La causa del primer accidente fue la tentativa de separar una estrella de su curso natural y enviarla en un viaje intergaláctico. El intercambio telepático con la más cercana de las otras galaxias era bastante accesible, pero, como ya he dicho, se decidió que el intercambio físico de mundos podía favorecer extraordinariamente la cooperación y el entendimiento mutuos. Se hicieron planes por lo tanto para proyectar varias estrellas con sus correspondientes sistemas de mundos a través del vasto océano de espacio que separaba dos flotantes islas de civilización. El viaje, por supuesto, sería miles de veces más largo que todo lo intentado hasta entonces. Cuando llegara a su fin, muchas estrellas de las dos galaxias, habrían dejado de brillar, y ya se advertirían signos del fin de la vida cósmica. Sin embargo, se pensó que la empresa de unir galaxias en todo el cosmos estaba perfectamente justificada por el acrecentamiento de mutuos conocimientos que se produciría en las galaxias en la fase última y más difícil de la vida cósmica.
Luego de experimentos y cálculos prodigiosos se hizo el primer ensayo de viaje intergaláctico. Cierta estrella, desprovista de planetas, fue empleada como receptáculo de energía, normal y subatómica. Por medio de ingeniosos dispositivos, que mi mente no alcanzó a comprender, esta acumulación de energía fue dirigida a una estrella con planetas, con el propósito de ir desviando poco a poco su curso, orientándola hacia la otra galaxia. La tarea de asegurar que los planetas conservasen sus órbitas durante esta operación, y durante la subsiguiente aceleración del sol, fue muy delicada, pero se llevó a cabo sin destruir más de una docena de mundos. Lamentablemente, cuando la estrella ya apuntaba a su meta, y comenzaba a ganar velocidad, estalló transformándose en una esfera de material incandescente que se expandió con increíble velocidad destruyendo todos los planetas. Luego se apagó lentamente.
En la historia de la galaxia el repentino estallido de una estrella había sido un acontecimiento bastante común. Se sabía que el impacto de un cuerpo errante, o algún factor en la evolución propia de la estrella, podían provocar una explosión subatómica en las capas superiores del astro. En ambos casos la sociedad galáctica podía predecir el acontecimiento con notable precisión, y tomar las medidas necesarias para apartar al cuerpo intruso o alejar del peligro al amenazado sistema de mundos. Pero este desastre particular fue totalmente imprevisible. No se le encontraba ninguna causa. Infringía las leyes físicas establecidas.
Mientras la sociedad de mundos trataba de entender qué había ocurrido, estalló otra estrella, el sol de uno de los principales sistemas de mundos. Se había intentado recientemente aumentar el poder de sus radiaciones, y se atribuyó el desastre a estos experimentos. Al cabo de un tiempo estallaron sucesivamente otras varias estrellas, que destruyeron todos sus mundos. En varios casos se había intentado hacía poco alterar el curso de la estrella o aprovechar su almacenada energía.
El fenómeno se hizo más frecuente. Sistemas tras sistemas de mundos fueron siendo destruidos. Se había abandonado ya toda tentativa de alterar la vida de las estrellas, en cualquier aspecto, sin embargo, la epidemia de «novas» continuaba, y aumentaba. En todos los casos la estrella era un sol con un sistema planetario.
La fase «nova» normal, la explosión causada no por un choque sino por fuerzas internas ocurría solamente en la juventud o en la temprana madurez del astro, y casi nunca más de una vez. En esta última etapa de la galaxia la mayor parte de las estrellas ya habían dejado atrás la edad de la «nova» natural. Parecía posible por lo tanto alejar sistemas completos de mundos de las peligrosas estrellas jóvenes y ponerlos en órbita alrededor de las luminarias más viejas. Esta operación se llevó a cabo varias veces, aunque consumiendo enormes cantidades de energía. Se elaboraron planes emigratorios verdaderamente heroicos para transformar toda la sociedad galáctica, y hasta se decidió recurrir a la eutanasia del exceso de población destruyendo los mundos que no pudieran acomodarse a estos planes.
Mientras se realizaban tales operaciones comenzaron a ocurrir nuevos desastres. Estrellas que ya habían estallado, estallaron de nuevo, y al mismo tiempo sobrevinieron catástrofes de un nuevo tipo. En estrellas muy viejas, que ya habían dejado atrás hacía tiempo el período de posibles explosiones, hubo fenómenos muy raros. Un hilo de sustancia incandescente brotaba de pronto de la fotosfera, y de este modo, a medida que la estrella giraba, el hilo barría el espacio como una cola. A veces este ardiente tentáculo calcinaba la superficie de los planetas, destruyendo toda vida. Otras, cuando el tentáculo no giraba en el plano de las órbitas planetarias, se salvaban algunos planetas. Pero en muchos casos en que la destrucción no era inmediata el tentáculo parecía buscar el plano planetario y destruía el resto de los mundos.
Pronto fue evidente que si no se dominaba esta actividad estelar, la civilización sería diezmada y en toda la galaxia no quedaría un solo ser vivo. Los conocimientos astronómicos no daban ninguna solución. La teoría de la evolución estelar había parecido perfecta hasta entonces, pero no podía explicar estos raros acontecimientos.
Mientras tanto la sociedad de los mundos emprendió la tarea de hacer estallar artificialmente todas las estrellas que no habían pasado espontáneamente por la fase «nova». Se esperaba, de este modo, darles una cierta estabilidad, y utilizarlas luego otra vez como soles. Pero cuando se descubrió que todas las estrellas eran igualmente peligrosas, se abandonaron estos experimentos. En cambio se procuró que las estrellas apagadas proporcionaran de algún modo la radiación necesaria a la vida. Una controlada desintegración atómica las transformaría en soles adecuados, al menos por un tiempo. Lamentablemente, la epidemia de las protuberancias ardientes crecía con rapidez. Sistema a sistema los mundos vivientes fueron desapareciendo. Se investigó desesperadamente y al fin se descubrió un método para alejar el ardiente tentáculo del plano de la eclíptica. Esta técnica no era muy segura. Además, cuando tenía éxito, el sol proyectaba tarde o temprano otro filamento.
El estado de la galaxia cambió así muy rápidamente. Hasta entonces la energía estelar había llegado a los mundos en cantidades incalculables; ahora esta energía era como la lluvia de una nube de tormenta. Aunque unas pocas explosiones no afectaban seriamente el vigor del astro, la repetición de las mismas era cada vez más debilitante. Muchas estrellas jóvenes llegaban muy pronto a un estado de decrepitud. La gran mayoría de la población estelar había superado ya su madurez; muchos astros no eran más que carbones ardientes o cenizas apagadas. El número de mundos inteligentes se había reducido también de modo notable, pues a pesar de todos los ingeniosos métodos de defensa había aún muchas víctimas. Esta reducción de la población de los mundos era más grave a causa de la elevada organización que había alcanzado la sociedad galáctica. En muchos sentidos más que una sociedad era un cerebro. El desastre había destruido casi totalmente ciertos importantes «centros cerebrales», reduciendo visiblemente la vitalidad general. Incluso había afectado al intercambio telepático entre los distintos sistemas de mundos, que estaban obligados a concentrarse en sus urgentes problemas físicos, tratando de defenderse de algún modo de los ataques de su propio sol. La mente comunal de la sociedad de los mundos había dejado de operar.
La actitud emocional de estos mundos había cambiado también. El fervor por establecer la utopía cósmica había desaparecido, y con él el fervor por contemplar la aventura del espíritu mediante un mayor conocimiento y una mayor capacidad creadora. Ahora la exterminación parecía inevitable en un tiempo más o menos breve, y crecía la voluntad de ir al encuentro del destino con una paz religiosa. El deseo de alcanzar la lejana meta cósmica, que había sido al principio el motivo supremo de todos los mundos despiertos, parecía ahora extravagante, y aun impío. No se entendía cómo aquellas pequeñas criaturas, los mundos despiertos, podían llegar a tener conocimiento de la totalidad del cosmos, y menos de lo divino. Se contentarían con desempeñar su papel en el drama, y apreciar su propio y trágico fin con un desprendimiento y un contentamiento supremos.
Este ánimo de exaltada resignación, apropiado para enfrentar el inevitable desastre, pronto cambió bajo la influencia de un nuevo descubrimiento. En algunos mundos se sospechaba desde hacía tiempo que la irregular actividad de las estrellas no era meramente automática, y que tenía un propósito. Se decía, en fin, que las estrellas eran seres vivos, y estaban tratando de librarse a sí mismas de la peste de los planetas. Esta teoría había parecido al principio demasiado fantástica, pero se hizo cada vez más evidente que la destrucción del sistema planetario de la estrella era el fin que determinaba la duración de aquella irregular actividad. Por supuesto, era también posible que de algún modo inexplicable, pero meramente mecánico, la presencia de muchas órbitas planetarias provocara la explosión, o el nacimiento del miembro ardiente. La astrofísica no entendía, sin embargo, que mecanismo podía provocar ese resultado.
La investigación telepática fue reiniciada entonces, para probar la teoría de la conciencia estelar, y para ponerse en comunicación —si era posible— con las estrellas inteligentes. Esta tentativa fue al principio completamente estéril. Los mundos no podían saber qué método era el más apropiado para acercarse a mentes que, si realmente existían, tenían que ser inconcebiblemente extrañas. Parecía demasiado probable que ningún factor en la mentalidad de los mundos inteligentes fuese suficientemente similar a la mentalidad estelar como para servir de medio de contacto. Aunque los mundos recurrían a todo el poder de su imaginación, aunque exploraron, por así decirlo, todas las galerías y pasajes subterráneos de su propia mentalidad, llamando esperanzadamente, no recibieron ninguna respuesta. La teoría de la conciencia estelar comenzó a parecer increíble. Una vez más los mundos buscaron el consuelo, si no la alegría, de la aceptación.
Sin embargo, unos pocos mundos que se habían especializado en técnicas psicológicas persistieron en sus investigaciones, pensando que aunque sólo ellos pudieran comunicarse con las estrellas, se alcanzaría algún grado de mutuo entendimiento y concordia entre los dos órdenes de mentes galácticas.
Al fin el deseado contacto con las mentes estelares se efectuó un día, en parte gracias a la mediación de otra galaxia donde los mundos y las estrellas estaban ya reconociéndose mutuamente.
Aun para las mentes de los mundos totalmente despiertos la mentalidad estelar era demasiado extraña, inconcebible. Yo, individuo humano, no alcanzo a comprender ahora ninguna de sus características más distintivas. Sin embargo, trataré de resumir sus más simples aspectos, esenciales para mi historia. Los mundos inteligentes establecieron el primer contacto con las estrellas en los planos más altos de la experiencia estelar, pero no seguiré el orden cronológico de estos descubrimientos. En cambio, comenzaré describiendo aspectos de la naturaleza estelar que fueron descubiertos sólo después de haberse logrado una intercomunicación estable. El lector podrá concebir más fácilmente la vida mental de las estrellas luego de haberse familiarizado con los conceptos de la biología y la fisiología estelares.
L
as estrellas pueden considerarse en verdad organismos vivos, pero —fisiológica y psicológicamente— de una especie muy peculiar. Las capas superiores y medias de una estrella madura están formadas, en apariencia, por corrientes entretejidas de gases incandescentes. Estos «tejidos» gaseosos viven y mantienen la conciencia estelar interceptando parte de la inmensa energía que brota del centro congestionado y furiosamente activo de la estrella. Las capas vitales interiores son en cambio algo así como un aparato digestivo que transmuta la radiación en materias necesarias a la vida de la estrella. La capa coordinadora que envuelve este área digestiva podría ser considerada el cerebro del astro. Las capas más exteriores, incluso la corona, responden a los más débiles estímulos del ambiente cósmico de la estrella, a la luz de las estrellas vecinas, a los rayos cósmicos, al impacto de los meteoros, a las tensiones creadas por la influencia gravitatoria de los planetas y los otros astros. Estas influencias no podrían, por supuesto, producir ninguna impresión clara si no interviniese un raro tejido de órganos sensorios gaseosos que miden la cualidad y dirección de las influencias transmitiendo la información a la capa «cerebral».
La experiencia sensible de una estrella, aunque extraña a nosotros, nos pareció bastante inteligible. No nos fue extremadamente difícil compartir telepáticamente la percepción estelar de las nuevas titilaciones, los roces, las atracciones y las luces del ambiente galáctico. Era raro que aunque el propio cuerpo de la estrella resplandeciese extremadamente, esto no afectaba en absoluto sus propios órganos. La estrella sólo veía la luz débil de las otras estrellas. De este modo percibía las luminosas constelaciones del cielo, que no se aparecía como oscuridad absoluta, sino inundada por el color de los rayos cósmicos, inconcebible para nosotros los humanos. Los colores con que eran vistas las estrellas mismas dependían de la especie y la edad.
Pero aunque la percepción de las estrellas fuese para nosotros bastante inteligible, nada entendimos en un principio de los móviles de la vida estelar. Tuvimos que acostumbrarnos a un modo enteramente nuevo de considerar los acontecimientos físicos. Pues la actividad motora normal de las estrellas no parecía ser otra cosa que los movimientos físicos
normales
estudiados por nuestros hombres de ciencia, movimientos que estaban relacionados con otras estrellas y con la totalidad de la Galaxia. Las estrellas han de tener en verdad una conciencia vaga de la influencia gravitatoria de toda la Galaxia, y más precisamente de la «atracción» de los astros vecinos, aunque estas influencias, por supuesto, son demasiado pequeñas para que puedan ser detectadas por instrumentos humanos. La estrella responde con movimientos voluntarios, que para los astrónomos de los minúsculos mundos inteligentes son puramente mecánicos, y siente, indiscutible y justamente, que este movimiento es la libre expresión de su propia naturaleza psicológica. Tal fue al menos la casi increíble conclusión a que nos llevaron las investigaciones realizadas por la sociedad galáctica.