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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (26 page)

BOOK: Hacedor de estrellas
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Al principio la tarea de establecer la utopía galáctica consumió casi todas las energías de los mundos despiertos. Las estrellas, en un número cada vez mayor, se rodearon de círculos concéntricos de perlas, perfectas aunque artificiales. Y cada perla era un mundo único, ocupado por una raza única. De aquí en adelante el más alto nivel de persistente individualidad no fue un mundo sino un sistema de decenas o cientos de mundos. Y entre los sistemas había una fácil y deleitada conversación, como entre individuos humanos.

En estas condiciones, ser un individuo consciente era disfrutar inmediatamente de las impresiones sensorias unidas de todas las razas que habitaban un sistema de mundos. Y como los órganos sensoriales de esos mundos aprehendían no sólo «desnudamente» sino también a través de instrumentos artificiales de gran alcance y sutileza, el individuo consciente no sólo percibía la estructura de cientos de planetas sino también la configuración de todo el sistema de planetas de un sol. Percibía incluso otros sistemas, como un hombre percibe a otro hombre, pues en la distancia giraban y flotaban los cuerpos resplandecientes de otras personas «multi-mundanas».

Entre los sistemas planetarios inteligentes había infinitas variaciones de intercambio personal. Como entre los individuos humanos había amores y odios, simpatías temperamentales y antipatías, intimidades alegres y desagradables, sentimientos de cooperación y frustración en las empresas personales y en la vasta empresa común: la construcción de la utopía galáctica.

Entre los sistemas individuales de mundos, como entre los compañeros simbióticos, las relaciones tenían a veces casi un significado sexual, aunque el sexo no tuviese realmente ninguna participación. Sistemas vecinos proyectaban pequeños mundos viajeros, o mundos mayores, o trenes de mundos a través del océano del espacio para que entrasen en órbita alrededor de otros soles e intervinieran íntimamente en la vida privada de otros mundos mediante una relación simbiótica, o mejor «simpsíquica». Ocasionalmente todo un sistema emigraba a otro sistema, y colocaba sus anillos de mundos entre los anillos del otro sistema.

El intercambio telepático unía toda la Galaxia; pero la telepatía, aunque tenía la importante ventaja de no ser afectada por la distancia, era algo imperfecto en ciertos sentidos. Mientras fuese posible se la completaba con viajes físicos. Una constante corriente de mundos turistas viajaba en todas direcciones por la Galaxia.

La tarea de fundar la utopía en la Galaxia no se cumplía sin dificultades. Las diferentes especies de razas solían propugnar políticas diferentes para la Galaxia. Aunque la guerra fuese ahora inconcebible, era común en cambio esa suerte de lucha que conocemos en la Tierra entre individuos o asociaciones dentro del mismo país. Había, por ejemplo, un conflicto constante entre los sistemas planetarios interesados principalmente en la creación de la utopía y aquellos a quienes preocupaba más el contacto con otras galaxias, o aquéllos movidos sólo por temas espirituales. Además de estos grandes bandos había grupos de sistemas planetarios decididos a poner el bienestar de los mundos individuales por encima del progreso del imperio galáctico. Les atraía más el drama de la relación personal, y la realización de la capacidad personal de mundos y sistemas, que la organización o la exploración o la purificación espiritual. Aunque la presencia de estos grupos exasperaba a menudo a los entusiastas, era también saludable, pues servía de barrera contra la tiranía y las extravagancias.

Durante la edad de la utopía galáctica otra saludable influencia comenzó a actuar entre estos mundos emprendedores. La investigación telepática había descubierto a los hombres-plantas, raza que había desaparecido hacía mucho tiempo consumida en la extravagancia de su quietismo místico. Los mundos utópicos aprendieron muchas cosas de esos seres arcaicos, pero de una sensibilidad insólita. Así el modo vegetal de experiencia se incorporó sin peligro a la textura de la mente galáctica.

X - Una visión de la Galaxia

N
os pareció a nosotros entonces que las dificultades de muchos de los mundos de la Galaxia habían terminado al fin, que el deseo de mantener viva la utopía galáctica era ahora universal, y que el futuro traería una gloria tras otra. Estábamos seguros de que las demás galaxias progresaban del mismo modo. En nuestra simplicidad esperábamos ver el triunfo rápido, completo y final del espíritu en la totalidad del cosmos. Hasta habíamos concebido que el Hacedor de Estrellas se regocijaba de la perfección de su obra.

Recurriendo a símbolos para expresar lo inexpresable, imaginábamos que, antes del comienzo, el Hacedor de Estrellas estaba solo, y que por amor y espíritu de comunidad había resuelto crear una criatura perfecta, su compañía. Imaginábamos que la había creado de su deseo de belleza y de su voluntad de amor; pero que la había probado también en la creación y la había atormentado, de modo que al fin fuese capaz de triunfar sobre toda adversidad, y alcanzar así tal perfección como él mismo en toda su excelsitud no podría alcanzar nunca. Pensábamos que el cosmos mismo era esa criatura. Y nos parecía en nuestra simplicidad que habíamos asistido a la mayor parte del crecimiento cósmico, y que sólo faltaba el clímax de ese crecimiento, la unión telepática de todas las galaxias, es decir, el espíritu uno, totalmente despierto del cosmos, perfecto, destinado a ser eternamente contemplado y gozado por el Hacedor de Estrellas.

Todo esto nos parecía majestuosamente cierto. Sin embargo, no nos hacía felices. Nos habíamos saciado con el espectáculo del continuo y triunfante progreso en la última época de nuestra Galaxia, y los posibles habitantes de otras galaxias no despertaban nuestra curiosidad. No cabía duda que eran muy similares a nosotros. Nos sentíamos en verdad abrumadoramente fatigados y desilusionados. Habíamos seguido durante tantos eones la fortuna de tantos mundos. Habíamos vivido tan a menudo sus pasiones, nuevas para ellos, pero para nosotros casi siempre repetidas. Habíamos compartido toda suerte de sufrimientos, toda suerte de glorias y vergüenzas. Y ahora que el ideal cósmico, el total despertar del espíritu, parecía a punto de ser alcanzado, nos descubríamos dominados por la fatiga. ¿Importaba acaso que todo el vasto drama de la existencia fuese o no conocido y gozado intrincadamente por el espíritu perfecto? ¿Importaba acaso que nosotros completásemos o no nuestro peregrinaje?

Nuestro grupo, distribuido por toda la Galaxia durante tantos eones, había mantenido dificultosamente la unidad de su mente comunitaria. En todo tiempo «nosotros», a pesar de nuestra pluralidad, habíamos sido en verdad «yo», el simple observador de muchos mundos; pero el mantenimiento de esta identidad se estaba convirtiendo él mismo en un duro trabajo. El «yo» estaba abrumado por la falta de sueño; el múltiple «nosotros» anhelaba los pequeños mundos natales, las madrigueras, y ese embotamiento animal que nos había separado de todas las inmensidades. Yo en particular, el inglés, anhelaba dormir sano y salvo en aquel cuarto donde ella y yo habíamos dormido juntos, olvidadas las urgencias del día, sin nada más que el sueño y la oscura, la pacifica conciencia de la existencia del otro.

Pero aunque la fatiga había vencido en mí toda resistencia, el sueño no venía. Yo seguía allí atado a mis compañeros, entre los numerosos mundos triunfantes.

Un descubrimiento acabó lentamente con nuestra somnolencia. Poco a poco fuimos comprendiendo que el sentimiento prevaleciente en los innumerables sistemas de mundos utópicos no era en verdad de triunfo. En todos los mundos encontramos una convicción muy profunda: la de la pequeñez e impotencia de los seres finitos, cualquiera fuese su nivel. En cierto mundo había una criatura que podríamos llamar un poeta. Le hablamos de nuestra concepción de la meta cósmica, y él nos dijo:

—Cuando el cosmos despierte, si despierta, descubrirá que no es la criatura amada de su creador, sino una mera burbuja que flota a la deriva en el ilimitado e insondable océano del ser.

Lo que nos había parecido al principio la irresistible marcha de unos mundos espirituales, semejantes a dioses, con todos los recursos del Universo a su disposición y la eternidad ante ellos, se nos revelaba ahora gradualmente como algo muy distinto. El gran adelanto de la capacidad mental, y la realización de la comunidad mental en el cosmos, había provocado un cambio en la experiencia del tiempo. El alcance temporal de la mente era ahora mucho más extenso. Los mundos despiertos vivían un eón como un simple día agitado. Tenían conciencia del paso del tiempo como un hombre en una canoa tiene conciencia de un río que nace perezosamente y luego se quiebra en rápidos y corre cada vez más hasta que —no muy lejos— se precipita al mar en una catarata; al mar, es decir, al fin eterno de la vida, la extinción de las estrellas. Comparando el breve plazo de que disponían con la gran obra que tanto los apasionaba —el despertar total del espíritu cósmico— comprendían que no tenían tiempo que perder, y que, probablemente, era ya demasiado tarde. Tenían el raro presentimiento de que un inesperado desastre caería sobre ellos. Decían a menudo: «No sabemos qué nos tienen preparado las estrellas, y menos aún el Hacedor de Estrellas». Y otras veces decían: «No hemos de considerar ni por un instante que nuestro mejor fundado conocimiento de la existencia sea realmente la verdad. Sólo vemos los colores que nuestros propios ojos pintan en la película de una burbuja en la espuma del océano del ser».

Esta creencia de que ninguna criatura cumple totalmente su destino daba a la sociedad galáctica de mundos el encanto y la pureza de una flor perecedera y delicada. Y ahora nosotros mismos estábamos aprendiendo a mirar aquella vasta utopía como si fuese una criatura de precaria belleza. En ese estado de ánimo tuvimos de pronto una experiencia notable.

Habíamos decidido tomarnos algo así como un día de fiesta en nuestras exploraciones y disfrutar del vuelo incorpóreo en el espacio. Reunimos a todos los del grupo, desde mundos muy distantes, nos unimos en un único y móvil punto de vista, y luego, como un solo ser, nos deslizamos y giramos entre las estrellas y nebulosas. Al fin se nos ocurrió sumergirnos en el espacio exterior. Nuestra velocidad aumentó hasta que las estrellas de adelante parecieron violetas, y las de atrás rojas; y luego las de adelante y las de atrás se desvanecieron, y nuestra desenfrenada velocidad borró todo lo visible. Hundidos en aquella absoluta oscuridad meditamos en el origen y el destino de las galaxias, y en la imagen del cosmos, que contrastaban de modo tan tremendo con los diminutos hogares a los que tanto deseábamos regresar.

Al fin nos detuvimos, descubriendo que no nos encontrábamos donde creíamos. La Galaxia de la que habíamos partido estaba muy lejos, a nuestras espaldas, no mayor que una nube. Pero no era la nítida espiral que debiera haber sido. Luego de cierta confusión mental descubrimos que estábamos viendo a la Galaxia tal como era en una de las primeras etapas de su existencia, en realidad en un tiempo en que no era aún una galaxia. Pues la nube no era una nube de estrellas sino una niebla luminosa. En el centro había un vago resplandor, de bordes pálidos que se confundía gradualmente con el cielo negro. Hasta el cielo mismo era muy extraño. Aunque sin estrellas, estaba densamente poblado por gran número de nubes claras. Todas parecían más alejadas de nosotros que el lugar de donde habíamos venido, pero algunas eran tan grandes como Orión en el cielo terrestre. Tan ocupado estaba el cielo que los extremos filamentosos de las nubes se tocaban a veces, o estaban separados por estrechas grietas de vacío que dejaban ver otras nebulosas más remotas, algunas tan distantes que eran meros puntos de luz.

Habíamos retrocedido en el tiempo, evidentemente, hasta una época en que todas las grandes nebulosas eran vecinas, antes que la explosiva naturaleza del cosmos las hubiera alejado unas de otras, luego de separarlas de la densa y uniforme sustancia primera.

Mientras mirábamos, advertimos que los acontecimientos del Universo estaban sucediéndose ante nosotros con fantástica velocidad. Todas las nubes se encogieron visiblemente, retirándose, y cambiando de forma. Todos los orbes parecieron achatarse y se hicieron más definidos. Retrocediendo aún más, y disminuyendo de tamaño, las nebulosas parecieron luego discos de niebla. Pero mirábamos aún cuando se hundieron tanto en los abismos del espacio que nos fue difícil observar otros cambios. Sólo nuestra Nebulosa natal estaba aún cerca, como una forma oval que ocupaba la mitad del cielo. En ella fijamos entonces nuestra atención.

Aparecieron diferencias: regiones de nieblas más brillantes y menos brillantes, de brazos y remolinos débiles, como espuma en las olas del mar. Estas formas oscuras se movían lentamente, como jirones de nubes sobre unas lomas. Al fin se hizo evidente que las corrientes internas de la nebulosa fluían en un cierto orden. Aquel gran mundo de gas giraba en verdad lentamente, casi como un tornado, y al girar se achataba. Era ahora la imagen borrosa de un pedrusco achatado y veteado, y que no veíamos claramente porque estaba demasiado cerca.

Al fin advertimos, con nuestra nueva y milagrosa visión, que aquí y allá, principalmente en las zonas exteriores, aparecían puntos microscópicos de luz más intensa. Mientras mirábamos, el número de estos puntos aumentaba, y el espacio que los separaba se hacía más negro. Nacían las estrellas.

La gran nube continuaba creciendo y achatándose. Pronto fue un disco de corrientes giratorias de estrellas y ovillos de gas aún no condensado: desintegración de los últimos tejidos de la nebulosa. Estos gases continuaron moviéndose de modo casi independiente, cambiando de formas, arrastrándose como criaturas vivas, extendiendo pseudópodos, y desvaneciéndose como se desvanecen las nubes, aunque engendrando nuevas generaciones de estrellas. El corazón de la nebulosa se había condensado ahora, y era más pequeño y de contornos más definidos, como un congestionado globo brillante. Aquí y allá a través del disco había nudos y protuberancias de luz: las futuras constelaciones. En toda la nebulosa se acumulaban estas redondas flores de cardo, estos adornos plumosos, chispeantes, mágicos, donde germinaban pequeños universos de estrellas.

La Galaxia, porque ahora podía tener este nombre, continuaba girando visiblemente con una continuidad hipnótica, extendiendo en la oscuridad enmarañadas trenzas de corrientes de astros. Ahora era como un enorme sombrero blanco, de copa resplandeciente y de ala ancha de débiles estrellas. Parecía un sombrero de cardenal, giratorio. Las dos borlas eran dos largas espirales de estrellas. Los bordes deshilachados se habían desprendido y se habían convertido en subgalaxias que giraban alrededor de la galaxia mayor. Todo el sistema se balanceaba como un trompo, y al fin el ala pareció una elipse todavía más estrecha, de bordes afilados que terminaban en una materia no luminosa, como una línea delgada, oscura y nudosa trazada sobre la brillante sustancia interior de nébulas y estrellas.

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