La Abadia de Northanger (5 page)

—Veo, Catherine, que no me equivocaba. La descripción que acabas de hacer responde a la que antes hiciste de Mr. Tilney: cutis moreno, ojos oscuros y pelo castaño. Mi gusto es distinto del tuyo: prefiero los ojos claros y el cutis muy moreno; pero te suplico que no traiciones esta confianza si algún día ves que alguno responde a tal descripción.

—¿Traicionarte? ¿Qué quieres decir?

—Nada, nada, no me preguntes más; me parece que ya he hablado demasiado. Cambiemos de tema.

Catherine, algo asombrada, obedeció, y después de breves minutos de silencio se dispuso a volver sobre lo que en ese momento más la interesaba en el mundo, el esqueleto de Laurentina, cuando, de repente, su amiga la interrumpió diciendo:

—Por Dios, marchémonos de aquí. Hay dos jóvenes insolentes que no dejan de mirarme desde hace un rato. Veamos si en el registro aparece el nombre de algún recién llegado, pues no creo que se atrevan a seguirnos.

Se marcharon, pues, a examinar los libros de inscripción de bañistas, y mientras Isabella los leía minuciosamente, Catherine se encargó de la delicada tarea de vigilar a la pareja de alarmantes admiradores.

—Vienen hacia aquí. ¿Será posible que sean tan impertinentes como para seguirnos? Avísame si ves que se dirigen hacia aquí; yo no pienso levantar la cabeza de este libro.

Después de breves instantes, Catherine pudo, con gran satisfacción por su parte, asegurar a su amiga que podía recobrar la perdida tranquilidad, pues los jóvenes en cuestión habían desaparecido.

—¿Hacia dónde han ido? —preguntó Isabella, volviendo rápidamente la cabeza—. Uno de ellos era muy guapo.

—Se han dirigido hacia el cementerio.

—Al fin se han decidido a dejarnos en paz. ¿Te apetece ir a Edgar's a ver el sombrero que quiero comprarme?

Catherine se mostró de acuerdo con la propuesta pero no pudo por menos de expresar su temor de que volvieran a encontrarse con los dos jóvenes.

—No te preocupes por eso. Si nos damos prisa podremos alcanzarlos y pasar de largo. Me muero de ganas de enseñarte ese sombrero.

—Si aguardamos unos minutos no correremos el riesgo de cruzarnos con ellos.

—De ninguna manera; sería hacerles demasiado favor; ya te he dicho que no me gusta halagar tanto a los hombres. Si están tan consentidos es porque algunas mujeres los miman en exceso.

Catherine no encontró razón alguna que oponerse a aquellos argumentos, y para que Miss Thorpe pudiera hacer alarde de su independencia y su afán de humillar al sexo fuerte, salieron a toda prisa en busca de los dos jóvenes.

7

Medio minuto más tarde llegaban las dos amigas al arco que hay enfrente del Union Passage, donde súbitamente su andar se vio interrumpido. Todos los que conocen Bath saben que el cruce de Cheap Street es muy concurrido debido a que se encuentra allí la principal posada de la población, además de desembocar en esta última calle las carreteras de Londres y de Oxford, y raro es el día en que las señoritas que la atraviesan en busca de pasteles, de compras o de novio no quedan largo rato detenidas en las aceras debido al tráfico constante de coches, carros o jinetes. Isabella había experimentado muchas veces los inconvenientes derivados de esta circunstancia, y muchas veces también se había lamentado de ello. La presente ocasión le proporcionó una nueva oportunidad de manifestar su desagrado, pues en el momento en que tenía a la vista a los dos admiradores, que cruzaban la calle sorteando el lodo de las alcantarillas, se vio de repente detenida por un calesín que un cochero, por demás osado, lanzaba contra los adoquines de la acera, con evidente peligro para sí, para el caballo y para los ocupantes del vehículo.

—¡Odio esos calesines! —exclamó—. Los odio con toda mi alma.

Pero aquel odio tan justificado fue de corta duración, ya que al mirar de nuevo volvió a exclamar, esta vez llena de gozo:

—¡Cielos! Mr. Morland y mi hermano.

—¡Cielos! James... —dijo casi al mismo tiempo Catherine.

Al ser observadas por los dos caballeros, estos refrenaron la marcha de los caballos con tal vehemencia que por poco lo tiran hacia atrás, saltando acto seguido del calesín, mientras el criado, que había bajado del pescante, se encargaba del vehículo.

Catherine, para quien aquel encuentro era totalmente inesperado, recibió con grandes muestras de cariño a su hermano, correspondiéndola él del mismo modo. Pero las ardientes miradas que Miss Thorpe dirigía al joven pronto distrajeron la atención de éste de sus fraternales deberes, obligándolo a fijarla en la bella joven con una turbación tal que, de ser Catherine tan experta en conocer los sentimientos ajenos como lo era en apreciar los suyos, habría advertido que su hermano encontraba a Isabella tan guapa o más de lo que ella misma pensaba.

John Thorpe, que hasta ese momento había estado ocupado en dar órdenes relativas al coche y los caballos, se unió poco después al grupo, y entonces fue Catherine objeto de los correspondientes elogios, mientras que Isabella hubo de contentarse con un somero saludo.

Mr. Thorpe era de mediana estatura y bastante obeso, y a su aspecto vulgar añadía el ser de tan extraño proceder que no parecía sino temer que resultase demasiado guapo si no se vestía como un lacayo y demasiado fino si no trataba a la gente con la debida cortesía. Sacó de repente el reloj y exclamó:

—¡Vaya por Dios! ¿Cuánto tiempo dirá usted, Miss Morland, que hemos tardado en llegar desde Tetbury?

—¿Qué distancia hay? —preguntó Catherine.

Su hermano contestó que había veintitrés millas.

—¿Veintitrés millas? —dijo Thorpe—. Veinticinco, como mínimo.

Morland pretendió que rectificase, basándose para ello en las declaraciones incontestables de las guías, de los dueños de posadas y de los postes del camino; pero su amigo se mantuvo firme en sus trece, asegurando que él tenía pruebas más incontestables aún.

—Yo sé que son veinticinco —afirmó— por el tiempo que hemos invertido en recorrerlas. Ahora es la una y media; salimos de las cocheras de Tetbury a las once en punto, y desafío a cualquiera a que consiga refrenar mi caballo de modo que marche a menos de diez millas por hora; echen la cuenta y verán si no son veinticinco millas.

—Habrás perdido una hora —replicó Morland—. Te repito que cuando salimos de Tetbury sólo eran las diez.

—¿Las diez? ¡Estás equivocado! Precisamente me entretuve en contar las campanadas del reloj. Su hermano, señorita, querrá convencerme de lo contrario, pero no tienen ustedes más que fijarse en el caballo. ¿Acaso han visto ustedes en su vida prueba más irrefutable? —El criado acababa de subir al calesín y había salido a toda velocidad—. ¿Tres horas y media para recorrer veintitrés millas? Miren ustedes a ese animal y díganme si lo creen posible...

—Pues la verdad es que está cubierto de sudor.

—¿Cubierto de sudor? No se le había movido un pelo cuando llegamos a la iglesia de Walcot. Lo que digo es que se fijen ustedes en las patas delanteras, en los lomos, en la manera que tiene de moverse. Les aseguro que ese caballo no puede andar menos de diez millas por hora. Sería preciso atarle las patas, y aun así correría. ¿Qué le parece a usted el calesín, Miss Morland? ¿Verdad que es admirable? Lo tengo hace menos de un mes. Lo mandó hacer un chico amigo mío y compañero de universidad, buena persona. Lo disfrutó unas semanas y no tuvo más remedio que deshacerse de él. Dio la casualidad que por entonces andaba yo a la caza de un coche ligero, hasta le tenía echado el ojo a un cabriolé; pero al entrar en Oxford, y sobre el puente Magdalen precisamente me encontré a mi amigo, quien me dijo: «Oye, Thorpe ¿tú no querrías comprar un coche como éste? A pesar de que es inmejorable estoy harto de él y quiero venderlo. «¡Maldición!», dije, «¿cuánto quieres?» ¿Y cuánto le parece a usted que me pidió, Miss Morland?

—La verdad, no lo sé...

—Como habrá usted visto, la suspensión es excelente por no hablar del cajón, los guardafangos, los faros, y las molduras, que son de plata. Pues me pidió cincuenta guineas; yo cerré el trato, le entregué el dinero y me hice con el calesín.

—Lo felicito —dijo Catherine— pero la verdad es que sé tan poco de estas cosas que me resulta imposible juzgar si se trata de un precio bajo o elevado.

—Ni lo uno ni lo otro, quizá hubiera podido comprarlo por menos, pero no me gusta regatear, y al pobre Freeman le hacía falta el dinero.

—Pues fue muy amable por su parte —dijo Catherine

—¿Qué quiere usted? Siempre hay que ayudar a amigo cuando se tiene ocasión de hacerlo.

A continuación los caballeros preguntaron a las muchachas hacia dónde se dirigían, y al contestar éstas que a Edgar's, resolvieron acompañarlas y de paso ofrecer sus respetos a Mrs. Thorpe. Isabella y James se adelantaron y tan satisfecha se encontraba ella, tanto afán ponía en resultar agradable para aquel hombre, a cuyos méritos, añadía el ser amigo de su hermano y hermano de su amiga; tan puros y libres de toda coquetería eran sus sentimientos, que cuando al llegar a Milsom Street vio de nuevo a los dos jóvenes del balneario, se guardó de atraer la atención y no volvió la cabeza en dirección a ellos más que tres veces. John Thorpe seguía a su hermana, escoltando al mismo tiempo a Catherine, a quien pretendía entretener nuevamente con el asunto del calesín.

—Mucha gente —dijo— calificaría la compra de negocio admirable, y, en efecto, de haberlo vendido al día siguiente habría obtenido diez guineas de ganancia. Jackson, otro compañero de universidad, me ofreció sesenta por él. Morland estaba delante cuando me hizo la proposición.

—Sí —convino Morland, que había oído a su amigo—. Pero, si mal no recuerdo, ese precio incluía al caballo.

—¿El caballo? El caballo lo habría podido vender por cien. ¿A usted le agrada pasear a coche descubierto, señorita?

—Pocas veces he tenido ocasión de hacerlo, pero sí, me gusta mucho.

—Lo celebro, y le prometo sacarla todos los días en el mío.

—Gracias —dijo Catherine algo confusa, ya que no sabía si debía aceptar o no la propuesta.

—Mañana mismo la llevaré a Lansdown Hill.

—Muchas gracias, pero... el caballo estará cansado; convendría dejarle descansar...

—¿Descansar? Pero ¡si sólo ha hecho veintitrés millas hoy! No hay nada que eche a perder tanto a un caballo como el excesivo descanso. Durante mi permanencia en Bath pienso hacer trabajar al mío al menos cuatro horas diarias.

—¿De veras? —dijo Catherine con tono grave—. En ese caso correrá cuarenta millas por día.

—Cuarenta o cincuenta. ¿Qué más da? Y para empezar, me comprometo desde ahora a llevarla a usted a Lansdown mañana.

—¡Qué agradable proposición! —exclamó Isabella, volviéndose—. Te envidio, querida Catherine, porque... supongo, hermano, que no tendrás sitio más que para dos personas.

—Por supuesto. Además, no he venido a Bath con el objeto de pasear a mis hermanas. ¡Pues sí que iba a resultarme divertido! En cambio, Morland tendrá mucho gusto en acompañarte a donde quieras.

Tales palabras provocaron un intercambio de cumplidos entre James y Miss Thorpe, del que Catherine no logró oír el final. La conversación de su acompañante por otra parte, se convirtió finalmente en comentarios breves y terminantes acerca del rostro y la figura de cuantas mujeres se cruzaban en su camino. Catherine después de escucharlo unos minutos sin atreverse a contrariarlo que para su mente femenina y timorata era opinión autorizadísima en materias de belleza, trató de girar la conversación hacia otros derroteros, formulando una pregunta relacionada con aquello que ocupaba por completo su imaginación.

—¿Ha leído usted
Udolfo
, Mr. Morland?

—¿
Udolfo
? ¡Por Dios, qué disparate! Jamás leo novelas; tengo otras cosas más importantes que hacer.

Catherine, humillada y confusa, iba a disculparse por sus gustos en lo que a literatura se refería, cuando el joven la interrumpió diciendo:

—Las novelas no son más que una sarta de tonterías. Desde la aparición de
Tom Jones
no he vuelto a encontrar nada que merezca la pena de ser leído. Sólo
El monje
, lo demás me resulta completamente necio.

—Pues yo creo que si leyera usted
Udolfo
lo encontraría muy interesante...

—Seguramente no. De leer algo, sería alguna obra de Mrs. Radcliffe, cuyos libros tienen cierta naturalidad, bastante interés.

—Pero ¡si
Udolfo
está escrito por Mrs. Radcliffe! —exclamó Catherine titubeando un poco por temor a ofender con sus palabras al joven.

—¡Es cierto! Sí, ahora lo recuerdo; tiene usted razón me había confundido con otra estúpida obra escrita por esa mujer que tanto dio que hablar en un momento, la misma que se casó luego con un emigrante francés.

—Supongo que se referirá usted a
Camila
.

—Sí, ése es el título precisamente. ¡Qué idiotez! Un viejo jugando al columpio. Yo empecé el primer tomo, pero pronto comprendí que se trataba de una necedad absoluta, y lo dejé. No esperaba otra cosa, por supuesto. Desde el instante en que supe que la autora se había casado con un emigrante comprendí que nunca podría acabar su obra.

—Yo aún no la he leído.

—Pues no ha perdido nada. Le aseguro que es el asunto más idiota que se pueda imaginar. Con decirle que no se trata más que de un viejo que juega al columpio y aprende el latín, está todo dicho.

Esta disertación sobre crítica literaria, acerca de cuya exactitud Catherine no podía juzgar, les llevó hasta la puerta misma de la casa donde se hospedaba Miss Thorpe, y los sentimientos «imparciales» del lector de
Camila
hubieron de transformarse en los de un hijo cariñoso y respetuoso ante Mrs. Thorpe, que había bajado a recibirlos en cuanto los vio llegar.

—Hola, madre —dijo él, dándole al mismo tiempo un fuerte apretón de mano—. ¿Dónde has comprado ese sombrero tan estrambótico? Pareces una bruja con él. Pero, a otra cosa: aquí tienes a Morland, que ha venido a pasarse un par de días con nosotros, conque ya puedes empezar a buscarnos dos buenas camas por aquí cerca.

A juzgar por la alegría que reflejaba el rostro de Mrs. Thorpe, tales palabras debieron de satisfacer en gran medida sus anhelos maternales. A continuación Mr. Thorpe pasó a cumplimentar a sus dos hermanas más pequeñas, mostrándoles el mismo afecto, interesándose por ellas y añadiendo luego que las encontraba sumamente feas.

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