Me pareció que yo veía al Hacedor de Estrellas en dos aspectos: como el particular modo creativo del espíritu del que había nacido yo, el cosmos; y también, lo que era más terrible, como algo incomparablemente superior a la creatividad: la perfección eternamente realizada del espíritu absoluto.
Estériles, estériles y triviales son estos mundos. Pero la experiencia no es estéril.
Enfrentado a esta infinitud, más honda que mis más hondas raíces, y más alta que la más alta de mis cimas, yo, la mente cósmica, la flor de todas las estrellas y mundos, me sentí sobrecogido, como se siente sobrecogido un salvaje con el rayo y el trueno. Y mientras yo caí en la abyección ante el Hacedor de Estrellas, una corriente de imágenes me inundaba la mente. Las deidades ficticias de todas las razas de todos los mundos se acumularon entonces en mí: símbolos de majestad y de ternura, de poder despiadado, de ciega creatividad, y penetrante sabiduría. Y aunque estas imágenes no eran sino fantasías de mentes creadas, me pareció que todas y cada una encerraban realmente alguna verdadera característica del poder del Hacedor de Estrellas.
Mientras yo contemplaba las huestes de deidades que se alzaban hacia mí como nubes de humo desde muchos mundos, una nueva imagen, un nuevo símbolo del espíritu infinito tomó forma en mi mente. Aunque nacido de mi propia imaginación cósmica, había sido engendrado por un ser superior a mí. Para el escritor humano de este libro poco queda de esa visión que me humilló y exaltó como mente cósmica. Pero he de recuperarla necesariamente como mejor pueda, en una débil red de palabras.
Me pareció ante todo que yo había retrocedido en el tiempo hasta el momento de la creación, y que yo asistía al nacimiento del cosmos.
El espíritu meditaba. Aunque infinito y eterno, se había limitado a sí mismo dándose un ser, finito y temporal, y meditaba en un pasado que no le satisfacía. Estaba descontento de alguna creación pasada, oculta para mí; y estaba descontento asimismo de su propia naturaleza pasajera. El descontento impulsó al espíritu a una nueva creación.
Pero ahora, de acuerdo con la fantasía, concebida por mi mente cósmica, el espíritu absoluto, que se había limitado a sí mismo con la creatividad, se separó de sí mismo y objetivó un átomo de su potencialidad infinita.
Este microcosmos estaba fecundado con el germen de un tiempo y espacio propios, y toda clase de seres cósmicos.
En el interior de este cosmos puntual una miríada de centros físicos de energía, que los hombres conciben vagamente como electrones, protones, y otras partículas coincidían al principio unos con otros. Y estaban dormidos. La materia de diez millones de galaxias dormía en un punto.
Luego el Hacedor de Estrellas dijo: «Que haya luz». Y hubo luz.
La luz brotó y ardió en todos los coincidentes y puntuales centros de energía. El cosmos estalló, actualizando su potencialidad de espacio y tiempo. Los centros de energía, como fragmentos de una bomba, se desparramaron. Pero todos retuvieron en sí mismos, como un recuerdo y una nostalgia, el espíritu único del todo, y todos reflejaban en sí mismos aspectos de los demás en la totalidad del espacio y el tiempo cósmicos.
Ya no un punto, el cosmos era ahora un volumen de materia inconcebiblemente densa y de radiación inconcebiblemente violenta, que se expandía sin cesar. Y era también un espíritu infinitamente disociado y dormido.
Pero decir que el cosmos se expandía es como decir que sus miembros se contraían. Los centros de energía primarios, coincidentes todos al principio con el cosmos puntual, generaban ellos mismos el espacio cósmico al separarse unos de otros. La expansión de la totalidad del cosmos no era sino la reducción de todas sus unidades físicas y de la longitud de onda de su luz.
Aunque el cosmos era de tamaño finito, en relación con sus minúsculas ondas de luz, era también ilimitado y sin centro. Así como la superficie de una creciente esfera carece de límites y de centro, así el creciente volumen del cosmos no tenía tampoco límites ni centro. Pero así también como la superficie esférica está centrada en un punto ajeno a ella misma, en una «tercera dimensión», así el volumen del cosmos estaba centrado en un punto ajeno a él, en una «cuarta dimensión».
La densa nube de fuego creció hasta que tuvo el tamaño de un planeta, el tamaño de una estrella, el tamaño de toda la galaxia, y el de diez millones de galaxias. Y al crecer así se hizo más tenue, menos brillante, menos turbulenta.
Al fin la nube cósmica fue desgarrada por la tensión de su expansión, en conflicto con la mutua unión de sus partes, rompiéndose en muchos millones de nubecillas: el enjambre de la gran nebulosa.
Durante un tiempo estas partes estuvieron tan cerca unas de otras como las vellosidades nubosas en un cielo cubierto. Pero los abismos se hicieron más anchos, hasta que las partes del cosmos fueron como flores en un material, como abejas en un enjambre en vuelo, como una bandada de pájaros migratorios, como navíos en el mar. Fueron apartándose más y más rápidamente, y al mismo tiempo cada una de las nubes se contrajo, convirtiéndose al principio en una pelota de lana, luego en una lente giratoria y luego en un torbellino de corrientes estelares.
El cosmos continuó expandiéndose hasta que las galaxias más remotas se apartaron tan rápidamente que la luz del cosmos ya no pudo salvar esos abismos.
Pero yo, con visión imaginativa, continué viendo a todas las galaxias. Era como si alguna otra luz, instantánea e hipercósmica, que no procedía de ningún punto del espacio cósmico, iluminara interiormente todas las cosas.
Una vez más, pero a los rayos de una luz penetrante, fría y nueva, yo observé todas las vidas de las estrellas y mundos, y de las comunidades galácticas, y de mí mismo, hasta ese momento en que me encontré con la infinitud que los hombres llaman Dios, y que conciben de acuerdo con sus apetitos humanos.
Yo también intentaba ahora encerrar el espíritu infinito, el Hacedor de Estrellas, en una imagen sacada de mi propia naturaleza, finita aunque cósmica. Pues me parecía que yo había superado de pronto la visión tridimensional común a todas las criaturas, y que yo veía físicamente al Hacedor de Estrellas. Veía, aunque en ninguna parte del espacio cósmico, la ardiente fuente de la luz hipercósmica, como si fuese un punto abrumadoramente brillante, una estrella, un sol más poderoso que todos los soles juntos. Me parecía que esta estrella refulgente era el centro de una esfera cuatridimensional cuya superficie curva era el cosmos tridimensional. Yo, criatura cósmica, percibí esta estrella de estrellas, esta estrella que era en verdad el Hacedor de Estrellas, sólo un momento, antes que su esplendor me cegara la vista. Y en ese momento supe que yo había visto realmente la fuente misma de la luz, la vida y la mente cósmicas, y de muchas otras cosas de las que yo hasta entonces no había tenido conocimiento.
Pero esta imagen, este símbolo concebido por mi mente cósmica, sometido a la tensión de una experiencia inconcebible, se quebró y transformó inmediatamente, tan inadecuada era la realidad de la experiencia. Recordando desde mi ceguera aquel momento de visión, pensé que la estrella, el Hacedor de Estrellas, centro inmanente de toda existencia, me había estado mirando a mí, su criatura, desde la cima misma de su infinitud, y que entonces yo había desplegado inmediatamente las pobres alas de mi espíritu para subir hacia él, y que en ese mismo momento yo había sido cegado, quemado y golpeado. Me había parecido en el momento de mi visión que todos los anhelos y esperanzas de los espíritus finitos que habían ansiado unirse con el espíritu infinito habían dado fuerza a mis alas. Me pareció que la Estrella, mi hacedor, se inclinaría hacia mí, y me alzaría, y me envolvería en su magnificencia. Pues me pareció que yo, el espíritu de muchos años, la flor de muchas edades, era la Iglesia Cósmica, preparada al fin para unirse con Dios. Pero en cambio la terrible luz me cegó, quemó y golpeó. Sin embargo, no fue sólo el resplandor físico lo que me hizo caer en ese momento supremo de mi vida. En ese momento creí descubrir el ánimo con que el espíritu infinito había creado el cosmos, y lo había sostenido constantemente, observando su torturado crecimiento. Y fue ese descubrimiento lo que me golpeó.
Pues yo me había enfrentado no con un amor bondadoso y alentador, sino con un espíritu muy distinto. Y supe enseguida que el Hacedor de Estrellas no me había creado para que me uniese a él, ni como hijo bien amado, sino para otro destino.
Me pareció entonces que el Hacedor me miraba desde la cima de su divinidad con la atención distante aunque apasionada con que un artista juzga su obra acabada; regocijándose serenamente con su obra, pero reconociendo ya los efectos irrevocables de la concepción inicial y deseando iniciar una nueva creación.
Su mirada me diseccionó con tranquila habilidad, haciendo a un lado mis imperfecciones, y absorbiendo para su enriquecimiento propio la escasa excelencia que yo había obtenido en las luchas de los años.
En mi agonía yo grité contra mi implacable hacedor. Grité que al fin y al cabo la criatura es más noble que el creador, pues la criatura ama y desea el amor, aun el amor de esa estrella llamada el Hacedor de Estrellas; pero el creador, el Hacedor de Estrellas, ni amaba ni necesitaba amar.
Pero tan pronto como yo, míseramente ciego, di ese grito, me sentí consumido de vergüenza. Pero se me hizo evidente de pronto que la virtud del creador no es lo mismo que la virtud en la criatura. Pues el creador, si ama a su criatura, no ama en realidad más que una parte de sí mismo; pero la criatura, al alabar a su creador, alaba a una infinitud que está más allá de sí misma. Advertí que la virtud de la criatura era amar y adorar, y que la virtud del creador era crear y ser la meta incomprensible, inalcanzable e infinita de las criaturas.
Una vez más, pero con sentimientos de adoración y de vergüenza, le grité a mi hacedor, y dije: «Es suficiente, y más que suficiente, ser la criatura de un espíritu tan magnífico y temido, de potencia infinita, de una naturaleza que escapa a la comprensión de la misma mente cósmica. Es suficiente haber sido creado, haber encarnado un instante el espíritu infinito, tumultuosamente creador. Es infinitamente más que suficiente haber sido utilizado, haber sido un esbozo preliminar para una creación más perfecta».
Dije esto y sentí inmediatamente una rara paz y una rara alegría.
Mirando hacia el futuro vi sin pena, con un tranquilo interés, mi propia declinación y ruina. Vi que las poblaciones de los mundos estelares consumían más y más sus recursos para mantener sus frugales civilizaciones. Desintegraban tanta materia en el seno de las estrellas que estaban alterando el equilibrio de esos mundos. Algunos se hundieron realmente en sus centros huecos, destruyendo a los habitantes del interior. La mayoría era reconstruida antes que se alcanzara el punto crítico, en una escala menor. Una a una las estrellas fueron convirtiéndose en mundos de tamaño planetario. Muchos no eran mayores que la luna terrestre. Las poblaciones mismas quedaron reducidas a una millonésima parte del número original, manteniendo en el interior de esos granos huecos el mero esqueleto de la civilización y en condiciones crecientemente precarias.
Contemplando los futuros eones, luego del momento supremo del cosmos, vi los mundos, que conservaban aún todo lo posible los elementos esenciales de la antigua cultura, que vivían todavía sus vidas personales, afanosamente, en tareas incesantemente renovadas; que aún practicaban el intercambio telepático, que aún compartían telepáticamente todo lo que había de valor en los respectivos mundos-espíritus, que aún mantenían una verdadera comunidad cósmica con su mente única. Me vi a mí mismo que preservaba todavía, aunque con creciente dificultad, mi conciencia lúcida, en lucha con la senilidad y la somnolencia, ya sin esperanzas de alcanzar un estado más glorioso que aquél ya conocido, o de mostrarme al Hacedor de Estrellas en un acto de adoración menos inadecuado, sólo impulsado por una mera necesidad de experiencia, y por lealtad al espíritu.
Pero la decadencia me alcanzó inevitablemente. Mundo tras mundo, dominados por crecientes dificultades económicas, se vieron obligados a reducir aún más sus poblaciones, que al fin no alcanzaron el nivel mínimo exigido por la mentalidad comunal. Luego, como centros cerebrales que degeneran rápidamente, ya no pudieron cumplir su parte en la experiencia cósmica.
Mirando hacia delante desde mi puesto en el momento supremo del cosmos, me vi a mí mismo, la mente cósmica, que caía poco a poco en la muerte. Pero en este mi último eón, cuando todos mis poderes estaban ya desvaneciéndose, y la carga de mi cuerpo en decadencia era una pesada carga para mi debilitado coraje, me consolaba todavía con un oscuro recuerdo de la pasada lucidez. Pues yo sabía confusamente que aún en mi última y más triste edad yo estaba ante la mirada celosa aunque remota del Hacedor de Estrellas.
Todavía sondeando el futuro, desde el momento de mi suprema madurez, una madurez todavía no marchita, vi mi muerte, la ruptura final de los lazos telepáticos de que dependía mi ser. A partir de entonces los pocos mundos sobrevivientes vivieron en un aislamiento absoluto, y en esa condición bárbara que los hombres llaman civilización. Entonces, y en un mundo tras otro, la civilización material comenzó a mostrar numerosas fallas, en particular en las técnicas de la desintegración atómica y la fotosíntesis. Los distintos mundos fueron estallando accidentalmente, uno tras otro, y la pequeña materia cuidadosamente almacenada se transformó en una esfera de ondas luminosas que se perdieron en la oscuridad inmensa, o murieron miserablemente de hambre y frío. Al fin nada quedó en todo el cosmos sino oscuridad, y unos restos de polvo que habían sido galaxias. Poco a poco esas vaharadas de polvo fueron acercándose unas a otras bajo la influencia gravitatoria de sus partes, hasta que al fin, no sin un ardiente choque entre las motas errantes, toda la materia de cada vaharada formó un simple cúmulo. La presión de las vastas regiones exteriores fue calentando el centro de cada cúmulo, hasta producir un fenómeno de incandescencia y aún una actividad explosiva. Pero poco a poco los últimos recursos del cosmos fueron alejándose de los cúmulos cada vez más fríos, y nada quedó sino roca desnuda y las ondas de radiación inconcebiblemente débiles que se extendían en todas direcciones por el cosmos, siempre en «expansión», aunque demasiado lentas para salvar los crecientes abismos entre las aisladas motas de piedra.