La Abadia de Northanger (6 page)

Estos modales desagradaron enormemente a Catherine, pero se trataba de un amigo de James y hermano de Isabella, y sus escrúpulos quedaron luego más apaciguados ante el comentario de ésta, quien, al encaminarse ambas a la sombrerería, le aseguró que John la encontraba encantadora. Dicha afirmación fue corroborada por la actitud del propio John, quien le pidió que aceptase ir a un baile con él aquella misma noche. Si hubiera tenida más años y más vanidad, este hecho no habría surtido el mismo efecto, pero cuando en una persona se unen la juventud y la timidez es preciso que sea extraordinariamente centrada para resistir el halago de oírse llamar «la mujer más encantadora del mundo» y de verse solicitada para un baile muchas horas antes de celebrarse éste. Consecuencia de ello fue que, al verse solos los hermanos Morland, cuando, después de haber acompañado un buen rato a la familia Thorpe, se marcharon a casa de Mrs. Allen, James preguntó a Catherine:

—Y bien, ¿qué opinas de mi amigo Thorpe?

Catherine, en lugar de contestar como habría hecho de no mediar una relación de amistad y cierto estado de fascinación, respondió sin pensárselo dos veces:

—Me agrada mucho, parece muy amable.

—Es un muchacho excelente —apuntó James—; tal vez hable demasiado, pero eso a las mujeres os gusta. Y el resto de la familia, ¿qué te ha parecido?

—Encantadores, en particular Isabella.

—Me alegra oírtelo decir, porque es precisamente la clase de mujer cuya compañía te conviene frecuentar. Tiene buen sentido y naturalidad. Hace mucho tiempo que deseaba que os conocierais, y ella, al parecer te estima mucho. Me ha hablado de ti en términos muy elogiosos, y esto, viniendo de una mujer como ella, debería enorgullecerte, querida Catherine —dijo James, apretando afectuosamente la mano de su hermana.

—Y me enorgullece —contestó Catherine—. Aprecio mucho a Isabella, y me alegro de que a ti también te agrade. Como jamás nos dijiste nada de la temporada que pasaste en casa de esa familia, no tuve modo de suponer que te habría producido tan grata impresión.

—No te escribí porque pensaba verte aquí. Confío en que os veáis a menudo mientras dura vuestra estancia en Bath. Isabella es, como antes te dije, una mujer muy amable, y también muy inteligente y sensata. Sus hermanos al parecer la quieren mucho. En realidad, todos los que la conocen quedan encantados con ella, ¿verdad?

—Así es. Mr. Allen dice que es la chica más bonita que hay en Bath esta temporada.

—No me extraña tratándose de Mr. Allen, a quien considero una autoridad en materia de belleza femenina. Por lo demás, mi querida Catherine, me alegra comprobar que estás contenta en Bath, y no me extraña, teniendo por amiga y compañera a una chica como Isabella Thorpe; aparte que los Allen seguramente se muestran muy amables contigo.

—Sí, son muy cariñosos, y puedo asegurarte que nunca he estado tan contenta como ahora. Además, te agradezco enormemente que hayas venido desde tan lejos sólo por verme.

James aceptó estas palabras de gratitud, no sin disculparse ante su conciencia, y dijo con tono afectuoso:

—Verdaderamente, te quiero mucho, hermanita.

Siguieron luego las lógicas preguntas acerca de la familia, además de varios asuntos íntimos, y así, hablando sin más que una breve digresión por parte de James para alabar la belleza de Miss Thorpe, llegaron a Pulteney Street, donde el joven fue recibido con gran cariño por Mr. y Mrs. Allen. Acto seguido aquél lo invitó formalmente a comer y la señora le pidió que adivinase el precio y apreciase la calidad de su nueva esclavina y del correspondiente manguito que llevaba puesto. Una invitación previa a comer en Edgar's impidió a James aceptar lo primero y lo obligó a marcharse sin cumplir apenas con lo segundo, y tras especificarse de manera clara y concreta la hora en que debían reunirse ambas familias en el Salón Octogonal aquella noche, Catherine pudo dedicarse a seguir con ansiedad siempre creciente las vicisitudes heroicas de
Udolfo
, interesándose de modo en su lectura que no lograban distraer su atención asuntos tan mundanos y materiales como el vestirse para comer y asistir al baile luego, ni la preocupación de Allen, agobiada por el temor de que una modista negligente la dejase sin traje. De los sesenta minutos que componen una hora, Catherine no pudo dedicar mas que uno al recuerdo de la felicidad que suponía el que la hubieran invitado a bailar.

8

A pesar del interés absorbente de la lectura del
Udolfo
y de la falta de formalidad de la modista, el grupo de Pulteney Street llegó al balneario con puntualidad ejemplar. Dos o tres minutos antes se había presentado en él la familia Thorpe, acompañada de James e Isabella; después de saludar a su amiga con su acostumbrada amabilidad, y de admirar de inmediato el traje y el tocado de Catherine, tomó a ésta del brazo y entró con ella en el salón de baile, bromeando y compensando con pellizcos en la mano y sonrisas la falta de ideas que caracterizaba su conversación.

Pocos minutos después de llegar todos al salón dio comienzo el baile, y James, que, mucho antes de que Catherine se comprometiera con John, había solicitado de Isabella el honor de la primera pieza, rogó a la muchacha que le hiciera el honor de cumplir lo prometido; pero al comprobar Miss Thorpe que John acababa de marcharse a la sala de juego en busca de un amigo, decidió esperar a que volviera su hermano y sacase a bailar a su amiga del alma.

—Le aseguro —dijo a James— que estoy resuelta a no levantarme de aquí hasta que no salga a bailar su hermana; temo que de lo contrario permanezcamos separadas el resto de la noche.

Catherine aceptó con enorme gratitud la propuesta de su amiga, y por espacio de unos minutos permanecieron allí los tres, hasta que Isabella, tras cuchichear brevemente con James, se volvió hacia Catherine y, mientras se levantaba de su asiento, le dijo:

—Querida Catherine, tu hermano tiene tal prisa por bailar que me veo obligada a abandonarte. No hay manera de convencerlo de que esperemos. Supongo que no te molestará el que te deje, ¿verdad? Además, estoy segura de que John no tardará en venir a buscarte.

Aun cuando a Catherine la idea de esperar no le agradó del todo, era demasiado buena para oponerse a los deseos de su amiga, y en vista de que el baile empezaba, Isabella le oprimió cariñosamente el brazo y con un afectuoso «Adiós, querida», se marchó a bailar. Como las dos hermanas de Isabella tenían también pareja, Catherine quedó con la única compañía de las dos señoras mayores. No podía por menos de molestarle el que Mr. Thorpe no se hubiera presentado a reclamar un baile solicitado con tanta antelación, y, aparte esto, le mortificaba el verse privada de bailar y obligada por ello a representar el mismo papel que otras jóvenes que aún no habían encontrado quien se dignara acercarse a ellas. Pero es destino de toda heroína el verse en ocasión despreciada por el mundo, sufrir toda clase de difamaciones y calumnias y aun así conservar el corazón puro limpio de toda culpa. La fortaleza que revela en esas circunstancias es justamente lo que la dignifica y ennoblece. En tal difíciles momentos, Catherine dio también prueba de su fortaleza de espíritu al no permitir que sus labios surgiese la más leve queja.

De tan humillante situación vino a salvarla diez minutos más tarde la inesperada visión de Mr. Tilney, el ingrato pasó muy cerca de ella; pero iba tan ocupado charlando con una elegante y bella mujer que se apoyaba en su brazo, que no reparó en Catherine ni apreciar, por lo tanto, la sonrisa y el rubor que en el rostro de ella había provocado su inesperada presencia. Catherine lo encontró tan distinguido como la primera vez que le habló, y supuso, desde luego, que aquella señora sería hermana suya, con lo que inconscientemente desaprovechó una nueva ocasión de mostrarse digna del nombre de heroína conservando su presencia de espíritu aun en el difícil trance de ver al amado pendiente de las palabras de otra mujer. Ni siquiera se le ocurrió transformar su sentimiento por Mr. Tilney en amor imposible suponiéndolo casado. Dejándose guiar por su sencilla imaginación, dio por sentado que no debía de estar comprometido quien se había dirigido a ella en forma tan distinta de como solían hacerlo otros hombres casados que ella conocía. De estarlo, habría mencionado alguna vez a su esposa, tal como había hecho respecto a su hermana. Tal convencimiento, desde luego, la indujo a creer que aquella dama no era otra que Miss Tilney, evitándose con ello que, presa de gran agitación y desempeñando fielmente su papel, cayera desvanecida sobre el amplio seno de Mrs. Allen, en lugar de permanecer, como hizo, erguida y en perfecto uso de sus facultades, sin dar más prueba de la emoción que la embargaba que un ligero rubor en las mejillas.

Mr. Tilney y su pareja se aproximaron lentamente, precedidos por una señora que resultó ser conocida de Mrs. Thorpe, y tras detenerse aquélla a saludar a la madre de Isabella, la pareja hizo otro tanto, momento en que Mr. Tilney saludó a Catherine con una amable sonrisa. La muchacha correspondió el gesto con infinito placer y entonces él, avanzando más aún, habló con ella y con Mrs. Allen, quien le contestó muy cortésmente.

—Me alegra verlo de nuevo en Bath; temíamos que hubiera abandonado definitivamente el balneario.

El joven agradeció aquel cumplido y le informó de que se había «visto obligado» a ausentarse de Bath algunas horas después de haber tenido el placer de conocerlas.

—Estoy segura de que no lamentará el haber regresado, pues no hay mejor lugar que éste, y no sólo gente joven, sino para todo el mundo. Cuando mi marido se queja de que prolongamos demasiado nuestra estancia aquí, le digo que hace mal en lamentarse, pues en esta época del año el lugar donde vivimos es de lo mas aburrido, y, al fin y al cabo, supone una suerte mejor poder recobrar la salud en una población donde es posible distraerse tanto.

—Sólo resta, señora, que la gratitud de verse aliviado haga que Mr. Tilney le tome afición al balneario.

—Muchas gracias, caballero, y estoy segura de que así será. Figúrese que el invierno pasado un vecino nuestro, el doctor Skinner, estuvo aquí por padecer problemas de salud y regresó completamente restablecido y hasta con unos kilos de más.

—Pues imagino que su ejemplo debe servirles de aliciente.

—Sí, señor; pero el caso es que el doctor Skinner y su familia permanecieron aquí por espacio de tres meses, lo cual demuestra, como le digo yo a mi marido, que no debemos tener prisa en marcharnos.

Tan grata conversación se vio interrumpida por Mrs. Thorpe, quien les rogó que dejasen lugar para que se sentasen junto a ellas Mrs. Hughes y Miss Tilney, que habían manifestado deseos de incorporarse al grupo. Así hicieron, y al cabo de unos momentos de silencio Mr. Tilney propuso a Catherine que bailaran.

La muchacha lamentó profundamente no poder aceptar tan grata invitación, y de haber reparado en Mr. Thorpe, que en aquel preciso instante se acercaba a reclamar su baile, le habría parecido exagerado y mortificante el que su pareja se mostrase pesarosa de comprometida.

La indiferencia con que Mr. Thorpe disculpó su ausencia y retraso aumentaron hasta tal punto el mal humor de Catherine, que ésta ni siquiera fingió prestar atención a lo que aquél le contaba, y que estaba relacionado, principalmente, con los caballos y perros que poseía un amigo a quien acababa de ver y de un proyectado intercambio de cachorros; todo lo cual interesó tan poco a Catherine que no podía evitar dirigir una y otra vez la mirada hacia el lado del salón donde había quedado Mr. Tilney.

De la amiga entrañable con quien tanto deseaba hablar del joven no había vuelto a saber nada; sin duda estaría bailando en un cuadro distinto. Catherine y su pareja se vieron obligados a entrar en uno compuesto por personas a quienes no conocían, deduciendo la muchacha de tanta contrariedad que el hecho de tener un baile comprometido de antemano no siempre es motivo de mayor dignidad y placer. De tan sabias reflexiones vino a sacarla Mrs. Hughes, que, tocándola en el hombro y seguida muy de cerca por Miss Tilney, le dijo:

—Perdone usted, Miss Morland, que me tome esta libertad, pero no conseguimos encontrar a Miss Thorpe, y su madre me ha dicho que usted no tendría inconveniente en permitir que esta señorita bailase en el mismo cuadro que ustedes.

Mrs. Hughes no habría podido dirigir sus ruegos a persona alguna más dispuesta a complacerla. Ambas muchachas fueron presentadas, y en tanto Miss Tilney expresaba su agradecimiento a Catherine, ésta, con la delicadeza propia de todo corazón generoso, procuraba restar importancia a su acción. Mrs. Hughes, libre ya de la obligación de ocuparse de su bella acompañante, volvió de nuevo al lado de las otras señoras.

Miss Tilney poseía un rostro de facciones agradables y una bonita figura, y si bien carecía de la arrogante belleza de Isabella, resultaba, en cambio, más distinguida que ésta. Sus modales eran refinados y su comportamiento ni excesivamente tímido ni afectadamente fresco, con lo cual resultaba alegre, bonita y atractiva como para llamar la atención de cuantos hombres la miraban sin necesidad de hacer vehementes demostraciones de contrariedad o de placer cada vez que se presentaba ocasión de manifestar cualquiera de estos sentimientos, Catherine, que se mostró sumamente interesada en la joven por su parecido con Mr. Tilney y el parentesco que la unía a éste, trató de fomentar aquel conocimiento hablando con animación apenas encontraba algo que decir y la oportunidad de decirlo. Puesto que ambas circunstancias no se daban, hubieron de contentarse con una conversación banal, limitada a mutuas preguntas acerca de su estancia en Bath, a dedicar frases elogiosas a los monumentos de la población y a la belleza de los alrededores y a indagar sobre los gustos pictóricos, musicales y ecuestres de ambas.

Apenas hubo terminado la pieza, Catherine sintió que alguien le oprimía el brazo; se volvió y comprobó que se trataba de la fiel Isabella, quien con gran regocijo exclamó:

—¡Por fin te encuentro, querida Catherine! Hace hora y media que te busco. ¿Cómo se os ha ocurrido bailar en este cuadro sabiendo que yo estaba en el otro, no sabes cuánto deseaba encontrarme cerca de ti.

—Mi querida Isabella —repuso Catherine—, ¿cómo querías que me reuniese contigo si no tenía ni idea dónde estabas?

—Lo mismo le dije a tu hermano, pero no quiso hacerme caso. «Vaya usted a buscarla, Mr. Morland», le pedí, y él sin querer complacerme. ¿No es cierto, Mr. Morland? Pero los hombres son tan holgazanes... advierto que he estado riñéndolo todo el tiempo; ya sabes que en ciertos casos suelo prescindir de toda etiqueta.

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