Mientras nos esforzábamos por ver más claramente la textura de esta luminosa y nacarada maravilla, descubrimos que nuestra nueva visión, aun cuando abarcaba toda la Galaxia y otras galaxias distantes, percibía cada una de las estrellas como un disco diminuto independiente, tan separado de su vecino más próximo como un corcho que flota en el océano Antártico puede estar separado de un corcho que flota en el océano Ártico. Así, a pesar de la nublada y opalescente belleza de su forma total, la galaxia se nos aparecía como un vacío tachonado de muy apartados centelleos.
Observando las estrellas desde más cerca, vimos que mientras fluían en grupos como cardúmenes de peces, a veces sus corrientes se interpenetraban. Nos pareció que las estrellas de las diferentes corrientes, entrecruzando sus caminos, se impulsaban unas a otras, moviéndose en largas parábolas mientras atravesaban distintas esferas de influencia. Así, a pesar de la distancia que las separaba, las estrellas parecían a menudo diminutas criaturas vivientes que tenían conciencia unas de otras. A veces sus caminos se cruzaban en curvas hiperbólicas, o, más raramente, se unían y formaban estrellas binarias.
Tan rápidamente pasaba el tiempo ante nosotros que los eones eran momentos. Habíamos visto cómo el tejido nebuloso se condensaba en las primeras estrellas, unas gigantes rojas, aunque desde nuestro punto de observación parecían inconcebiblemente diminutas. Un sorprendente número de estrellas, a causa quizá de la fuerza centrífuga de sus movimientos de rotación, estallaban formando binarias, de modo que, cada vez más, el cielo se poblaba con estos pares danzantes. Mientras tanto las estrellas gigantes disminuían de tamaño y se hacían más luminosas. Pasaban del rojo al amarillo, y luego a un blanco y a un azul resplandecientes. Mientras otras jóvenes gigantes se condensaban a su alrededor, se encogían todavía más, y tomaban de nuevo un color amarillo y rojo de brasa. Al fin las estrellas más viejas se extinguieron una a una como chispas de un incendio. La incidencia de esta mortalidad fue aumentando, lenta pero regularmente. A veces una nova ardía con un brillo muy superior al de sus miríadas de vecinas, y se apagaba. Aquí y allá alguna estrella variable latía con inconcebible rapidez. De cuando en cuando veíamos que una binaria y una tercera estrella se acercaban tanto que una u otra del grupo extendía un filamento hacia su compañera. Con un esfuerzo de nuestra visión sobrenatural veíamos cómo estos filamentos se quebraban y se condensaban en planetas. Y el tamaño infinitesimal y la rareza de estas semillas de vida nos sobrecogían.
Pero las estrellas mismas daban una irresistible impresión de vitalidad. Era raro que los movimientos de estas cosas meramente físicas, estas simples bolas de fuego, que giraban y viajaban de acuerdo con las leyes de sus minúsculas partículas, pareciesen tan vitales, tan indagatorias. Pero toda la Galaxia en realidad parecía tan vital, tan semejante a un organismo, con sus delicadas líneas de corrientes de estrellas, como las líneas del interior de una célula viva, y de brazos extendidos, casi como órganos del tacto, y con un núcleo de luz. Esta vasta y hermosa criatura estaba seguramente viva, debía de tener una experiencia inteligente de sí misma y de otros seres.
Sentimos que estos desordenados pensamientos nos arrastraban y dominamos nuestra fantasía, recordando que sólo en esas raras semillas llamadas planetas podía engendrarse la vida, y que todas aquellas joyas en movimiento no eran sino un fuego que se consumía a sí mismo.
Con creciente afecto y nostalgia volvimos nuestra atención más cuidadosamente hacia los sutiles remolinos de llamas que se condensaban en los primeros gérmenes de planetas: gotas fundidas al principio que giraban y latían, sobre las que crecía luego una costra pétrea, y una película de agua, y una envoltura de aire. Nuestra vista penetrante observó que en sus aguas profundas fermentaba la vida, que pronto invadió los océanos y continentes. Unos pocos de estos mundos tempranos despertaron a una inteligencia de nivel humano, y muy pronto sus criaturas pisaban el umbral de la lucha por el espíritu, de la que pocos salían victoriosos.
Mientras tanto, nuevos nacimientos planetarios, raros entre las estrellas, y que sumaban sin embargo miles y miles, engendraban nuevos mundos y nuevas biografías. Vimos la Otra Tierra, con sus glorias y miserias recurrentes, y su fracaso final. Vimos los otros mundos humanoides, los equinodermos, los centaurianos, y los otros. Vimos al hombre en su pequeña tierra que pasaba por muchas fases alternadas de torpeza y lucidez y caía de nuevo en la abyección. De época en época su forma corporal cambiaba como una nube. Observamos su desesperada lucha con los invasores marcianos, y luego, tras un momento que incluía otras edades de oscuridad y de luz, vimos que el temor a la caída de la luna lo llevaba al inhospitalario planeta Venus. Más tarde, luego de un eón que era sólo un suspiro en la vida del cosmos, huyó a Neptuno perseguido por la explosión del Sol, y allí se hundió otra vez en la mera animalidad durante muchos eones. Pero al fin ascendió una vez más y alcanzó su más fina inteligencia, sólo para ser quemado por una irresistible catástrofe como una polilla en una llama.
Toda esta historia humana, apasionada y trágica para sus criaturas, no parecía en la vida de la Galaxia sino un esfuerzo minúsculo, estéril e insignificante, que duraba sólo unos momentos. Cuando se desvaneció del todo, la multitud de sistemas planetarios seguía viviendo, con algunas víctimas ocasionales, y algún nuevo nacimiento planetario, aquí y allá entre las estrellas, y algún desastre nuevo.
Antes y después de la perturbada vida del hombre vimos otras razas humanoides que se alzaban en veintenas y centenares, y de las que sólo unas pocas estaban destinadas a superar el más alto nivel espiritual del hombre, a desempeñar un papel en la comunidad galáctica de mundos. Así vimos pequeños planetas semejantes a la Tierra, diseminados en la vasta corriente de astros, y que trataban de dominar esos problemas sociales y espirituales que está confrontando por vez primera el hombre de nuestra era. De modo similar vimos de nuevo muchas otras razas, nautiloides, submarinas, avianas, compuestas, y aun simbióticas, y otras más raras como los seres plantas. Y de cada clase sólo unos pocos, o ninguno, lograban alcanzar el estado de utopía y tomar parte en la gran empresa comunal de mundos. El resto quedaba en el camino.
Desde nuestra remota mira vimos en una de las aisladas subgalaxias el triunfo de los simbióticos. Aquí al fin había un verdadero germen de comunidad de mundos. Las estrellas de islas universos se fueron rodeando de guirnaldas de perlas vivientes, hasta que toda la Galaxia estuvo animada por mundos. Entre tanto, en el sistema principal apareció la contagiosa y flagrante demencia del imperio que ya habíamos observado en detalle. Pero lo que nos había parecido antes una guerra de titanes, donde grandes mundos maniobraban en el espacio con inconcebible rapidez, destruyéndose mutuamente en sucesivos holocaustos, era ahora los bruscos movimientos de unas pocas chispas microscópicas, unos pocos animálculos luminosos, rodeados por indiferentes miríadas de estrellas.
Al fin, sin embargo, vimos que una estrella ardía y destruía sus planetas. Los imperios habían destruido algo más noble que ellos mismos. Hubo un segundo crimen, y un tercero. Luego, bajo la influencia de la subgalaxia, la locura imperial cedió, y el imperio se deshizo. Y pronto nuestra fatigada atención fue arrastrada por el irresistible advenimiento de la utopía, que invadió la Galaxia. Esto se nos hizo visible principalmente como un creciente aumento de los planetas artificiales. Las estrellas florecieron una tras otra con apretadas órbitas de estas joyas vitales, estos capullos preñados de espíritu. Constelación tras constelación, toda la Galaxia vivió con miríadas de mundos. Cada uno de estos mundos, poblado con su única y multitudinaria raza de sensibles inteligencias individuales, era en sí mismo algo vivo, poseído por un espíritu común. Y cada uno de los sistemas de muchas órbitas populosas era en sí mismo un ser comunal. Y toda la Galaxia, unida por una red telepática era un solo ser ardiente, una inteligencia única, el espíritu común, el «yo» de todos sus innumerables, diversos y efímeros individuos.
Toda esta vasta comunidad miraba ahora más allá de sí misma, hacia las otras galaxias. Resuelta a proseguir la aventura de la vida y del espíritu en la más amplia de todas las esferas, la esfera cósmica, estaba en constante comunicación telepática con sus semejantes, y al mismo tiempo concebía toda suerte de raras ambiciones prácticas, comenzando a aprovechar la energía de sus propias estrellas en una escala hasta entonces inimaginada. No sólo cada Sistema Solar estaba ahora rodeado por un cendal de trampas de luz que concentraban la dispersa energía solar para algún fin práctico, de modo que la luz de la Galaxia parecía velada, sino que también muchos astros, poco adecuados para ser soles, eran desintegrados y utilizados como prodigiosos almacenes de energía subatómica.
De pronto nuestra atención fue atraída por un acontecimiento que aun a esta distancia era visiblemente incompatible con el estado utópico. Una estrella rodeada de planetas estalló destruyendo todos sus anillos de mundos, y se hundió luego en las sombras. Luego en otra región de la Galaxia, y en otra y en otra, ocurrió lo mismo.
Para averiguar la causa de estos sorprendentes desastres, nos dispersamos otra vez, por un acto de la voluntad, y volvimos a nuestros puestos de los distintos mundos.
L
a Sociedad Galáctica de los Mundos había perfeccionado su comunicación con otras galaxias. El medio más simple de contacto era telepático; pero parecía también deseable cruzar físicamente el vasto vacío que separaba esta Galaxia de la próxima. En la tentativa de emprender estos viajes la sociedad de mundos provocó la epidemia de la explosión de estrellas.
Antes de describir esta serie de desastres diré algo de la condición de las otras galaxias tal como las conocimos a través de la experiencia de nuestra propia Galaxia.
La exploración telepática había revelado hacía tiempo que por lo menos en algunas de las otras galaxias había mundos inteligentes. Y ahora, luego de prolongados experimentos, los mundos de nuestra Galaxia, que habían trabajado para tal fin como una sola mente galáctica, tenían un conocimiento mucho más minucioso del cosmos como totalidad. Esto había sido difícil a causa de un imprevisible espíritu de parroquia que se había descubierto en la actitud mental de las otras galaxias. En la constitución biológica y física básica de las galaxias las diferencias no eran notables. En cada una había una diversidad de razas del mismo tipo general que las nuestras. Pero en el plano cultural las distintas tendencias de desarrollo en cada una de las sociedades galácticas habían producido importantes idiosincrasias mentales, a menudo tan hondas como poco deseables. De modo que al principio los contactos entre las galaxias desarrolladas fueron muy dificultosos. Nuestra propia cultura galáctica había sido dominada por la cultura de los simbióticos, que se había desarrollado en una subgalaxia excepcionalmente feliz. A pesar de los horrores de la edad imperial, la nuestra era una cultura que tenía un cierto carácter amable que dificultaba el intercambio telepático con galaxias de historia más trágica. Además, los conceptos y valores básicos aceptados por nuestra propia sociedad galáctica eran principalmente un desarrollo de la cultura marina que había dominado la subgalaxia. Aunque la población de los mundos «continentales» había sido sobre todo humanoide, las culturas nativas fueron profundamente influidas por la mentalidad oceánica. Y como esta textura mental oceánica era rara entre las sociedades galácticas, nuestra Galaxia estaba también más aislada que la mayoría.
Luego de un largo y paciente trabajo, sin embargo, nuestra sociedad logró tener un panorama bastante completo de la población cósmica de galaxias. Se descubrió que por este tiempo las distintas galaxias estaban en distintas etapas de desarrollo mental, o físico. Muchos sistemas muy jóvenes, donde la materia nebulosa predominaba todavía sobre los soles, no tenían aún planetas. En otros, aunque ya había unos pocos gérmenes vitales, la vida no había alcanzado aún el nivel humano. Algunas galaxias eran físicamente maduras, pero carecían de sistemas planetarios, ya fuese por simple accidente o por alguna excepcional distribución de sus estrellas. En muchos de los millones de galaxias algún mundo inteligente había logrado extender a toda la galaxia su raza y su cultura, organizando la totalidad como el germen del huevo organiza en sí mismo toda la sustancia del huevo. En estas galaxias, muy naturalmente, la cultura estaba basada en la presunción de que toda la población del cosmos se derivaría de un único germen. Cuando se estableció el intercambio telepático con otras galaxias la reacción fue al principio de total estupefacción. No había pocas galaxias donde dos o más de esos gérmenes se habían desarrollado independientemente, poniéndose al fin en contacto. A veces el resultado era una simbiosis, otras una lucha interminable y aún la destrucción mutua. El tipo más común de sociedad galáctica era indudablemente aquél en que muchos sistemas de mundos se habían desarrollado independientemente, habían entrado en conflicto, se habían destrozado unos a otros, habían creado vastas federaciones e imperios, se habían hundido una y otra vez en el caos social, sin dejar de luchar entre tanto por el advenimiento de la utopía galáctica. Unos pocos habían alcanzado ya esa meta, aunque endurecidos por la amargura. Muchos más tanteaban aún el camino. Algunos estaban tan destruidos por las guerras que había pocas esperanzas de recuperación. Nuestra Galaxia hubiese pertenecido en verdad a ese tipo si no hubiera sido por la feliz intervención de los simbióticos.
A este resumen de la situación galáctica hay que añadir dos puntos. Primero, había ciertas sociedades galácticas muy adelantadas que habían sido espectadoras telepáticas de toda la historia de nuestra propia Galaxia y de las otras. Segundo, en no pocas galaxias las estrellas habían comenzado a estallar inesperadamente destruyendo sus guirnaldas de mundos.
M
ientras nuestra sociedad galáctica de mundos perfeccionaba su visión telepática, y, a la vez, su estructura social y material, los inesperados desastres que nosotros ya habíamos observado desde lejos la obligaron a atender estrictamente a la tarea de preservar las vidas de sus mundos.