de todos aquellos que lo conocían. Era, según criterio general, «el chico más encantador del mundo», y no necesito extenderme más, porque seguramente ninguna lectora que al leer esto no haya evocado la imagen del «chico más encantador del mundo». En lo que a éste en particular se refiere, sólo añadiré —y sé perfectamente que las reglas de la composición prohíben la introducción de caracteres que no tienen relación con la fábula— que el caballero en cuestión fue el mismo cuyo negligente criado olvidó ciertas facturas tras una prolongada estancia en Northanger, y que fueron, con el tiempo, la causa de que mi heroína se viera lanzada a una de sus más serias aventuras.
Sirvió de apoyo a la petición que a favor de su hermano hicieron los vizcondes al general una nueva rectificación del estado económico de Mr. y Mrs. Morland.
Ésta sirvió para demostrar que tan equivocado había estado Mr. Tilney al juzgar cuantiosa la fortuna de la familia de Catherine como al creerla luego completamente nula. Pese a lo dicho por Thorpe, los Morland no andaban tan escasos de bienes que no les fuera posible dotar a su hija en tres mil libras esterlinas. Tan satisfactoria resolución de sus recientes temores contribuyó a dulcificar el cambio de opinión manifestado por el general, a quien, además, le produjo un efecto excelente la noticia de que la propiedad de Fullerton, que era exclusivamente de Mr. Allen, se hallaba abierta a todo género de avariciosa especulación.
Animado por todo esto, el general, poco después de la boda de Eleanor, se decidió a recibir a Henry nuevamente en Northanger y a enviarle luego a casa de su prometida con un mensaje de autorización a la boda. El consentimiento iba dirigido a Mr. Morland en unas cuartillas llenas de frases corteses y triviales. Poco tiempo después se celebró la ceremonia que en ellas se autorizaba. Se unieron en matrimonio Henry y Catherine, sonaron las campanas y todos los presentes se alegraron. Si se considera que todo esto ocurría antes de cumplirse doce meses desde el día en que por vez primera se conocieron los cónyuges, hay que reconocer que, a pesar de los retrasos que hubo de sufrir la boda a causa de la cruel conducta del general, ésta no perjudicó gravemente a los novios. Al fin y al cabo, no es cosa tan terrible empezar a ser completamente feliz a la edad de veintiséis y dieciocho años, respectivamente, y puesto que estoy convencida de que la tiranía del general, lejos de dañar aquella felicidad, la promovió, permitiendo que Henry y Catherine lograran un más perfecto conocimiento mutuo al mismo tiempo que un mayor desarrollo del afecto que los unía, dejo al criterio de quien por ello se interese decidir si la tendencia de esta obra es recomendar la tiranía paterna o recompensar la desobediencia filial.