Vi en mi imaginación, por encima de nuestra colina, las otras colinas más lejanas e invisibles. Vi las llanuras y los bosques y todos los campos con sus miríadas de briznas. Vi la tierra que se curvaba en el horizonte, como el hombro del planeta. Una red de caminos, cañerías de acero y alambres zumbantes unían las villas: gotas de niebla en una telaraña. Aquí y allí una ciudad se abría en una expansión de luz, una nublada luminosidad, rociada de estrellas.
Más allá de las llanuras, Londres, con sus luces de neón, era una platina de microscopio sacada de unas aguas putrefactas y poblada de ruidosos animálculos. ¡Animálculos! Desde una perspectiva estelar, estas criaturas no eran realmente sino sabandijas minúsculas y, sin embargo, para ellas mismas, y a veces para sus semejantes, eran más reales que todas las estrellas.
Mirando más allá de Londres, mi imaginación vislumbró la pálida extensión del Canal, y luego la totalidad de Europa, una tela emparchada de campos de labranza y somnoliento industrialismo. Más allá de los álamos de Normandía se extendía Paris, con las Torres de
Notre-Dame
ligeramente inclinadas a causa de la curvatura de la Tierra. Más allá aún, la noche española ardía con el asesinato de las ciudades. A la izquierda se extendía Alemania, con fábricas y bosques, y música, y cascos de acero. Me pareció ver en las plazas de las catedrales a miles de jóvenes alineados, exaltados, poseídos, saludando al
Führer
bañado por los reflectores. En Italia también, tierra de recuerdos e ilusiones, el ídolo de las multitudes subyugaba a los jóvenes.
Otra vez a la izquierda, Rusia, un segmento apreciablemente convexo del globo, de una palidez nívea en la oscuridad, extendido bajo las estrellas y los caminos de las nubes. Vi las torres del
Kremlin
, en la plaza Roja. Allí descansaba Lenin, victorioso. Más lejos, al pie de los Urales, la imaginación descubrió los plumajes rojos y el palio de humo de las ciudades industriales. Luego los montes, donde asomaba el alba, pues el día, en mi medianoche, estaba ya vertiéndose hacia el Oeste a lo largo de Asia, adelantándose con su frente de oro y rosa a la diminuta oruga humeante del expreso transiberiano. En el Norte, el Ártico, duro como el hierro, oprimía a sus exiliados. Al Sur se extendían los valles y llanuras que en otro tiempo habían acunado a nuestra especie. Pero ahora unas vías de ferrocarril cruzaban la nieve. En todas las aldeas unos niños asiáticos despertaban a otro día de escuela, y a la leyenda de Lenin. En el Sur otra vez, los Himalayas, cubiertos de nieve desde la cintura a la cresta. Miré las multitudes de las estribaciones y me interné entre las multitudes de la India. Vi las plantas de algodón que bailaban al viento, y el trigo, y el río sagrado que llevaba las aguas del Kamet entre los arrozales y por los remansos infestados de cocodrilos, y cruzaba Calcuta, con sus naves y oficinas, hacia el mar. Desde mi medianoche mire China. El sol de la mañana se reflejaba en los campos inundados y doraba las tumbas ancestrales. El Yang Tse, un río brillante y retorcido, corría por su desfiladero. Más allá de los montes de Corea, del otro lado del mar, se alzaba el Fujiyama, extinto y formal. Alrededor, una población volcánica se apretaba en las tierras estrechas como lava en un cráter. Ya se derramaba por el Asia una inundación de ejércitos y mercaderes.
Mi imaginación retrocedió y se volvió hacia el África. Vi el canal de agua fabricado por las manos del hombre que unía Oriente y Occidente. Luego los minaretes, las pirámides, la Esfinge que esperaba siempre. En la antigua Menfis se oía un eco de rumores industriales. Hacia el Sur, unos hombres negros dormían a orillas de grandes lagos. Tropas de elefantes aplastaban las cosechas. Más lejos aún, donde los holandeses y los ingleses aprovechaban los esfuerzos de millones de negros, unos vagos sueños de libertad agitaban a las multitudes.
Mirando por encima del continente, más allá de las mesetas coronadas de nubes, vi los Mares del Sur, ennegrecidos por las tormentas, y luego los acantilados de hielo con sus focas y pingüinos y los altos campos de nieve del continente despoblado. Mi imaginación enfrentó el sol de medianoche, cruzó el polo y dejó atrás el monte Erebus que vomitaba lava sobre su armiño. Fue hacia el Norte, por el mar de verano, pasó sobre Nueva Zelanda, esa Bretaña más libre pero menos consciente, y sobre Australia donde unos jinetes de ojos claros arriaban sus ganados.
Aún mirando al Este desde mi colina, vi el Pacífico, sembrado de islas, y luego las Américas, donde en otro tiempo los descendientes de Europa habían dominado a los descendientes de Asia mediante la prioridad en el empleo de los fusiles y la arrogancia que dan las armas de fuego. A lo largo del otro océano, hacia el Norte y hacia el Sur, se extendía el Nuevo Mundo, el Río de la Plata, y Río de Janeiro, las ciudades de Nueva Inglaterra, centros radiantes del nuevo estilo de vida y pensamiento. Nueva York se alzaba oscuramente en el cielo de la tarde: un enjambre de altos cristales, una acumulación de megalitos modernos. Alrededor, como peces que mordisquean a los pies de los cargueros, se apretaban los grandes transatlánticos. Los vi también en alta mar, y los barcos de carga marchaban en el crepúsculo con los ojos de buey y las ventanillas iluminadas. Los fogoneros sudaban delante de los hornos, los vigías se estremecían en los mástiles, la música de baile era arrastrada por el viento.
Vi todo el planeta, el grano de arena, con sus atareados enjambres, como un circo donde los antagonistas cósmicos, dos espíritus, estaban preparándose ya para una lucha crítica, asumiendo disfraces terrestres y locales, enfrentándose en nuestras mentes despiertas a medias. En una ciudad tras otra, en un pueblo tras otro, y en innumerables granjas solitarias, quintas, cabañas, chozas, en todos los agujeros donde las criaturas humanas se preocupaban por sus comodidades, escapatorias y triunfos pequeños, fermentaba la gran lucha de nuestra época.
Una voluntad se alzaba como un desafío en nombre de un mundo nuevo, anhelado, razonable y gozoso, en el que todo hombre y toda mujer tendrían la posibilidad de vivir plenamente, y de vivir al servicio de la humanidad. La otra parecía ser esencialmente el miedo o lo desconocido, ¿o era algo más misterioso? ¿Podría ser una voluntad de dominio que fomentaba para sus propios fines la pasión de la tribu, arcaica, vengadora y enemiga de la razón?
¿Cómo enfrentar una época semejante? ¿Cómo alimentar el coraje cuando sólo se es capaz de virtudes domésticas? ¿Cómo preservar a la vez la integridad de la mente, y no permitir nunca que la lucha destruya en el propio corazón lo que se quiere realizar en el mundo, la integridad del espíritu?
Dos luces como guías. La primera, nuestro átomo, resplandeciente de comunidad, con todo lo que esto significa. La segunda, la luz fría de las estrellas; símbolo de la realidad hipercósmica, con sus éxtasis cristalinos. Curiosamente, en esta luz, en la que el amor más alto es tasado fríamente, y en la que aun la posible derrota de nuestro mundo despierto a medias es contemplada sin remisión de alabanza, la crisis humana alcanza mayor significado. Es raro que parezca más urgente, y no menos, participar en esta lucha, este breve esfuerzo de criaturas microscópicas que tratan de ganar para su raza algún acrecentamiento de lucidez, antes de la oscuridad ultima.
FIN
L
a inmensidad en sí misma no es algo bueno. Un hombre vivo vale más que una galaxia sin vida. Pero la inmensidad tiene una importancia indirecta en tanto facilita la riqueza mental y la diversidad. Por supuesto, las cosas son grandes o pequeñas en relación con alguna otra. Decir que un cosmos es grande equivale a decir que comparado con él alguno de sus componentes es pequeño. Decir que su carrera es larga equivale a decir que contiene muchos acontecimientos en su interior. Pero aunque la inmensidad temporal y espacial de un cosmos no tenga mérito intrínseco, es el terreno donde puede crecer lo psíquico, para todos nosotros un valor. La inmensidad física abre la posibilidad de una vasta complejidad física, y esto permite a su vez la aparición de organismos de mente compleja. Esto es cierto por lo menos en un cosmos como el nuestro, donde la mente está condicionada por lo físico.
El probable tamaño de nuestro cosmos puede ser concebido aproximadamente mediante la analogía siguiente, adaptada de otra similar ideada por W. J. Luyten en su obra
«The Pageant of the Stars»
. Digamos que Gales representa el tamaño de nuestra Galaxia, 100.000 años luz. Esta galaxia está rodeada por un sistema de siete subgalaxias mucho más pequeñas y de nebulosas globulares, todas en una región de 1.000.000 de años luz de diámetro. Se encontrarán luego otros sistemas en el espacio separados por distancias que corresponden a la que media entre Gales y Norteamérica. En la misma escala una galaxia situada a 500.000.000 de años luz estaría a poco menos de 100.000 kilómetros de la Tierra, aproximadamente un cuarto de la distancia a la Luna. La extensión total del Cosmos estaría representada en este modelo por un volumen de unos 17.000.000 de kilómetros de diámetro, o un octavo de la distancia de la Tierra al Sol. La distancia entre el Sol y la estrella más cercana (4,5 años luz) sería de unos cuatro metros (Un año luz equivaldría aproximadamente a un metro). La velocidad media del movimiento estelar —32 kilómetros por segundo— estaría representada por una distancia de diez centímetros recorrida en 100 años. La órbita de la Tierra tendría un diámetro de un milésimo de pulgada; el diámetro del Sol sería de seis millonésimos de pulgada; el de la Tierra quedaría reducido a una vigésima parte de un millonésimo de pulgada.