La Abadia de Northanger (4 page)

Tras esto, Catherine subió rápidamente por las escaleras y se dirigió hacia la ventana para contemplar el paso de Miss Thorpe por la acera de enfrente, admirar su gracia y su elegancia y alegrarse de que el destino le hubiese dado ocasión de trabar tan interesante amistad.

Mrs. Thorpe, viuda y dueña de una escasa fortuna, era mujer amable y una madre indulgente. La mayor de sus hijas poseía una belleza indiscutible, y las más pequeñas tampoco habían sido desfavorecidas por la naturaleza. Sirva esta sucinta exposición para evitar a mis lectores la necesidad de escuchar el prolijo relato que de sus aventuras y sufrimientos hiciera Mrs. Thorpe a Mrs. Allen; detalladamente expuesto, llegaría a ocupar tres o cuatro capítulos sucesivos, dedicados, en su mayor parte, a considerar la maldad e ineficacia de la curia en general y a una repetición de conversaciones celebradas más de veinte años antes de la fecha en que tiene lugar nuestra historia.

5

A pesar de hallarse muy ocupada aquella noche en el teatro en corresponder debidamente los saludos y sonrisas de Mrs. Thorpe, Catherine no se olvidó de recorrer con la vista una y otra vez la sala, en espera de descubrir a Mr. Tilney. Fue en vano. Mr. Tilney tenía, al parecer, tan poca afición al teatro como al balneario. Más afortunada creyó ser al día siguiente al comprobar que era una mañana espléndida, pues cuando hacía buen tiempo los hogares quedaban vacíos y todo el mundo se lanzaba a la calle para felicitarse mutuamente por la excelencia de la temperatura. Tan pronto como hubieron terminado los oficios eclesiásticos, los Thorpe y los Allen se reunieron, y después de permanecer en los salones del balneario el tiempo suficiente para enterarse de que tanta aglomeración de gente resultaba insoportable y de que no había entre todas aquellas personas una sola distinguida —detalle que, según todos observaron, se repetía cada domingo—, se marcharon al Crescent donde el ambiente era más refinado. Allí, Catherine e Isabella, cogidas del brazo, gozaron nuevamente de las delicias de la amistad. Hablaron mucho y con verdadero placer; pero Catherine vio una vez más defraudadas sus esperanzas de encontrarse con su pareja. En los días que siguieron lo buscó sin éxito en las tertulias matutinas y las vespertinas, en las salas de baile y de concierto, en los bailes de confianza y en los de etiqueta, entre la gente que iba andando, a caballo o en coche.

Ni siquiera aparecía inscrito su nombre en los libros de registro del balneario, la ansiedad de la muchacha aumentaba por momentos. Indudablemente, Mr. Tilney debía de haberse marchado de Bath; sin embargo, la noche del baile nada dijo a Catherine que hiciera suponer a ésta que su marcha estaba próxima.

Con todo ello aumentó la impresión de misterio tan necesaria en la vida de los héroes, lo que provocaba en la muchacha nuevas ansias de verlo. Por medio de la familia Thorpe no logró averiguar nada, pues sólo llevaba dos días en Bath cuando ocurrió el feliz encuentro con Mrs. Allen. Catherine, sin embargo, habló de Mr. Tilney en más de una ocasión con su nueva amiga, y como quiera que Isabella siempre la animaba a seguir pensando en el joven, la impresión que en el ánimo de la muchacha éste había producido no se debilitaba ni por un instante. Desde luego, Isabella se mostró segura de que Tilney debía de ser un hombre encantador, así como que su querida Catherine habría provocado en él tal admiración que no tardarían en verlo aparecer nuevamente. Mrs. Thorpe hallaba muy oportuno que Tilney fuera ministro de la Iglesia, pues siempre había sido partidaria de tal profesión, y al decirlo dejó escapar un profundo suspiro. Catherine hizo mal, quizá, en no averiguar las causas de la emoción que expresaba su amiga; pero Catherine no estaba lo bastante experimentada en lides de amor ni en los deberes que requiere una firme amistad para conocer el modo de forzar la ansiada confidencia.

Mrs. Allen, mientras tanto, disfrutaba enormemente de su estancia en Bath. Al fin había encontrado una conocida, encarnada en la persona de una antigua amiga suya, a lo que debía sumarse la grata seguridad de que ésta vestía con menos elegancia y lujo que ella.

Ya no sé pasaba el día exclamando: «¡Cuánto desearía tener trato con alguien en Bath!», sino «¡Cuánto celebro haber encontrado en Bath a Mrs. Thorpe!», demostrando tanto o mayor afán por fomentar la amistad entre ambas familias que el que sentían Catherine e Isabella, hasta el punto de jamás quedar contenta cuando algún motivo le impedía pasar la mayor parte del día junto a Mrs. Thorpe, ocupada en lo que ella llamaba conversar con su amiga. En realidad, tales conversaciones no entrañaban cambio alguno de opinión acerca de uno o varios asuntos, sino que se limitaban a la acostumbrada relación de los méritos de sus hijos por parte de Mrs. Thorpe y a la descripción de sus trajes por parte de Mrs. Allen.

El desarrollo de la amistad de Isabella y Catherine fue, por su parte, tan rápido como espontáneos habían sido sus comienzos, pasando ambas jóvenes por las distintas y necesarias gradaciones de ternura con prisa tal que al poco tiempo no les quedaba prueba alguna de amistad mutua que ofrecerse. Se llamaban por su nombre de pila, paseaban cogidas del brazo, se cuidaban las colas de los vestidos en los bailes y cuando el tiempo no favorecía sus salidas se encerraban para leer juntas alguna novela. Novela, sí. ¿Por qué no decirlo? No pienso ser como esos escritores que censuran un hecho al que ellos mismos contribuyen con sus obras, uniéndose a sus enemigos para vituperar este género de literatura, cubriendo de escarnio a las heroínas que su propia imaginación fabrica y calificando de sosas e insípidas las páginas que sus protagonistas hojean, según ellos, con disgusto. Si las heroínas no se respetan mutuamente, ¿cómo esperar de otros el aprecio y la estima debidos? Por mi parte, no estoy dispuesta a restar a las mías lo uno ni lo otro. Dejemos a quienes publican en revistas criticar a su antojo un género que no dudan en calificar de insulso, y mantengámonos unidos los novelistas para defender lo mejor que podamos nuestros intereses.

Representamos a un grupo literario injusta y cruelmente denigrado, aun cuando es el que mayores goces ha procurado a la Humanidad. Por soberbia, por ignorancia o por presiones de la moda, resulta que el número de nuestros detractores es casi igual al de nuestros lectores y mientras mil plumas se dedican a alabar el ejemplo y esfuerzo de los hombres que no hicieron más que compendiar por enésima vez la historia de Inglaterra o coleccionar en una nueva edición algunas líneas de Milton de Pope y de Prior, junto con un artículo del Spectator un capítulo de Sterne, la inmensa mayoría de los escritores procura desacreditar la labor del novelista y resta importancia a obras que no adolecen de más defecto que el poner gracia, ingenio y buen gusto. A cada momento se oye decir: «Yo no soy aficionado a leer novelas»; bien: «Yo apenas si leo novelas»; y a lo sumo: «Esta obra, para tratarse de una novela, no está del todo mal». Si preguntamos a una dama: «¿Qué lee usted?», y ésta llámese Cecilia, Camilla o Belinda, que para el caso lo mismo da, se encuentra ocupada en la lectura de una obra novelesca, nos dirá sonrojándose: «Nada... Una novela»; hasta sentirá cierta vergüenza de haber sido descubierta concentrada en una obra en la que, por medio de un refinado lenguaje y una inteligencia poderosa, le es dado conocer la infinita variedad del carácter humano y las más felices ocurrencias de una mente avispada y despierta. Si, en cambio, esa misma dama estuviese en el momento de la pregunta, buscando distracción a su aburrimiento en un ejemplar del Spectator, responder con orgullo y se jactaría de estar leyendo una obra a la postre tan plagada de hechos inverosímiles y de tópicos de escaso o ningún interés, concebidos, por añadidura en un lenguaje tan grosero que sorprende el que pudiera ser sufrido y tolerado.

6

La conversación que a continuación exponemos se celebró en el balneario ocho o nueve días después de haberse conocido las dos amigas, y bastará para dar una idea de la ternura de los sentimientos que unían a Isabella y a Catherine y de la delicadeza, la discreción, la originalidad de pensamiento y el gusto literario que caracterizaban y explicaban afecto tan profundo.

El encuentro se había acordado de antemano, y como Isabella llegó al menos cinco minutos antes que su amiga, su primera reacción al ver a ésta fue:

—Querida Catherine, ¿cómo llegas tan tarde? Llevo esperándote un siglo.

—¿De veras? Lo lamento de veras, pero creí que llegaba a tiempo. Confío en que no hayas tenido que esperar mucho.

—Pues debo de llevar aquí media hora. Da igual... Sentémonos y tratemos de pasarlo bien. Tengo mil cosas que contarte. Cuando me preparaba para salir temí por un instante que lloviese, y mis motivos tenía, ya que estaba muy nublado. ¿Sabes?, he visto un sombrero precioso en un escaparate de Milsom Street. Es muy parecido al tuyo, sólo que las cintas no son verdes, sino color coquelicot. Tuve que contenerme para no comprarlo... Querida, ¿qué has hecho esta mañana? ¿Sigues leyendo
Udolfo

—Eso es justamente lo que he estado haciendo, llegando al episodio del velo negro.

—¿De veras? ¡Qué delicia...! Por nada del mundo consentiría en decirte lo que se oculta detrás de ese velo, ¿no estás muerta por saberlo?

—¿Lo dudas acaso? Pero no, no me lo digas; no quisiera saberlo por nada del mundo. Estoy convencida de que se trata de un esqueleto, quizá el de Laurentina... Te aseguro que me encanta ese libro. Desearía pasarme la vida leyéndolo, y si no hubiera sido porque estabas esperándome, por nada del mundo habría salido de casa esta mañana.

—¡Querida mía..., cuánto te lo agradezco! He pensado que cuando termines el
Udolfo
podríamos leer juntas
El italiano
, y para cuando terminemos con ése tengo preparada una lista de diez o doce títulos del mismo género.

—¿De verdad? ¡Cuánto me alegra! ¿Cuáles son?

—Te lo diré ahora mismo, pues llevo los títulos escritos en mi libreta:
El castillo de Wolfenbach, Clermont, Avisos misteriosos, El nigromante de la Selva Negra, La campana de la media noche, La huérfana del Rin y Misterios horribles.
Creo que con estos tenemos para a tiempo.

—Sí, sí... Ya lo creo. Pero ¿estás segura de que todos ellos son de terror?

—Segurísima. Lo sé por una amiga mía que los ha leído. Se trata de Miss Andrews, la criatura más encantadora del mundo. Me gustaría que la conocieras. La encontrarías adorable. Se está haciendo una capa de punto que es una preciosidad. Yo la encuentro admirable, y no entiendo cómo los hombres no sienten lo mismo. Yo se lo he dicho a muchos, y hasta he reñido con más de uno a causa de ello.

—¿Has reñido porque no la admiraban?

—Naturalmente. No hay nada en el mundo que sea capaz de hacer si de ayudar a las personas por quienes siento cariño se trata. Te aseguro que no soy de las que quieren a medias. Mis sentimientos siempre son profundos y arraigados. Así, el invierno pasado pude decirle al capitán Hunt, en el transcurso de un baile, que por mucho que hiciera yo no bailaría con él si antes no reconocía que Miss Andrews era de una belleza angelical. Los hombres creen que nosotras las mujeres somos incapaces de sentir verdadera amistad las unas por las otras, y me he propuesto demostrarles lo contrario. Si, por ejemplo, oyese que alguien hablaba de ti en términos poco halagüeños, saldría en tu defensa al instante; pero no es probable que algo semejante suceda, considerando que eres de esas mujeres que siempre gustan a los hombres...

—¡Ay, Isabella! ¿Cómo dices eso?—exclamó Catherine, ruborizada.

—Lo digo porque estoy convencida de ello: posees toda la viveza que a Miss Andrews le falta; porque debo confesarte que es una muchacha muy sosa, la pobre. Vaya, se me olvidaba decirte que ayer, cuando acabábamos de separarnos, vi a un joven mirarte con tal insistencia que sin duda debía de estar enamorado de ti.

Catherine se ruborizó de nuevo y rechazó la insinuación.

—Es cierto, te lo juro —dijo Isabella—; lo que ocurre es que no aceptas el hecho de que provocas admiración, porque salvo un hombre cuyo nombre no pronunciaré... No, si no te censuro por ello —añadió con tono más formal—. Además, comprendo tus sentimientos. Cuando el corazón se entrega por completo a una persona, es imposible caer bajo el hechizo de otros hombres; todo lo que no se relacione con el ser amado pierde interés, de modo que ya ves que te comprendo perfectamente.

—Pero no debieras hablarme en esta forma de Mr. Tilney, es posible que nunca vuelva a verlo.

—¡Qué cosas dices! Si lo creyeses así serías muy desdichada.

—No tanto. Admito que me ha parecido un hombre de trato muy agradable, pero mientras esté en condiciones de leer el
Udolfo
, te aseguro que no hay nada en el mundo capaz de hacerme desgraciada. Ese velo terrible... Querida Isabella, estoy convencida de que el esqueleto de Laurentina yace oculto tras de él.

—A mí lo que me extraña es que no lo hubieras leído antes. ¿Acaso tu madre se opone a que leas novelas?

—De ningún modo; precisamente está leyendo
Sir Charles Grandison
; pero en casa no tenemos muchas ocasiones de conocer obras nuevas.

—¿
Sir Charles Grandison
? Pero ¡si es una obra odiosa! Ahora recuerdo que Miss Andrews no pudo terminar el primer tomo.

—Pues yo lo encontré bastante entretenido; claro que no tanto como el
Udolfo
.

—¿De veras? Yo creía que era aburrido... Pero hablemos de otra cosa. ¿Has pensado en el adorno que te pondrás en la cabeza esta noche? Ya sabes que los hombres se fijan mucho en esos detalles, y hasta los comentan.

—¿Y qué puede importarnos? —preguntó con ingenuidad Catherine.

—¿Importarnos? Nada, por supuesto. Yo tengo por norma no hacer caso de lo que puedan decir. Estoy convencida de que a los hombres se les debe hablar con desdén y descaro, pues si no los obligamos a guardar las distancias debidas se vuelven muy impertinentes.

—¿Es posible? Pues te aseguro que no me había dado cuenta de que fueran así. Conmigo siempre se han mostrado muy correctos.

—Calla, por Dios; se dan unos aires... Son los seres más pretenciosos del mundo... Pero a propósito de ellos, jamás me has dicho, y eso que he estado a punto preguntártelo muchas veces, qué clase de hombre te gusta más: el rubio o el moreno.

—Pues la verdad es que nunca he pensado en ello; ahora que me lo preguntas, te diré que prefiero a los que no son ni muy rubios ni muy morenos.

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