Read La Abadia de Northanger Online
Authors: Jane Austen
Todas las reflexiones la conducían al mismo triste convencimiento. Desde el sábado hasta el miércoles tendrían que arreglarse sin ver a Henry, y eso no era lo peor, sino que la carta del capitán Tilney podía llegar durante su ausencia. Además, cabía el temor de que el miércoles hiciera mal tiempo. Tanto el pasado como el presente y el porvenir se le antojaron igualmente lúgubres a la muchacha. Su hermano era desgraciado; ella sufría por la pérdida de la amistad de Isabella, y Eleanor por la ausencia de Henry. Necesitaba de algo que la distrajera. Sentía tedio del bosque, del jardín, del plantío y del orden perfecto que en ellos reinaba. La misma abadía no le producía ya más efecto que una casa cualquiera. La única emoción que podía provocar en ella cuanto la rodeaba era el recuerdo, doloroso por cierto, de las insensatas suposiciones que la habían llevado a comportarse de manera tan vergonzosa. ¡Qué revolución se había operado en sus gustos! Con lo mucho que había deseado vivir en una abadía, y ahora encontraba mayor placer en la idea de habitar una rectoría confortable como la de Fullerton, sólo que mejor aún. Fullerton adolecía de ciertos defectos que seguramente no tendría Woodston. Si al menos el miércoles llegara pronto... Y llegó a su debida hora y con un tiempo hermoso. Catherine era completamente feliz.
A las diez en punto, y en un coche tirado por cuatro caballos, salieron de la abadía, y, después de un agradable paseo de veinte millas aproximadamente, llegaron a Woodston, un pueblo grande, populoso y bastante bien situado. Catherine no se atrevía a expresar su admiración por aquel lugar delante del general, que no cesaba de disculpar lo vulgar del paisaje y la pequeñez del pueblo. La muchacha, en cambio, pensaba que era el lugar más bello que había visto en su vida. Con profundo placer observó las casas y las tiendas por delante de las que pasaban. Al otro extremo del pueblo, y un poco alejada de éste, se hallaba la rectoría, un edificio sólido y de construcción moderna cuya importancia aumentaba un segmento semicircular de avenida separada del camino por un portillo de madera pintado de verde. En la puerta de la casa hallaron a Henry, acompañado de un cachorro de Terranova y dos o tres terriers, compañeros de su soledad y tan dispuestos como su amo a darles la bienvenida.
La imaginación de Catherine se hallaba demasiado ocupada al entrar en la casa para poder expresar sus sentimientos con palabras, hasta tal punto que no reparó en el aspecto de la habitación en que se hallaban hasta que el general no le pidió su opinión sobre ella. Entonces sí bastó una sola mirada para convencerla de que jamás había visto estancia alguna tan confortable como aquélla. Sin embargo, no se atrevió a expresarse con absoluta franqueza, y la frialdad de su respuesta desconcertó al padre de Henry.
—Ya sabemos que no es una gran casa —dijo—. No admite comparación con Fullerton ni con Northanger. Al fin y al cabo, debemos considerarla como lo que es: una rectoría pequeña, pero decente y habitable. No es inferior a la mayor parte de estas viviendas. ¿Qué digo inferior? Creo que habrá pocas rectorías rurales que la superen. Desde luego, podrían introducirse mejoras. No pretendo sugerir otra cosa. Más aún, estaría dispuesto a realizar cualquier obra que fuera razonable; por ejemplo, colocar una ventana, y eso que no hay cosa que deteste más que una ventana colocada, como si dijéramos, a la fuerza...
Catherine no había seguido con suficiente atención el discurso del general para comprender su significado, ni sentirse aludida por él, y como quiera que Henry se apresuró a introducir nuevos temas de conversación, y su criado entró al poco tiempo con una bandeja de refrescos, acabó el general por recobrar su habitual complacencia antes de que la muchacha perdiera la serenidad por completo.
La estancia sujeta a discusión era de un tamaño bastante considerable; bien dispuesta y perfectamente amueblada, hacía las veces de comedor. Al abandonarla para dar un paseo por el jardín hubieron de pasar primero por una habitación utilizada por el amo de la casa, en la que aquel día reinaba, por casualidad, un orden perfecto, y luego por otra que en su día haría las veces de salón, y con cuyo aspecto, a pesar de no estar amueblada aún, a Catherine le pareció adecuado para satisfacer al propio general. Tratábase de una estancia de admirables proporciones, cuyas ventanas bajaban hasta el mismo sucio y permitían disfrutar de la hermosa vista de unos campos floridos. Con la sencillez que la caracterizaba, la muchacha preguntó:
—¿Por qué no arregla usted esta habitación, señor Tilney? ¡Qué lástima que no esté amueblada! Es la habitación más bonita que he visto jamás... La más bonita del mundo.
—Yo espero —dijo el general con una sonrisa de satisfacción— que antes de mucho estará arreglada. Sólo esperamos ponerla bajo la acertada dirección de una dama.
—Si yo viviese en esta casa, ésta sería mi habitación favorita. Miren qué preciosa casita se ve allá entre aquellos árboles. Parecen... Sí, son manzanos... ¡Qué belleza!
—¿De veras le agrada? —le preguntó el general—. No se hable más. —Se volvió hacia su hijo y agregó—: Henry, darás a Robinson la orden de que esa casa quede tal como está.
Aquella muestra de amabilidad sorprendió nuevamente a Catherine, que guardó silencio. En vano le rogó el general que expusiera su opinión en lo referente al papel y los cortinajes que convenían a aquella habitación. No le fue posible obtener una sola palabra. Contribuyeron, por fin, a restablecer la tranquilidad de ánimo de la muchacha, disipando el recuerdo de las embarazosas preguntas de su viejo amigo, la fresca brisa que corría en el jardín y la vista de un rincón de éste, sobre el cual había comenzado a actuar hacía año y medio el genio organizador de Henry. Catherine pensó que jamás había visto lugar de recreo más bello que aquél, en torno a un prado desnudo de árboles.
Un breve paseo por el campo y a través del pueblo, seguido de una visita a las cocheras para examinar las obras que estaban llevándose a cabo en ellas, y un rato de alegre expansión y jugueteo con los cachorros, que apenas podían sostenerse aún sobre las patas, entretuvieron el tiempo hasta las cuatro de la tarde. Catherine se asombró al saber la hora. A las cuatro debían comer, y a las seis, emprender el regreso. Nunca había visto transcurrir un día con mayor rapidez...
Ya sentados a la mesa, la muchacha observó, sorprendida, que la inesperada abundancia de platos no provocaba comentario alguno por parte del general. Lejos de ser así, el buen señor no dejaba de mirar hacia los trincheros, como en espera de encontrar alguna fuente de fiambres. Sus hijos, por el contrario, advirtieron que el padre comía con más apetito del acostumbrado en mesas que no fueran la suya, sorprendiéndoles también, y en mayor grado, la escasa importancia que concedió al hecho de quedar convertida la manteca, por imperdonable descuido de la servidumbre, en un líquido repugnante y aceitoso. A las seis en punto, y una vez que hubo terminado el general su café, subieron nuevamente al coche.
Los halagos y comentarios risueños con que en el transcurso de aquel día se vio obsequiada Catherine la convencieron de cuáles eran las pretensiones del general. Si hubiera podido tener la misma seguridad en cuanto a los deseos de Henry, habría abandonado Woodston sin dudar de que le esperaba un porvenir risueño y feliz.
A la mañana siguiente el cartero trajo para Catherine una inesperada misiva de Isabella, que rezaba así:
Bath. Abril.
Mi queridísima Catherine:
Con la mayor alegría recibí tus dos cariñosas cartas, y me disculpo por no haberlas contestado antes. Estoy realmente avergonzada de mi pereza a la hora de escribir, pero la vida en esta detestable población no deja tiempo para nada. Desde que te marchaste, casi todos los días he tenido en la mano la pluma para comunicarte mis noticias, pero alguna ocupación de escaso interés impidió siempre que cumpliera mi propósito. Te ruego que me escribas nuevamente y que dirijas tu carta a mi casa. Gracias a Dios, mañana abandonaremos este odioso lugar. Desde tu partida no he disfrutado nada en él; cuantas personas me interesaban, ya no están aquí. Creo, sin embargo, que si te viera no sentiría ciertas ausencias. Ya sabes que eres la amiga que más quiero.
Estoy bastante preocupada por lo que a tu hermano se refiere; figúrate que desde que marchó a Oxford no he tenido noticias suyas, y ello me hace temer que haya surgido entre nosotros algún malentendido. Tal vez tu intervención pueda solucionar este asunto. James es el único hombre a quien he querido, y necesito que lo convenzas de ello. Las modas primaverales han llegado ya, y los nuevos sombreros me parecen sencillamente ridículos. No quisiera hablarte de la familia de la que ahora eres huésped porque me resisto a incurrir en una falta de generosidad o hacerte pensar mal de personas a quienes estimas. Sólo deseo advertirte que son muy pocos los amigos de quienes podemos fiarnos y que los hombres suelen cambiar de opinión de un día para el siguiente. Tengo la satisfacción de manifestarte que cierto joven, por el que siento la más profunda aversión, ha tenido la feliz ocurrencia de ausentarse de Bath.
Por mis palabras adivinarás que me refiero al capitán Tilney, quien, como recordarás, se mostraba dispuesto, al marcharte tú, a seguirme e importunarme con sus atenciones.
Su insistencia creció con el tiempo, hasta el punto que se convirtió en mi sombra. Otras chicas tal vez se hubieran dejado engañar, pero yo conozco la volubilidad del sexo. El capitán se marchó hace dos días para unirse a su regimiento y confío en no verlo nunca más. Nunca he conocido hombre tan pretencioso como él, y desagradable por añadidura. Los dos últimos días de su estancia en Bath no se apartó ni por un instante del lado de Charlotte Davis. Y yo, lamentando tal demostración de mal gusto, no le hice caso alguno. La última vez que le encontré fue en la calle y me vi obligada a entrar en una tienda para evitar que me hablase. No quise mirarlo siquiera. Después lo vi entrar en el balneario, pero por nada del mundo habría consentido en seguirlo. ¡Qué distinto de tu hermano! Te suplico me des noticias de éste. Su conducta me tiene realmente preocupada. ¡Se mostró tan cambiado cuando nos separamos! Algo que ignoro, quizá una leve dolencia, quizá un catarro, lo tenía como entristecido. Yo le escribiría si no hubiera extraviado sus señas y si, como antes te decía, no temiese que hubiera interpretado equivocadamente mi actitud. Te ruego que le expliques todo lo ocurrido de manera que le satisfaga, y si aun después de hacerlo abriga alguna duda, unas líneas suyas o una visita a Pulteney Street, la próxima vez que se encuentre en la población, bastarán, imagino, para convencerlo. Hace mucho que no voy a los salones ni al teatro, salvo anoche, que me asomé, por breves instantes, con la familia Hodge, obligada por las chanzas de estos amigos y por el temor de que mi retraimiento se interpretara como una concesión a la ausencia de Tilney. Nos sentamos junto a los Mitchell, que se mostraron muy sorprendidos de verme.
No me extraña su perfidia, y hubo un tiempo en que les costaba trabajo saludarme. Ahora extreman las expresiones de su amistad, pero no soy tan tonta como para dejarme engañar. Además de tener, como sabes, bastante amor propio, Anne Mitchell llevaba un turbante parecido al que estrené para el concierto, pero no logró el mismo éxito que yo. Para que un tocado como ése siente bien, hace falta un rostro como el mío; por lo menos así me lo aseguró Tilney, quien añadió que yo era objeto de todas las miradas. Cierto que sus palabras no pueden influir en modo alguno en mi ánimo. Ahora visto siempre de color violeta. Sé que estoy horrorosa, pero es el color predilecto de tu hermano, y lo demás poco importa. No te demores, mi querida y dulce Catherine, en escribirnos a él y a mí, que soy, ahora y siempre...
Ni a persona tan confiada como Catherine era capaz de engañar tamaña sarta de palabras artificiosas. Las contradicciones y falsedades que de la carta se desprendían fueron advertidas por la muchacha, que se sintió avergonzada, no sólo por lo que a Isabella concernía, sino por aquel que hubiera podido enamorarse de ella. Encontraba tan repugnantes sus frases de afecto como inadmisibles sus disculpas e impertinentes sus pretensiones. ¿Escribirle a James? Jamás. Por ella, Isabella jamás volvería a tener noticias de su hermano.
Al regresar Henry a Woodston, Catherine le hizo saber, así como a Miss Tilney, que el capitán había escapado al peligro que lo amenazaba, y tras felicitarlos por ello, pasó a leerles, presa de profunda indignación, algunos pasajes de la carta. Una vez que hubo terminado la lectura, exclamó:
—Para mí, Isabella y la amistad que nos unía son agua pasada. Debe de creer que soy idiota, pues de lo contrario no se habría atrevido a escribirme estas cosas; pero no lo lamento, ya que me ha servido para conocer más a fondo su carácter. Ahora veo claramente cuáles eran sus intenciones. Es una coqueta incorregible, pero su estratagema no le ha servido conmigo. Estoy segura de que jamás ha sentido verdadero cariño por James ni por mí, y lo único que deploro es haberla tratado.
—Dentro de poco le parecerá imposible el haberla conocido —dijo Henry.
—Sólo hay una cosa que no acabo de comprender. Ahora veo que Isabella alimentó desde un principio ciertas pretensiones respecto al capitán, pero... ¿y éste? ¿Qué motivos pudieron impulsarlo a cortejarla con tal insistencia y a llevarla a romper sus relaciones con mi hermano si pensaba desistir de su propósito?
—No es difícil suponer cuáles fueron los motivos que indujeron a mi hermano a obrar como lo hizo. Frederick es tanto o más vanidoso que Miss Thorpe, y si no ha sufrido hasta ahora serios disgustos es gracias a su entereza de carácter. De todos modos, ya que los efectos de su conducta no lo justifican ante sus ojos, más vale que no tratemos de indagar las causas que la provocaron.
—Entonces ¿no cree usted que sintió cariño por Isabella?
—Estoy convencido de que ni por un instante pensó en ella seriamente.
—¿Lo hizo movido únicamente por un deseo de molestar, de hacer daño?
Henry asintió lentamente.
—Pues entonces confieso que su conducta me resulta doblemente antipática —dijo Catherine—. Sí; a pesar de que con ella resultamos favorecidos todos, no puedo disculparlo. Menos mal que el daño que ha causado no es irreparable. Pero supongamos que Isabella hubiera sido capaz de sentir verdadero amor por él, supongamos que se hallara verdaderamente interesada...