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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock

 

¿Qué sucedería si la ficción se hiciera realidad y el detective más famoso de la literatura fuera la clave para resolver un misterio? Ahora el enigma se plantea de verdad.

Es el verano del 2009 cuando Sergio Olmos, escritor experto en Sherlock Holmes, se ve inmerso en un terrible misterio: un resucitado Jack el Destripador comienza a sembrar el terror entre las mujeres inmigrantes de su ciudad y lo elige a él como interlocutor. Previamente a cometer los crímenes, el asesino lo reta a través del envío de cinco hojas de violeta acompañadas de enigmáticos mensajes en relación a los textos de las novelas de Conan Doyle sobre el ingenioso detective Holmes.

Sergio se reunirá con algunos antiguos amigos de la universidad con los que formaba el «Círculo Sherlock», un club dedicado exclusivamente a las historias del detective. Así, junto a los demás integrantes, irá descifrando los enigmas que el asesino le plantea.

En estrecha colaboración con la policía y la prensa, y no sin contratiempos, Sergio intentará superar el reto de desenmascarar a este nuevo destripador, con resultados un tanto imprevistos y desconcertantes.

Mariano F. Urresti

Las violetas del Círculo Sherlock

ePUB v1.0

Crubiera
03.02.13

Título original:
Las violetas del Círculo Sherlock

Mariano F. Urresti, 2012.

Diseño portada: Suma de letras

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.1

«La vida es una serie de lecciones, y las más importantes vienen al final».

SHERLOCK HOLMES
, en «La aventura del Círculo Rojo»

«Si eliminamos lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdad».

SHERLOCK HOLMES
, en «El signo de los cuatro»

«¿Ha visto al “demonio”? Si no es así, pague un penique y entre»
[1]
.

LAS VIOLETAS DEL CÍRCULO SHERLOCK

PARTE

1

1

Cuckmere Haven, Sussex (Inglaterra)

24 de agosto de 2009

S
ergio Olmos miró por la ventana una vez más. No se cansaba de hacerlo. Le devolvió la mirada una de las ovejas que pastaban con absoluta indiferencia en la pradera que se extendía hasta los acantilados. El animal rumiaba satisfecho, lejos de los pensamientos del hombre que había alquilado aquella casita un mes antes y que no parecía tener otra preocupación que la de leer y escribir. Ocasionalmente, Sergio había emprendido durante aquel mes algún viaje breve a destinos de los cuales sus vecinas, las ovejas, carecían de toda información.

La casa estaba alejada unos kilómetros de Cuckmere Haven. Cuando pensó en instalarse en la zona, Sergio desestimó otras posibilidades hasta que encontró aquella preciosa casita desde cuyas ventanas podía contemplar la campiña. Más allá, se alzaban las imponentes formas de las Siete Hermanas, los acantilados a cuyos pies agonizaban las olas del canal de la Mancha antes de ser enterradas en sudario de espuma.

Nada más verla, alquiló la casa sin titubeos, y pronto la bautizó como El Refugio. La casa disponía de dos dormitorios y un cuarto de estar que no era demasiado grande, pero sí cómodo y suficiente para él. Dos grandes ventanales ofrecían una imagen impagable de los acantilados de tiza. Aquel pequeño salón contaba, además, con una chimenea que lo hacía más acogedor. Sobre la repisa de madera de la chimenea, Sergio solía clavar con un cuchillo la escasa correspondencia que recibía. Era uno de los homenajes que rendía al hombre por cuya causa estaba allí recluido. Había otros, pero solo un ojo experto podría advertirlos a primera vista, caso del nombre que había dado a la casa, o los títulos de algunos libros que poblaban la biblioteca. Allí dormitaban, por ejemplo,
El martirio del hombre
, de Windood Reade;
La logia invisible
, de Jean Paul Friedrich;
Reflexiones, sentencias y máximas morales
, de François La Rochefoucauld, y, naturalmente, la obra completa de Edgar Allan Poe, entre otros volúmenes.

Un visitante no iniciado imaginaría que acababa de entrar en la casa de un lector omnívoro, porque de ningún otro modo se podría definir mejor a alguien que tenía un ejemplar de
Fausto
colocado junto a
El manual práctico del apicultor
.

El resto de la casita apenas tenía interés. A los dos dormitorios se accedía a través de una estrecha escalera, pero solo una habitación precisaba la soledad monacal que Sergio se había impuesto a sí mismo. La otra se había convertido en su despacho. El doble acristalamiento de las ventanas lo aislaba del incesante lamento del mar. En la parte trasera de la casa bostezaba al sol del verano un solitario plátano.

Sergio Olmos tenía cuarenta y cinco años, rondaba el metro ochenta centímetros de altura, y las entradas cada vez más profundas entre su cabello castaño denunciaban mucho mejor de lo que estas palabras serían capaz de hacerlo que, lentamente, la juventud se alejaba de él. Había engordado un poco en los últimos años, pero su barbilla poderosa y su nariz levemente aguileña conferían a su rostro, pulcramente rasurado, una expresión resuelta y vigorosa. Sus ojos eran verdes, y en el fondo de los mismos se podía descubrir el brillo orgulloso del artista.

Al contrario que el hombre cuya vida lo había conducido hasta aquel rincón de la campiña inglesa, Sergio no fumaba. Y al contrario del hombre cuyas huellas trataba de rastrear, a Sergio sí le gustaba el campo.

Si hubiera sido posible ponerle a prueba con algún texto escrito en francés, alemán, inglés, e incluso en latín, hubiéramos comprobado que salía airoso del lance. Su capacidad para memorizar era, ciertamente, extraordinaria. Ese don suyo había sido una bendición durante sus años estudiantiles.

Sergio no era dado en modo alguno a recordar el pasado, y mucho menos a repasar sus escasas relaciones sociales en los años universitarios. Sin embargo, recluido en aquella casa del sur de Inglaterra con el propósito que hasta allí lo había llevado, los rostros de un grupo de personas con las que mantuvo una extraña selección durante su estancia en la Universidad Complutense de Madrid aparecían con nitidez en su memoria. Y, entre los rostros que emergían desde lo más oscuro de su memoria, adquiría un doloroso brillo el de Clara Estévez.

Sergio cerró los ojos con fuerza, y nunca sabremos si lo hizo para no dejar escapar el recuerdo de aquella mujer o para evitar que se instalara dentro de él. Respiró hondo y sus dedos largos tamborilearon sobre la mesa de su escritorio, que se mostraba literalmente invadido por indisciplinadas huestes de folios arrugados, recién salidos de la impresora conectada a su ordenador portátil y desestimados por Sergio al poco de haber leído su contenido. Ninguno de aquellos comienzos le parecía digno para el primer capítulo del libro que pretendía escribir.

Unas gaviotas atravesaron la parcela de cielo inglés que se advertía desde la ventana. En el horizonte, las velas de algunos barcos manchaban de blanco el fondo azul.

El escritor abrió los ojos y miró un recorte de prensa que había clavado con chinchetas de colores sobre un tablón de corcho colgado de la pared. La página de periódico mostraba la fotografía de una mujer atractiva que sonreía complacida en lo que parecía una fiesta. El titular explicaba la felicidad de la dama fotografiada:

CLARA ESTÉVEZ, GANADORA DEL PREMIO

DE OTOÑO DE NOVELA

Sergio había leído aquel recorte de prensa mil veces desde que estaba en aquel extraño retiro. Curiosamente, aquel premio literario había sido fallado exactamente el mismo día en que Sergio se instaló en aquella casita de la costa inglesa.

Los ojos verdes de Sergio regresaron sin poder evitarlo a la fotografía del periódico. Junto a Clara Estévez se encontraban varias personas que parecían compartir con ella su felicidad, en especial un hombre bien parecido que la estrechaba por la cintura, posando para el fotógrafo visiblemente orgulloso.

Sergio miró a aquellos personajes con una mezcla de nostalgia y rencor. Sus labios parecieron temblar antes de que unas palabras salieran de su boca, arrugadas, tímidas, como si temiera que alguien que no fuera alguna oveja o alguna gaviota pudiera escucharlas en aquella soledad que se había concedido a sí mismo:

—¡El Círculo Sherlock!

2

En una ciudad del norte de España

24 de agosto de 2009

L
a Casa del Pan, se leía en el cartel de la entrada.

Frente a la iglesia de la Anunciación, una construcción neogótica que se había convertido en el mojón que separaba el barrio norte del centro de la ciudad, la parroquia había puesto en marcha un proyecto social tan ambicioso como polémico. Pero no era la primera vez que la comunidad parroquial decidía convertir el mensaje evangélico en una acción social directa. Muchos años antes, la parroquia se había alineado junto a los movimientos obreros más reivindicativos, participando en manifestaciones y viéndose inmersa en cargas policiales. Y ahora, cuando el barrio se había superpoblado de inmigrantes de las más variadas procedencias, había creído que era su obligación procurar su integración, además de dar de comer al hambriento. El problema residía en que había muchos hambrientos, y muchos parroquianos que consideraban que el pan debía repartirse primero entre los de casa antes que entre los forasteros.

—Ni te imaginas cómo era esta zona cuando yo era un chaval —dijo don Luis, un cura barrigón y de mirada recelosa—. ¿Quién me iba a decir a mí, que no quise ir a las misiones, que las misiones vendrían a mí?

—Exagera usted, padre —respondió Baldomero, sazonando sus palabras con una de sus habituales sonrisas limpias—. En cuanto a esta zona, le diré que he visto muchas fotografías, y ya sé que aquí y allá no había más que prados y cuatro casas dispersas. Pero el mundo cambia, padre —añadió, mirando a la cola de inmigrantes que, como cada día, se iba formando en busca de un plato caliente—. Y Cristo estaría con ellos si estuviera aquí.

—No manosee el nombre de Cristo, se lo ruego —bramó don Luis, antes de alejarse rumiando sus reproches contra Baldomero.

Ajenos a la enésima discusión entre los dos párrocos, los voluntarios que cocinaban y servían el centenar de comidas que a diario repartía la Casa del Pan siguieron con su tarea. Solo Cristina Pardo había advertido el malhumor con el que el viejo sacerdote abandonó el local.

—¿Otra discusión? —dijo la muchacha a Baldomero.

—Dios aprieta, pero no ahoga —respondió el joven sacerdote.

—Pues a veces no estoy yo tan segura —replicó Cristina—. Solo tienes que mirarlos.

Los dos contemplaron la larga fila que formaban los hombres y las mujeres que habían acudido al comedor social. Tampoco aquel día habría para todos. El presupuesto con el que contaba la Casa del Pan solo permitía dar cien comidas al día, por lo que cada vez el número de personas que se quedaban sin comer era mayor.

—¿Has intentado hablar de nuevo con el concejal? —preguntó Cristina.

—Sí, y con el alcalde también. —Baldomero movió negativamente la cabeza—. Pero ahora todo el mundo está más pendiente de las elecciones que de esta gente. Y también lo he intentado con los bancos, y con la Cámara de Comercio e Industria, pero no he obtenido más que promesas, y lo que necesitamos es dinero.

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